La última vez que vine a este parque, tenía dieciséis años. Era un día mucho más feo. Iba al Liceo Grandes Espérances. Una de mis mejores amigas, Natacha, vivía justo al lado. Tenía un hermano mayor, David. Éramos muchas las que considerábamos que era guapo. El 6 de marzo, una mañana de sábado, se mató con la scooter que sus padres le acababan de regalar. La noticia fue como un puñetazo en plena cara. Era la primera vez que perdíamos a alguien cercano, tan joven y tan de repente. Fue el primer entierro al que asistí. No lo olvidaré nunca. Toda aquella gente de negro que rodeaba el ataúd. Las lágrimas, la insoportable sensación de impotencia, el descubrimiento de la infranqueable barrera entre el antes y el después.
De la noche a la mañana, la familia de Natacha quedó destruida. Vivieron la ausencia, la culpabilidad. Observándolos aprendí algo esencial: la muerte siempre está cerca y no pierde la oportunidad de agarrar a aquellos que pasan por delante de su puerta. La pérdida de David nos hizo a todos envejecer. Mientras consolaba a Natacha durante horas, tomé la decisión de querer a la gente tal y como es y de decirle lo que pienso siempre que pueda. Desde entonces, conservo un sentimiento, una especie de temor de que cada adiós puede ser el último.
En aquella época pasaba mucho tiempo con Natacha intentando animarla. Veníamos a este parque casi todas las tardes. Nos sentábamos en un banco un poco más alejado de la entrada lateral. Puedo verlo desde aquí. Los laureles han crecido. Hablábamos mucho, hasta que caía la noche. Incluso si nos pillaba algún chaparrón seguíamos ahí sentadas, chorreando, congeladas de frío pero contentas de resistir aquella pequeña prueba. Casi me había olvidado de eso. Hace ya doce años.
La familia no quiso quedarse. Todo les recordaba a David: el gimnasio donde jugaba al balonmano, el colegio, el supermercado delante del cual quedaba con sus colegas y donde trabajaba en verano, su habitación, la casa, el ruido de las motos. Vivir aquí se convirtió para ellos en algo insoportable. Se mudaron.
Seguí en contacto con Natacha pero, con el paso del tiempo, nuestros encuentros se fueron espaciando más y más. Nunca habló del drama. Hoy en día ya solo nos mandamos algún mensaje cada cierto tiempo. Vive en Inglaterra. Y yo aquí, presa de una emoción que no esperaba que volviera a surgir, no esta mañana, y no de esta manera tan surrealista. A veces, hay cosas que me gustaría olvidar.
Las piernas se relajan, vuelvo a respirar. Tengo tanta sed que me planteo ir a beber al estanque que hay en medio del parque. Pienso en Ric. Si es puntual, le quedan diez minutos para volver. Creo que será puntual. Pero ¿qué sé yo si lo es o no? No lo conozco. Hace solo una semana que lo veo y ya es dueño de todos mis pensamientos. ¿Es el efecto que me produce él o le doy tanta importancia porque no hay en mi vida nada más importante? La pregunta merece ser planteada. Sin embargo, siento que con él es diferente. Me provoca algo. Para empezar, su apellido, su correo, sus manos, sus ojos y todo lo demás. Objetivamente, no creo que sea un simple pretexto. Además, nadie antes me ha hecho sentir todo esto.
Cuando lo veo aparecer a lo lejos, mi primer impulso es correr hacia él y saltarle al cuello. Consigo controlarme porque sé que por ese tipo de comportamiento los chicos nos tachan de locas. Dejo que se acerque. No parece cansado. Se me planta enfrente, brazos en jarra y a contraluz. Una auténtica escultura griega.
—Tienes mejor aspecto. Siento haberte impuesto un ritmo tan alto.
—No te preocupes. Debería haber entrenado antes de correr contigo. Espero que no me odies.
Alza las cejas.
—Pero ¡qué dices! Soy yo quien se siente mal. Si hubiera sabido que la pierna te dolía tanto, yo mismo te habría llevado de vuelta a casa.
«Me duele muchísimo la pierna. Por favor, llévame en brazos los cinco kilómetros que quedan y agárrame tan fuerte que mi asquerosa nostalgia no se interponga entre nosotros».
Regresamos con un trote ligero. Era casi hasta físicamente agradable. Sentía que algo nuevo se había creado entre nosotros, como si paradójicamente la media hora de separación nos hubiera unido más. Estoy como una cabra. Empiezo a creer que mis sueños se hacen realidad.
Cuando llegamos a nuestro portal, un sentimiento de profunda tristeza me invade. Vamos a separarnos y no tengo nada planeado para volverle a ver. Subimos. Me deja en la puerta.
—Hasta pronto —dice con su preciosa sonrisa.
«¡Hasta pronto!»: cómo odio esta expresión. Para mí, que me aterroriza la idea de perder a la gente, esas palabras son horribles. Significan que no sabemos cuándo volveremos a verles. Hay que aceptar que es el azar el que decide. Es insoportable. Quiero estar segura de que voy a volver a ver a todas las personas a las que quiero. A ese precio sí puedo dormir plácidamente. Y también quiero saber cuándo las volveré a ver. No deberíamos decir nunca: «Hasta pronto», sino concretar: «Nos vemos durante la semana», o «Nos vemos dentro de nada» o todavía mejor: «Nos vemos en dieciocho días, dieciséis horas y veintitrés minutos». Pero lo que está claro es que, en lo que concierne a Ric, no me veo esperando dieciocho días.
La última vez que me eché una siesta tenía siete años y mi madre me había obligado. Me enfadé tanto que durante tres días no le dirigí la palabra. Nunca más volvió a intentarlo. Odio la siesta. A veces envidio un poco a los que son capaces de dormirla, pero para mí es perder un precioso tiempo que la vida nos ofrece. Sin embargo, aquella tarde de domingo, en cuanto me senté en el sofá para «reflexionar», me quedé frita. Aquel trayecto hasta las afueras y a mi pasado había conseguido descolocarme. Me despertó mi madre cuando me llamó a las cinco de la tarde.
—¿Va todo bien, querida?
—Sí, mamá. No te lo vas a creer, me había quedado sopa.
—¿Tú?, ¿estás comiendo bien?
—Claro que sí, mamá. No te preocupes. ¿Y vosotros cómo estáis?
—Los Stevenson se han ido esta mañana, te mandan saludos. Tu padre anda por el jardín. Como cada verano, pregona que va a construir una piscina. Dice que así vendrás más a menudo, y que en ella podrán jugar los nietos.
«He aquí la alusión número 1798 que mis padres hacen respecto a mi descendencia. Al ritmo al que van las cosas, mi padre podría construir su piscina con una cucharilla de café, y aunque los gatos son más rápidos haciendo cachorros, no les gusta el agua».
Charlamos durante cinco minutos. A pesar de que nunca nos contamos nada nuevo, esa llamada de la tarde del domingo es una costumbre a la que le tengo mucho apego. En esta ocasión la conversación me resulta extraña, porque tengo ganas de hablarle de Ric a mi madre, pero me parece demasiado pronto. Aunque la semana que viene será otra cosa.
Esta noche no me voy a deprimir pensando en qué hará él, porque voy a cenar a casa de Sophie. Es allí donde se celebra la reunión del mes con todas mis amigas. Aunque seremos algunas menos que de costumbre, porque muchas están de vacaciones, pero no pasa nada. Las viajeras nos contarán sus periplos en septiembre y nos obligarán a ver las fotos. Me pregunto si les hablaré de Ric.
Sophie vive a dos calles de mi casa, en un apartamento nuevo con vistas a la plaza de la República, en pleno centro. Esta noche yo debo llevar el postre: helados. Me cae muy bien Sophie. Nos conocemos desde hace más de siete años. Empezamos juntas la universidad. Desde el principio conectamos muy bien. Lo que sin duda más nos une es nuestro parecido sentido del humor. Son generalmente las mismas situaciones o aberraciones las que nos hacen reír. Respecto a los tíos, es mucho más aventurera que yo, pero solo hablamos en serio del tema cuando una de las dos lo pasa mal. Ya tenemos suficiente con nuestras amigas. Perdimos un poco el contacto cuando comencé a salir con Didier porque a ella le desagradaba que él me hubiera hecho dejar mis estudios y se lo decía. Sophie tiene la cualidad de darse cuenta de los problemas de los demás y de ignorar los suyos propios. Su compañera de piso, Jade, es bastante parecida. Solo la conozco de estas cenas, pero sé que ella también suele tener problemas con los hombres. Si tiene novio es un drama, y si no lo tiene es una catástrofe. Siempre busca el príncipe encantado, por eso va de decepción en decepción.
—Hola, cariño.
No es Sophie la que abre, sino Florence. Me cae fatal. Piensa que todo el mundo es imbécil y se le nota. Todas sus frases empiezan por «yo» y no pierde la ocasión de dejar caer un «no es raro que no funcione si te lo tomas todo tan a pecho».
—Hola, Florence.
—¿Has comprado los helados en el supermercado? En el MaxiMag te hubieran salido un diez por ciento más baratos.
«Y si los hubiera mangado me habrían salido gratis».
Le tendí la bolsa.
—Ponlos en el congelador, por favor.
Sophie sale de su habitación y viene al salón con nosotras.
—Estaba consolando a Jade —me susurra—. Está completamente deprimida.
—¿Lo ha dejado con Jean-Christophe?
—No, a ese lo dejó hace dos semanas. Este se llama Florian y lleva el dorsal número 163.
Creo que va a estallar en carcajadas. Me la llevo hacia un rincón de la minúscula cocina.
—¿Cómo puedes reírte de sus desgracias?
—Habla incluso de suicidarse.
A Sophie le cuesta contenerse, la risa floja no está muy lejos. La simple mención del suicidio de Jade me arranca una pequeña risa nerviosa. Está mal reírse, pero cómo evitarlo en ciertas ocasiones.
—Suicidarse, ¿cómo la última vez?
—Sí, pero con una dosis doble.
Sophie ya no puede controlar más las lágrimas de risa que le suben a los ojos, y tiene una sonrisa de oreja a oreja. De pronto comienza a carcajearse a mandíbula batiente. Tengo que explicar que la última vez que Jade se intentó suicidar, se tragó diez pastillas de un antidiarreico, lo que le hizo tener gases durante las dos horas siguientes. A eso se le llama cortar por lo sano. Lo peor es que llamó a urgencias. Afortunadamente fue una mujer la que vino a atenderla, si no se hubiera enamorado inmediatamente de su salvador. Así es Jade. Está claro que no murió, pero durante un mes tuvo el pelo superbrillante y las uñas ultraduras.
Sophie se refugia en el grifo del fregadero para intentar camuflar la risa floja. Me inclino hacia ella.
—¿Te imaginas que intenta ahorcarse con papel higiénico?
Casi nos da un ataque. La voz quejumbrosa de Jade en la distancia nos hace parar.
—¿Y tú cómo estás? —me pregunta Sophie mientras se seca los ojos.
—Hasta las narices del banco.
—Vuelve a la universidad. Eras muy buena.
—No creo que…
Sophie capta algo en mi modo de mirarla. Giro la cabeza, roja como un pimiento.
—Julie…
Florence entra en ese momento. Es la primera vez que me alegro de verla.
—Bueno, queridas, ¿qué vamos a beber?
«Como vuelva a decirme querida o cariño, le suelto lo que pienso de su peinado o de su camisa, que haría explotar a un camaleón».
Pasamos al salón. Sonia acaba de llegar. Está muy nerviosa porque ha encontrado al chico de sus sueños. Nos lo cuenta nada más entrar. Se llama Jean-Michel. Es simpático, tiene un buen trabajo y quiere cinco hijos, igual que ella. Solo hay un pero: es un pelín raro, porque se cree un ninja. Pero por lo demás es perfecto.
—¿Cómo que se cree un ninja? —pregunta Florence.
—Colecciona libros sobre el tema, catanas y todo lo que encuentra. Incluso se ha fabricado unos
mizu gumo
, unos zapatos flotantes que le permiten andar por encima del agua para espiar. En casa va vestido con el traje tradicional, capucha incluida, y va dando grititos. Ha colgado dianas por todas partes y les dispara
shurikens
en cuanto puede.
—¿El qué?
—
Shurikens
, unas estrellas de metal con los bordes cortantes.
—¿Y no es peligroso?
—Dice que ya mejorará. Por ahora suele errar bastante el tiro. La semana pasada se cargó el armario, y ha desgarrado el papel de la pared del salón. También ha destripado a la muñeca de mi habitación.
—¿En serio? —pregunta Sophie.
—Sí, pero no pasa nada. Solo tengo que estar alerta cuando le da por ahí. El resto del tiempo es genial. Salvo la semana pasada. Tenía la moral por los suelos porque, para pasar a un estado mental superior, quiso tatuarse un gran símbolo ninja en la espalda y los hombros. Pero el tatuador le dijo que no se le podría ver.
Me atrevo a preguntar por qué.
—Porque es negro.
Debería dejar de hacer preguntas. Sophie se escapa a la cocina. Me quedo sola frente a Sonia imaginándome a su peculiar novio Jean-Michel, el ninja negro, e intentando contenerme.
Para cambiar de tema le pregunto por Sarah, nuestra amiga obsesionada con los bomberos. Ella también es especial. Solo se relaciona con los soldados del fuego. Ha agotado todos los cuarteles de la zona y ya ha comenzado a expandir su territorio de caza. Los fines de semana, sale fuera de la ciudad e incluso ha hecho algún que otro viaje por Europa buscando al hombre de sus sueños. En el instituto, llegó a activar la alarma de incendios para ver llegar el gran camión rojo lleno de hombres uniformados dispuestos a cogerla en brazos o hacerle el boca a boca. Cuando digo que hay algunos casos raros en el grupo… Durante el verano apenas la vemos. Se dedica a recorrer el país yendo a todos los bailes organizados por bomberos. En Navidades, el momento de los calendarios, saca las garras. No para. Es capaz de presentarse en tu casa sin avisar, para no perderse a los que van vendiendo el calendario puerta por puerta. Se informa de los recorridos, ahorra para ese día. Sí, tiene que hacerlo, porque el diciembre pasado compró nada menos que cincuenta y tres calendarios.
Jade sale de la habitación y se sienta a mi lado, tiene la cara desencajada. Le doy un beso:
—Sophie me lo ha contado todo. Ahora te toca ser valiente.
Con los ojos rebosantes de agradecimiento, se agarra a mí y se echa a llorar. Mientras tanto, la idiota de Sophie, desde la cocina y sin que Jade la vea, la imita. Suelto una risita nerviosa y Jade cree que lloro con ella. Menuda noche me espera. Me la imagino perfectamente. Sin embargo, recordaréis tal vez lo que os dije antes: creemos conocer las cosas y, de repente, un pequeño detalle lo cambia todo. Es lo que me pasó aquella tarde, y fue algo más que un detalle.
Estamos con el aperitivo, un moscatel de Beaumes-de-Venise dulce y fresco, que yo saboreo mientras miro por la ventana. Ante mí, la plaza en toda su extensión. Me entretengo con las sombras que se alargan conforme el sol se va poniendo. De pronto, la silueta de alguien que corre me llama la atención. Ric. En un primer momento pienso que estoy alucinando, que mi obsesión por él me está gastando una broma, pero no, ¡es él! No cabe duda, con su pantalón y su camiseta.