Ya han llegado los primeros invitados. Para reconocer a los australianos, no hace falta pedirles el pasaporte, son una cabeza más altos que la media. También es cierto que son guapos. Parecen contentos de estar aquí. Maëlys y Léna ya han llegado. También están los bomberos locales que han venido a saludar a sus colegas del fin del mundo y a cerciorarse de que, a partir de entonces, podrán bajar gatos de los árboles y apagar fuegos sin que Sarah se les arroje al cuello. Presento a Ric a todas mis amigas. Sophie me sonríe pícaramente.
Un coche antiguo lleno de tul y flores de lis se para frente a la puerta del ayuntamiento. Sarah baja la primera. Está radiante. Lleva un peinado y un maquillaje naturales, así que es ella, pero mejorada. Ha tenido una gran idea al no metamorfosearse para el día de su boda porque, como sucede en tantas ocasiones, a veces cuesta reconocer a la novia. Steve baja, un murmullo surge entre los presentes. De hecho, sobre todo han reaccionado las chicas. Seguro que algunas están locas de celos, y las más moderadas comentan que Sarah ha hecho bien esperando y yendo tan lejos a buscarlo. Aparte de su envergadura, Steve emana algo simpático. Ha hecho el esfuerzo de aprender algunas palabras en francés y se muestra encantador con las histéricas que, con el pretexto de darle la bienvenida, se cuelgan de su cuello.
La ceremonia no es pesada. El alcalde no deja casi tiempo a Sarah de disfrutar del momento. Sophie es testigo y, del lado australiano, Brian, el mejor amigo del novio. Steve responde con un acento que hace reír a las más cortadas. Jade, que nunca defrauda, se cae de la silla cuando se intercambian las alianzas.
Ric está a mi lado. Me emociona ver a Sarah tan feliz. Las horas de depresión quedan lejos. Animada por el alborozo general, le cojo la mano. Me sonríe. El alcalde felicita a los recién casados. Aplausos, flashes de fotos, vítores y Jade que grita «¡Rabo!».
A la salida, los bomberos se han colocado en fila para recibir a la pareja. Sophie se desliza detrás de mí y me susurra:
—Creo que Jade ha decidido celebrar la fiesta por su cuenta y ya ha empinado el codo.
—La vigilaremos. Díselo a las otras.
Sophie se acerca más a mi oído para decirme:
—No me extraña que escondas a Ric, es muy guapo.
Durante la sesión de fotos en la plaza, los invitados se presentan unos a otros. Intentamos comunicarnos con gestos y sonrisas. Un chico alto y rubio le ha dicho a Maëlys que tiene «un hermoso paisaje». La cosa promete.
Me gusta ver a la gente unida, feliz. Al fin y al cabo, el de la boda es el único día en el que se puede reunir a todas las personas a las que se quiere. Se mezclan entonces familia, amigos y compañeros. Todo revuelto. También se podría decir que lo mismo sucede en los funerales, pero los protagonistas no disfrutan tanto de la fiesta. Voy a hacer como Sarah parece hacer, disfrutar del momento.
El convite se celebra en el Domaine des Lilas, una casa solariega que recibe todos los eventos importantes de la zona. Sarah y Steve no han hecho las cosas a medias. En el jardín, a los pies de un edificio enorme, sobre una gran explanada de césped rodeada de árboles, han instalado carpas, un gran buffet y globos blancos. Es a la vez campestre y sofisticado. La gente se divierte y los niños corretean por todas partes. Su ropa no va a tardar en estar llena de manchas. Las copas se llenan. Es el primer brindis por los casados. Los australianos comienzan a cantar. En inglés, con acento cerrado, es imposible saber si es un himno o un baile regional. Dos señoras mayores hablan con un amigo de Steve, también bombero. Están delante de él igual que a los pies de un rascacielos, obligadas a levantar la cabeza para ver el final. Se ríen cada vez que él intenta pronunciar una palabra en francés. Le enseñan a decir otras: «matrimonio», «castillo», «arte de vivir» y no sé muy bien por qué, «braguitas».
Ric y yo no nos separamos. Pero no me hago ilusiones, no es a causa de una pasión devoradora que queramos exteriorizar. No. Nos sentimos como dos niños intimidados y nos aseguramos de no quedarnos solos. Sospecho que él no es plenamente consciente. Observa, habla amablemente con los que le dirigen la palabra. Mucha gente, muchos desconocidos. Es la primera vez que lo veo así, tan vulnerable. Las miradas de los que nos consideran pareja son, en verdad, sorprendentes. Nos aceptan, nos legitiman. No nos hablan por separado, sino a los dos. Nos preguntan si estamos casados, si después de hoy nos animaremos. Es la primera vez que alguien me considera la novia de Ric. Ojalá fuera verdad, pero tengo la impresión de estar usurpando algo.
La voz de Sarah resuena en los altavoces. Se ha subido al escenario y habla a través del micrófono que utilizará el cantante. Steve está a su lado. Forman una pareja estupenda. Con un grácil movimiento de brazo, Sarah señala el cielo:
—El verano ha querido prolongarse hasta hoy. Me alegra mucho veros a todos aquí: mamá, papá, mi hermanito, y la familia de Steve junto con los más cercanos, que han hecho un largo camino para estar aquí hoy.
Aplausos.
—Me gustaría decir unas palabras a mis amigas, con las que he tenido el inmenso privilegio de compartir tantas cenas felices. Ahora que estoy casada, pierdo el derecho a ir a esas reuniones, pero espero que me permitáis seguir yendo con vosotras.
Más aplausos y gritos.
—Os deseo a todas que algún día viváis la misma alegría que Steve y yo vivimos hoy.
Steve coge el micrófono y saca una hoja de su bolsillo y la despliega:
—Hola. Hablar no sé
french
, pero feliz. Un
friend
de Sarah ayuda a escribirlo. No sé si decir bien. Perdón.
Se vuelve hacia su mujer.
—Te veo primera vez en incendio. Mi corazón ardió. Quiero tu país y a ti y vengo a estar con tú.
Veo que tienen lágrimas en los ojos.
—Estoy aquí para hacerte hijos con mi manguera.
Sarah le arranca la hoja y pasa de la beatitud más absoluta a la sospecha más salvaje. Se ríe a medias ante el público que estalla en carcajadas.
—¿Quién ha ayudado a Steve con su discurso? ¡Quiero saber el nombre del culpable!
Mientras Sarah intenta averiguarlo, un bombero francés traduce a Steve lo que acaba de pasar. El hermano de Sarah, Franck, acaba por inculparse, y el resto de los asistentes estalla en aplausos. Riéndose, Steve hace una señal a sus compatriotas, que lo agarran y empiezan a lanzarlo al aire como si fuera un saco.
La fiesta comienza como Frank, lanzadita. Hace buen tiempo, el champán brilla al sol, los que no se conocen se presentan y Ric está a mi lado. Los australianos han encendido una gran barbacoa que Steve ha pedido. Todos se han reunido para pasar un día memorable, sin problemas. Sin contar a Jade.
Si soy culpable de algo es solamente de no haber vigilado a Jade por haber estado todo el tiempo con Ric. Ya sabíamos que no aguanta bien el alcohol pero jamás la habíamos visto antes en aquel estado.
La primera señal de alarma la tuvimos cuando Sarah quiso reunir a todas las amigas para una foto. Una a una, nos fue presentando a sus padres y a los de Steve. Es cierto que no eran muy guapos. Pero obviaremos la cosa si el nieto tampoco sale guapo. El contraste es demasiado violento.
Cuando Jade se encontró cara a cara con el padre del novio, le tendió la mano como fascinada, al ver la cara más arrugada que una pasa y el cráneo aplastado completamente calvo. Abrió bien los ojos y le dijo con voz pesada:
—¡E. T.! ¡Estás vivo! Qué bien que te quedaras. ¿Quieres llamar a casa?
Le tendió su móvil. Luego intentó cogerlo en brazos. Afortunadamente, en ese momento intervinieron Sophie y Léna, que con uno de sus grandes pechos la hizo recular un metro. El hecho de que el padre no hable francés fue una suerte. Pudimos convencerle de que el comportamiento de Jade se debía a su extraordinario parecido con un tío fallecido recientemente, al que le había ofrecido su teléfono. La idea no es mía.
Hubiéramos debido extraer conclusiones y vigilar permanentemente a Jade. Pero teníamos cosas más interesantes que hacer que vigilar a una loca. Ric y yo, por ejemplo, decidimos ir a ayudar al resto. Él se dirigió hacia la barbacoa y yo donde las bebidas. Desde mi sitio podía ver cómo se las apañaba con el resto de hombres.
Sarah vino a buscar un vaso de agua. Se lo serví mientras la felicitaba.
—Estás guapísima y la fiesta es maravillosa. No había estado en un convite tan bueno.
—Gracias.
Se bebe su vaso de agua de un trago:
—Tenía mucha sed. Tengo que estar en todas partes. Pero ¡estoy tan feliz!
De pronto se me queda mirando perpleja.
—¿Por qué te has puesto a servir? Eres una invitada. ¡Disfrútalo! Ve a estar con Ric.
—Está ayudando a tu marido con la barbacoa. Además, esto no me supone ningún problema. ¿Quieres una baguette poco hecha?
Sonríe y luego se queda mirando al grupo de bomberos que rodea el fuego de la barbacoa y añade:
—Creo que es a ellos a los que vamos a tener que vigilar hoy. Ya me conozco yo cómo terminan los bailes de bomberos. La mayoría de las veces con un incendio. Sin ir más lejos el amigo de Steve acaba de herirse. Casi roza la tragedia.
—¿Qué ha pasado?
—Mientras jugaba a los mosqueteros alguien le ha clavado un tenedor en el cuello.
Pongo una mueca de desagrado, ella continúa:
—Parecen duros pero luego no veas el drama. Bueno, tengo que seguir saludando y vigilar que ninguna de nuestras amigas histéricas trate de violar a Steve.
Observo de nuevo el grupo de los chicos. A pesar de ser más bien alto, Ric es uno de los más bajitos. Lo encuentro muy tierno. Desde lejos, parece un adolescente que se divierte entre adultos. Nunca le había visto así. Será cosa del ambiente. También espero que sea porque está conmigo, parece más relajado, más feliz.
Estar en el buffet me ha permitido conocer a casi todo el mundo. La única a la que no he visto es Jade. O bien porque ha dejado de beber, o bien porque ha caído muerta borracha en algún rincón o bien porque ha encontrado otro sitio para pimplar.
—¿Vienes a dar una vuelta?
Me sobresalto. Ric ha llegado por detrás sin que me dé cuenta. ¿Qué me acaba de decir?
He tardado menos de seis segundos en encontrar a una chiquilla encantadora para que me reemplace. Creo que no sabe diferenciar el agua con gas del champán, pero no me importa. Ric me agarra de la mano, y nos dirigimos hacia el camino que va al bosque. Estamos a punto de salir de la zona de las carpas, cuando Jade hace su entrada triunfal. Ya sé cuál es la respuesta: ha encontrado otro sitio donde beber.
—Jade, deberías lavarte la cara y hacer una pausa. Ve a ver a Sophie.
No parece reconocerme. Levanta un dedo y dice frunciendo las cejas:
—Están ahí, están en todas partes. Ya he visto uno. Hay que destruirlos para salvar a los niños.
—Jade, ¿de qué hablas?
Ni siquiera responde. Ric me sostiene la mano y casi me arrastra. ¿Voy a dejar que se me fastidie el paseo romántico por vigilar a una tía a la que se le han fundido los plomos? No. Sin embargo, debería.
El rumor de la fiesta se apaga. Ahora se oye más el canto de los pájaros. En un baile acompasado, las ramas más altas de los árboles se agitan mecidas por la suave brisa. En el suelo, las manchas de luz componen figuras cambiantes. Qué romántico es el matrimonio ajeno. Ric y yo andamos el uno junto al otro, en silencio, pero sé que no va a durar. Cada uno disfruta, cada uno hace un viaje interior hasta el otro.
Al lado del camino hay un tronco caído.
—¿Quieres sentarte un momento? —me propone.
—Sin duda.
Me instalo teniendo cuidado de que mi vestido caiga con gracia. Él se sienta sin que nada le importe.
Las hojas al viento, la luz, las risas que de vez en cuando se oyen. El tiempo parece detenerse. No voy a decir nada. Que elija él el momento de hablar. Es libre.
—¿Julie?
—Sí, Ric.
—¿Alguna vez te has planteado vivir lejos de aquí?
Sonrío inocentemente:
—Habría que salir del bosque para buscar algo de comida, aunque puedes probar a cazar. Pero ¿por qué? Podríamos construirnos una cabaña en los árboles. Alguien me ha dicho alguna vez que las ardillas saben a conejo.
—Julie, hablo en serio.
«Ya sé que no hablas del bosque, sino de marcharte de la ciudad. Pero no puedo responderte en serio. Tu pregunta me preocupa. ¿Qué es lo que hay detrás?»
Insiste:
—Cuando te observo en la panadería y con tus amigos veo que tú ya tienes tu lugar. ¿Crees que podrías ser feliz en otro sitio?
—Todo depende del lugar. Y sobre todo depende de con quién. ¿Tienes alguna idea?
—No, simplemente me planteaba esa pregunta.
—¿Y tú? ¿Dónde te sientes más como en casa? Ni siquiera sé de dónde provienes.
—Tienes razón. No suelo hablar de mí. Algún día debería contártelo.
—Ya le he hablado de ti a mis padres.
Según pronuncio esas palabras, creo que he metido la pata. He ido demasiado lejos. Hablar de mis padres es hacerlo también de una futura presentación. Seguro que va a huir. Vuelve, Ric, ¡si todavía no han empezado con la piscina de nuestros hijos!
Tarda en contestar varios segundos.
—Me emociona que les hayas hablado de mí.
No entiendo a los hombres. Nada de nada. Pero ¿qué más da? Todo lo que deseo es amar al que tengo a mi lado. Me aventuro con un tema delicado:
—¿Y tus padres?
No le quito los ojos de encima. Su respuesta será decisiva. Pero de pronto un grito. Luego otro. Viene de la boda. Chillidos, no hay duda. Y no son de alegría, precisamente.
—¿Has oído? —me pregunta Ric.
Asiento con la cabeza. Estoy molesta. Por dos razones. La primera, porque esa interrupción le permite escapar a mi pregunta. La segunda, porque en mi fuero interno algo me dice que la culpable de aquellos gritos es Jade.
Cuando salimos del bosque está claro que algo anormal está ocurriendo. Los niños se refugian entre las piernas de sus padres. Las personas mayores se reúnen entre frases de horror. De pronto veo a Jade corriendo como una descosida, descalza, con una tabla de madera en lo alto, con sus tres bomberos australianos que no parecen estar disfrutando. Ella zizaguea entre los invitados gritando:
—Ya acabé con uno. ¡Ayudadme con el resto!
Cerca de la barbacoa, veo a Brian, el mejor amigo de Steve, sujetándose la cabeza y, al lado, a Sophie en la misma posición. Ella tiene los dedos llenos de sangre. Ric me dice con voz firme: