Hacia las dos de la mañana se me ocurrió la gran idea: le pediría a Xavier que hiciera una nueva puerta y, mientras tanto, Patatras ocuparía mi buzón y yo el suyo. Estaba decidido.
Al día siguiente, antes de salir hacia la oficina, deslicé un mensaje por debajo de su puerta:
«Estimado Patatras:
Le agradezco su gentileza y la ayuda que me prestó ayer. Espero que sepa perdonar… bla bla bla». Y terminaba con: «Le daré la llave de mi buzón hacia las siete. Si no está, por favor, pase por mi casa. Afectuosamente, Julie».
Me costó redactar esta notita más que la tesina de la facultad. Un trabajo de doscientas páginas sobre la «readaptación necesaria de las ayudas en los países en vías de desarrollo» hubiera sido más sencillo que garabatear aquella nota. Una superproducción de Hollywood. Ciento veinticinco borradores, más de seis mil neuronas usadas, tres diccionarios, cinco millones de dudas y más de dos horas para decidir si acabar la carta con un «Hasta pronto» o un «Cordialmente», «Afectuosamente» o «Con todo mi cuerpo y alma».
Luego vino la operación de introducirla en un sobre y deslizarla por debajo de la puerta, o bien cerca del quicio o bien lo más lejos posible hacia el interior. ¿De qué hay más posibilidades: de que no la vea cuando salga o de que la puerta la arrastre hacia un rincón y quede tan pegada que no la vea hasta que se vuelva a mudar? Si cada encuentro entre dos seres humanos genera tantos problemas, está claro que no nos reproduciremos suficientemente rápido como para evitar que los gatos tomen el control del planeta. Tras dejar la nota, pasé por la panadería a comprar mi croissant. Desde el instante en que entré sentí una especie de electricidad en el ambiente. Y no precisamente a causa de la mujercilla que compraba una baguette. En un primer momento pensé que la culpa volvía a tenerla Mohamed.
—¿Cómo está hoy, señora Bergerot?
—Es complicado, Julie. Hay días que son así.
—¿Qué sucede?
La verdad es que ya no debería hacer este tipo de preguntas. Sé que al final siempre se vuelven contra mí, pero soy incapaz de evitarlo. Mi madre suele repetirme que me preocupo demasiado por los demás.
—Mi pequeña Julie, acabo de repeler una tentativa de invasión de Mohamed y ahora voy y me entero de que Vanessa deja el trabajo.
La dependienta sale del almacén con los ojos llenos de lágrimas.
—Un croissant para la señorita Tournelle —dice la jefa secamente.
Vanessa se pone a sollozar. Si se inclina sobre mi croissant, lo llenará de lágrimas. Como un grito que le saliera del corazón, me suelta:
—Estoy embarazada y Maxime no quiere que siga trabajando.
Vaya situación. Es necesario que diga algo para neutralizarla.
—¡Pero si es estupendo!
¿Por qué dije eso? La señora Bergerot generalmente no me regañaba. La última vez fue cuando tenía ocho años y me olvidé de decirle adiós. Pero aquella mañana había cruzado la línea. Mira que decir «¡pero si es estupendo!». Levantó los brazos y comenzó a decirme atropelladamente:
—¡Esa no es la cuestión! He invertido dos años en formarla. Durante meses he hecho el trabajo de dos para que pudiera acostumbrarse. Y cuando por fin parece que ha comprendido todo, ¡me deja tirada! En tres semanas se acaban las vacaciones de verano. ¿Y qué haré entonces?
Entre temblor y temblor, Vanessa me echa una mirada triste. Pero por otra parte algo en sus ojos me dice que está aliviada de que su jefa se descargue con otra persona que no sea ella. Dejo que pase la tormenta y no me olvido de decir adiós al salir.
Cuando llegué a la sucursal pude comprobar que el destino todavía no había terminado de cebarse conmigo. Enseguida me di cuenta de que Géraldine no estaba bien. No tenía su mirada habitual sino la de un animalillo medio borracho que descubre el mundo. Fingía estar hurgando en la caja fuerte de los cheques.
—Julie…
—¿Qué sucede?
—No te des la vuelta. Nos está mirando —me dijo ella mientras señalaba con la barbilla las cámaras de seguridad instaladas en cada esquina del techo.
Fingí ponerme a escribir. Parecía aplicarme en la tarea. De hecho, me encanta, siempre he soñado con actuar en una película de espías. Sería la agente J. T. (Julie Tournelle o Joven y Trabajadora), una superespía, y Géraldine tendría como misión hacerme llegar un documento secreto, vital para el destino de la humanidad. Ella sería la agente G. D. (Géraldine Dagoin o la Gran Descerebrada), y jamás escondería el microfilm en su sujetador, ya que nunca lleva; ni tampoco en su tanga, ya que sería el primer sitio donde cualquier agente miraría. Con toda probabilidad lo llevaría escondido en uno de sus repugnantes anillos.
—Pareces molesta, Géraldine.
Resopla. Parece a punto de echarse a llorar. ¿Es tan terrible lo que amenaza al mundo? Es la segunda mujer que veo llorar esta mañana, seguramente se trate de un complot.
—¿Estás embarazada? —pregunto.
—¿Por qué me preguntas eso? Sabes perfectamente que desde hace dos semanas estoy soltera.
—¡Ah! ¿Y lloras por eso?
—No, es porque ayer Mortagne me hizo pasar el test de evaluación.
—¿Ya?
—Ha decidido que este año lo va a hacer antes. Y no es que yo lo haya hecho mal, es que según él soy nula. No sirvo para nada. No hago nada bien. Me ha arrastrado por el barro. Me pareció tan repugnante que vomité.
Me importan un pimiento las cámaras, me giro. Géraldine está devastada. Le agarro la mano.
—Ya sabes cómo es. Seguramente ni pensaba la mitad de lo que ha dicho. No lo puede evitar, es su lado marcial.
—Lo odio.
—Todo el mundo lo odia. Su madre huyó a la India para no verlo más.
—¿En serio?
—No, Géraldine. Era una broma.
—Menos mal que tienes humor para bromas, porque me ha dicho que te toca a ti. Mira, ahí viene.
Se creen que somos idiotas. Garrote y zanahoria. Cada año, somos millones los que tenemos el honor de asistir al gran circo del diálogo anual. «Un encuentro informal y libre para el intercambio de ideas sobre el comportamiento de cada uno y sobre cómo se puede contribuir a una mejora para aumentar las ganancias a través del agotamiento de todos». Y lo peor es que nos lo creemos. Pero el que ya ha pasado por esto sabe el abismo que media entre la definición y la realidad.
La mayoría de las veces, uno o dos jefecillos se encargarán de explicarte por qué «a pesar de tu esfuerzo indiscutible» no te toca que te aumenten el sueldo. Si te resistes o si protestas, la conversación «informal y libre» se convierte en un proceso inquisitivo. Nos lo sueltan todo, no nos perdonan nada. Cientos de veces he tenido que consolar a compañeros a los que habían denigrado hasta ponerlos a la altura del betún. Con sonrisas torcidas y principios de pacotilla os damos una lección, os pisamos. Al final, es solo un modo de legitimar el hecho de que no recibiréis un trozo del pastel que otros se reparten. Toca aguantarse si hay hambre.
Estoy sentada frente a Mortagne, él me suelta su discurso perfectamente estudiado. ¿Habéis oído hablar de la ceguera de la nieve? Es el fenómeno que se produce cuando se ha estado demasiado tiempo expuesto a la luz blanquecina que se refleja en la nieve y luego no se ve nada. Pero en ese despacho que todavía huele al vómito de Géraldine, el equivalente sería más bien la sordera de la estupidez. He oído tantas que mis oídos no funcionan. Estoy ciega del tímpano. Lo observo gesticular mientras alterna sonrisas falsas con aire reprobador. Mueve las manos como el candidato a la presidencia que sale en la tele. Es una lástima que un pelo le salga de la nariz y sea todo en lo que pueda fijarme. Toda esa gomina, esa ropa comprada de rebajas por Internet, ese reloj de imitación, todo reducido a un simple y miserable pelo.
De todos modos, sé lo que me está diciendo: Este banco grande y noble es muy amable por mantenerme, porque, francamente, del uno al diez en «espíritu de empresa», me pondría un cero. No he vendido ninguno de los créditos a mi familia. Ni siquiera a mis amigos. Mala vendedora.
No sé cuánto tiempo llevo sentada delante de él, pero no importa. Me duele la muñeca. Este patán ni me ha preguntado por la venda que llevo. Miserable insecto. Esta misma tarde estarás muy orgulloso de ti mismo. Informarás a tu jefe. Obtendrás tu derecho de pernada. Géraldine destruida y yo hundida en la miseria. No me importa. Me resbala. Cuando ya no pueda más contigo mi Ricardo vendrá y hará estallar tu sucia cabeza de rata.
—¿Estamos de acuerdo, Julie?
«Me importa un pito, ni te he escuchado».
Insiste:
—¿Me promete que se lo pensará? Se lo digo por su propio interés.
«Vamos hombre».
No me molesto en responderle. Me levanto y salgo de su despacho. Géraldine me espera.
—Bueno, ¿qué tal te ha ido? Te ha tenido un buen rato ahí dentro.
—Superbién. Me ha dicho que soy genial y que me va a subir el sueldo un treinta por ciento.
Géraldine se queda de piedra. Comienza a enrojecer como si acabara de comerse una guindilla. Cuando decimos que alguien está a punto de explotar, nos referimos a alguien como Géraldine en ese momento. No me da tiempo a decirle que estoy de broma. Se lanza hacia el despacho de Mortagne entre alaridos. No llama a la puerta. Entra. Alboroto y bramidos. Por el ruido, me da la sensación de que se ha abalanzado sobre él por encima de su mesa. Creo que lo ha tirado todo. Mortagne solo atina a decir:
—Pero ¿qué le sucede?
Después se oye el ruido de un sonoro bofetón como nunca he escuchado otro igual. El sonido que hace la carne cuando alguien la golpea con un martillo. Después, el silencio. Géraldine sale, un poco desaliñada pero aliviada. Él seguirá vivo. No quiero ir a comprobarlo. Prefiero imaginármelo, inconsciente, con un moratón en la mejilla y la cabeza partida en dos, aplastado en su asiento como un
dummie
de las pruebas de seguridad vial después de un impacto de ciento treinta kilómetros por hora contra un contenedor de planchas de ropa. Por primera vez, una calma armoniosa flota en el ambiente del banco. Algo cambia ese día, tanto para el banco como para mí.
Me encanta visitar a Xavier. Y hacía mucho tiempo que no iba a verlo. Su edificio está cerca del mío, pero se respira en él una atmósfera totalmente diferente. El mío es un edificio modesto con escaleras estrechas, mientras que el suyo tiene portera y un gran patio con garajes al fondo, y más allá, se ven incluso chopos. Xavier siempre ha vivido ahí, en el piso de sus padres. Cuando de pequeño llegaba tarde al colegio, escalaba por los tejados de los garajes y atravesaba el jardín público hasta llegar al agujero en la valla por el que entraba al recinto escolar. Solíamos jugar juntos. Si no lo recuerdo mal, siempre fue el duro del grupo. Un tío legal, sin problemas, de la media, con algunas novias. Poco a poco fue obteniendo todo lo que quería, hasta que llegó el gran fracaso en el ejército. Nunca se supo el porqué. Jamás quiso hablar de ello. Sin embargo, todo el mundo sabe que tiene unas manos maravillosas. En el barrio, cuando alguien necesita soldar algo, arreglar una cañería o una tubería de cobre, busca a Xavier. Tiene un buen trabajo en una empresa de fontanería industrial. En cuatro meses se convirtió en jefe de equipo, pero no le gustaba porque había perdido el contacto con el metal. Por eso pidió que le cambiaran de puesto. Curra por la noche en grandes obras y el resto del tiempo lo invierte en su prototipo.
Xavier es como un reloj. Todos los días, ya sea verano o invierno, lo encontraréis a partir de las cinco y media en su taller. Compró dos garajes al final del patio. Cada día abre las puertas y saca su monstruo mecánico fuera. Rescató un coche antiguo del que solo se salvaba el motor. Lo replanteó completamente para convertirlo en un coche blindado que pusiera celoso al presidente de los Estados Unidos. Cada pieza es una verdadera obra de arte. Los niños van a verlo y los vecinos le preguntan cómo lo lleva. Además, si alguna señorita tiene problemas de fontanería, solo tiene que llamarlo por la ventana. Desde que sus padres se divorciaron cuando tenía dieciocho años, jamás ha cogido vacaciones.
Hoy, como estaba previsto, me lo encuentro tumbado debajo de su monstruo de metal. Solo se le ven las piernas.
—¿Xavier?
Sale de debajo.
—¡Julie! ¿Cómo va tu muñeca?
—Bien, gracias. ¿Y tú?, ¿cómo va tu bólido?
—Le he encontrado un nombre. XAV-1: Xavier Armoured Vehicle One. ¿Qué te parece?
—No está mal. ¿Y avanzas tan rápido como querrías?
—Estoy adaptando la suspensión. Con unas pequeñas modificaciones, XAV-1 podrá ir por una carretera llena de baches a todo trapo sin que los pasajeros sientan la menor sacudida. Va a ser más bonito que un Rolls Royce y más sólido que un tanque. Si quieres cuando lo termine podríamos dar una vuelta.
—Me encantaría. ¿Y cuándo crees que XAV-1 estará listo?
Xavier se enorgullece de que llame por su nombre a la máquina.
—De aquí a dos meses creo que lo habré terminado.
—Habrá que celebrarlo.
—Pues sí. Y tendrás que romper en el capó la botella de champán.
—Por supuesto. Pero, mientras esperamos que llegue el gran día, quería agradecerte que me sacaras ayer de aquel berenjenal.
—No es nada. Tú me has ayudado mil veces.
—Tengo que pedirte algo más. ¿Crees que podrías hacerme una puerta de metal para el buzón?
—Sin problema. Está tirado. La haré este fin de semana, si quieres.
—No hay prisa, le voy a dejar mi buzón al nuevo mientras tanto.
—Que se lo quede. Te voy a hacer una puerta al más mínimo detalle.
—No te compliques demasiado.
—¿Por qué no? Es la primera vez que me pides ayuda metálica.
Feliz de poder echarme una mano, así es él. Me quedé todavía un rato más. Estoy a gusto con Xavier. Tiene algo de reconfortante el poder crecer junto a los compañeros del colegio. Se mantienen los lazos con el pasado mientras se construye el futuro. Poco importa lo que nos hayamos dicho o hecho, siempre se puede contar con ellos.
Hablamos, me enseñó el sistema de suspensión, no entendí nada pero me gustó su manera de explicarlo y su entusiasmo. Es admirable la gente que hace lo que le gusta. El tiempo había pasado sin darme cuenta, así que cuando vi la hora tuve que salir pitando. Apenas me quedaban treinta minutos antes de ir a llamar a casa de mi encantador vecino. Tras nuestra calamitosa presentación del día anterior, estaba dispuesta a embelesarlo.