Para su desconcierto, Salva se dio cuenta de que la sensación que había experimentado la noche de la fiesta tras ser testigo de la transformación de Helena había arraigado en su interior. Y comprobó con espanto que una parte de él —una parte minúscula, ínfima, microscópica, una parte sobre la que no tenía el menor control— empezaba a detestar a Helena.
Sí, eso era. La niña tímida se había transformado en una celebridad. La pobre becaria, en una artista cotizada. La esposa dependiente, en un pájaro que volaba solo. Y Salva no estaba preparado para eso. Así que, sin ser del todo consciente, se pasaba el día poniendo zancadillas a su mujer. A la misma mujer que adoraba y de la que tan orgulloso se sentía. Luego, cuando ella tropezaba sin remedio en el obstáculo que él le había lanzado a traición, se arrepentía y se conjuraba consigo mismo para no volver a caer en semejantes ejercicios de malevolencia. Era entonces cuando aparecía en casa con una caja de bombones, cuando se pasaba la tarde en la cocina preparando una merluza al horno porque sabía que le encantaba, cuando alquilaba una comedia romántica de esas que rezuman almíbar y que eran las favoritas de Helena para que pudiesen verla juntos en el sofá. Aquellos momentos eran una especie de tregua para las dos, sobre todo para Salva, que se engañaba a sí mismo diciéndose que ya lo llevaba mejor, que estaba aprendiendo a convivir con el triunfo de Helena, que le faltaba poco para adaptarse como un guante a esa nueva vida que les había caído encima. Pero entonces pasaba algo: no sé, aparecía en escena un nuevo amigo más insoportable que los otros, alguien lo ignoraba al saludar a su mujer, se celebraba otra fiesta, llegaba otra crítica positiva..., y de nuevo aparecían los celos, las inseguridades y la envidia.
Aquella mañana, la de la exposición, se había levantado repitiéndose que nada debía estropear la gran noche de Helena, le había enviado las flores —unas flores preciosas y carísimas— y se había puesto el traje nuevo que costaba su sueldo de un mes sin hacer comentarios sobre la estupidez de gastar 1.500 euros en un pantalón y una chaqueta. Había llegado pronto del instituto, se había afeitado cuidadosamente, había cubierto a Helena de abrazos y de piropos, y la había tomado de la mano mientras, en el taxi, se dirigían a la galería. Allí, como siempre, Berta salió a su encuentro y lo saludó apenas sin mirarlo, para llevarse a su mujer al otro extremo de la galería, y Helena ni siquiera se dio cuenta de que estaba en una esquina, colgado como un jamón. Más solo que la una.
Y entonces fue cuando aquel tipo, el cincuentón gordo y medio calvo, se le acercó y sin saludarlo, sin reconocerlo, sin presentarse siquiera, le dijo que no podía estar allí, que aún faltaba media hora para la apertura. Y cuando Salva, con un hilo de voz y las mejillas enrojecidas en una particular mezcla de ira y de vergüenza, le dijo que era el marido de Helena, aquel imbécil lo miró de arriba abajo y le pidió perdón entre dientes antes de alejarse meneando la cabeza como si no entendiera nada. Y Salva, que notó que le faltaba el aire, se acercó a Helena y le dijo: «Oye, tengo que hacer una llamada», y se alejó de la galería, de la calle, del barrio, de Helena, de todo aquello en lo que se había convertido su vida y que, pese a intentarlo con todas sus fuerzas, se daba cuenta de que ya no podía soportar ni un segundo más.
Amar y envidiar
Tan natural es dejarse llevar por el amor como escapar de él. Ambos caminos están motivados por el mismo principio básico: el yo. Amamos e invertimos energía en la relación amorosa en la medida en que ésta nos permite ser quienes deseamos ser. Cuando relación e identidad están en equilibrio, el amor fluye en la pareja y la alianza se fortalece. Estamos diseñados genéticamente para amar, sí, pero también para preservar nuestra imagen, nuestra posición en el grupo. Cuando en una relación de pareja nos vemos amenazados en este sentido, podemos llegar a huir de la persona amada
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Salva...
Salva se pregunta cómo puede haber llegado a esta situación, en la que huye de la mujer que ama, pero, en realidad, huye del que no quiere ser, de una imagen de sí mismo que le hace sentirse muy inseguro. Veamos cómo ha ocurrido.
Salva observa a Helena feliz con su nueva vida, se ha convertido en una artista valorada. En todo este tiempo ella no ha dejado de estar a su lado, de acompañarlo, y nunca le ha dado señales de preferir a otro o de desear una vida sin él. Tienen más dinero, una casa más grande... Todo son buenas noticias. Todos esos éxitos se deben también a él, a un trabajo en equipo: de esfuerzo económico, de motivación, de apoyo. Es una base firme para valorarse de manera positiva y disfrutar de la nueva situación. Sin embargo, todo lo que está pasando le hace sentirse muy molesto, tremendamente infeliz.
Reconocerse tristes o infelices cuando la pareja comienza a tener éxito no es algo fácil. Nos devuelve una mala imagen de nosotros mismos. Nadie quiere ser un egoísta, un machista, un celoso o un envidioso. Y desde el mismo momento en que experimentamos un sentimiento contrario a lo que se «debería» sentir, la máquina mental que preserva nuestra imagen comienza a funcionar. Salva cree que el problema no está en él, sino en la situación, en esos imbéciles de... (Pero ¡menos mal que ahí esta él para proteger a Helena de tanto intruso indeseable!).
La dificultad para sentirse bien con los éxitos de Helena nos da una pista sobre el impacto negativo que le provocan. Estar con personas de un nivel económico o cultural más alto, en un contexto al que no se pertenece, puede causarle a cualquiera una inseguridad inicial, pero sobre todo puede provocar un gran impacto emocional a quien parta de una baja confianza en sí mismo. Esa base frágil, porosa, es la que ha permitido que una idea haya calado profundamente en la mente de Salva: ella es una triunfadora y yo un fracasado. Un fracasado a la vista de todos.
La autoestima
Efectivamente, esa creencia sobre uno mismo no ha surgido de repente, a causa de la nueva situación, sino que ya formaba parte de Salva, pero lo superaba construyendo una vida al lado de su mujer que le proporcionaba un rol, una imagen de hombre fuerte, valioso y capaz. Para entenderlo, sigamos el ejemplo de un cuento clásico que, como todos los grandes cuentos, pasan de generación a generación porque encierran verdades muy importantes para las personas:
Blancanieves y los siete enanitos
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Todos los días, la madrastra del cuento se mira al espejo mágico para preguntarle quién es la más bella, y el espejo siempre le responde lo mismo: «Eres tú la más bella». Nuestra mente funciona de manera parecida. Construimos un concepto de nosotros mismos a través de actuaciones, decisiones y relaciones que tienen como resultado un balance positivo para nuestra imagen.
De hecho, en los estudios sobre la autoestima se pone de manifiesto que la gran mayoría de las personas tenemos un alto concepto de nosotros mismos, incluso por encima de la media.¹ Se considera que esta tendencia, que comienza a los cinco años, acostumbra a mantenerse y es útil desde el punto de vista adaptativo, porque nos estimula o motiva para vivir. Tendemos a estar con las personas que nos devuelven una imagen positiva de nosotros mismos y evitamos a aquellos que nos hacen sentir inferiores. Asimismo, valoramos a las personas modestas, humildes, que nos parecen más cercanas y no estimulan que cuestionemos nuestras cualidades.
La autoestima nos indica si nuestras reservas de afecto, reconocimiento, logros y autonomía están satisfechas. Mientras la autoestima es buena, no existe necesidad de cambio. En principio, el camino que seguimos es el óptimo para nosotros. Pero cuando empeora el sentimiento hacia nosotros mismos, comenzamos a notarlo en el desánimo: una señal valiosísima a nuestro alcance que nos indica que algo importante para nosotros no está siendo satisfecho. Un ejemplo es la señal de incomodidad y desasosiego que Salva experimenta desde que Helena tiene prestigio.
Es completamente normal que la autoestima varíe en épocas de cambio, de adaptación a situaciones nuevas que requieren de nosotros un esfuerzo para actuar y salir airosos, y provocan cierta desconfianza en nuestra capacidad o valía. ¿Sabré desenvolverme? ¿Lo conseguiré? ¿Me aceptarán? Salir de lo que suele conocerse como «nuestra zona de seguridad» se convierte en un reto. Cuando lo superamos, se produce un enriquecimiento, una sensación de fortalecimiento y un avance vital.
Sin embargo, los grandes progresos se producen, sobre todo, cuando nos enfrentamos a cambios que nos cuestionan, que nos obligan a preguntarnos por nuestro valor y a tomar decisiones respecto a quiénes queremos ser, estimulándonos para dar un giro a nuestra vida. Como a la madrastra de la Blancanieves, a menudo los grandes retos para nuestro yo aparecen con la presencia de uno o más rivales. Aparece alguien en nuestro entorno que ofrece la imagen que desearíamos para nosotros mismos. Alguien que sobresale y obtiene admiración, afecto o prestigio por algún aspecto concreto, y desde ese punto de vista constituye un potente estímulo para la comparación y la autoevaluación. Salva se compara con las personas que rodean a Helena y con la misma Helena. Ahora el ambiente está repleto de personas que han llegado alto en la sociedad y él es un «maestrillo». Su mujer es bella, inteligente, rica y con éxito social, él es un «fracasado».
Las rutas de la rivalidad
Todos tenemos rivales con los que nos comparamos y, gracias a ello, obtenemos una «medida» de nosotros mismos, un posicionamiento social. Desde este punto de vista, podríamos decir que los rivales son necesarios, porque nos ayudan a marcarnos metas y a motivar el cambio personal. La rivalidad puede estar presente entre familiares, compañeros, amigos y, por supuesto, también en la pareja. Pero ¿qué opciones tenemos a la hora de gestionar la rivalidad? ¿Cuáles son las rutas psicológicas posibles? Depende en gran medida del significado que extraemos de la comparación con los demás:
La ruta segura:
«Se puede hacer mejor...», «Se puede saber más...», «Se puede vivir mejor...
». Esta interpretación conlleva una expectativa de mejora, una meta de progreso y una actitud de cambio, de aprendizaje y de superación. Lo que las personas sentimos cuando seguimos este proceso es sorpresa, curiosidad, admiración y alegría. Tendemos a mostrarnos abiertos, confiados y, lo más interesante, perseveramos en los intentos por aproximarnos o superar al rival. Acercarse a conseguir algo parecido, igual o superior a lo que ha conseguido el «modelo» es una fuente de satisfacción. Se puede considerar una ruta de progreso por los avances que se realizan al imitar o aprender del rival. A esta ruta se suele hacer referencia popularmente cuando se habla de «envidia sana».
La ruta peligrosa:
«Yo no soy, ni seré como...», «Yo soy inferior a...
». Esto implica una expectativa de rechazo, un temor a ser descubierto en esa inferioridad.² La vía de actuación que se abre en este caso está organizada en torno a una meta: demostrar que no se es inferior. Para ello, y simplificando, podemos servirnos de varias estrategias
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Hacer constantes exhibiciones ante los demás
, es decir, dedicar la energía a demostrar que somos tan buenos como el otro en tal cuestión, o bien constatar que no nos influyen, que somos independientes de su juicio, afirmándonos en los atributos que precisamente nos diferencian más. Algo así le está sucediendo a Salva, por ejemplo, cuando acude a la ópera con ropa informal o bebe con una pajita un vino caro.
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Negar, quitar importancia o criticar
aquellos aspectos en los que nuestros rivales sobresalen o despreciar a las personas en su globalidad. Por ejemplo, señalando los aspectos negativos del aspecto físico de las personas, dudando de sus intenciones, etc.
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Tirar la toalla, inhibirnos y ocultarnos
ante el posible juicio de los demás. Por ejemplo, dejando de participar en las conversaciones o evitando las reuniones en las que uno se puede sentir desplazado o inferior ante los demás. O un ejemplo más drástico aún: abandonando la relación.
Los sentimientos que nos regulan en este caso son la tristeza, la envidia, los celos, la rabia y el odio hacia uno mismo y el rival. La actitud que nos rige es defensiva o agresiva, de modo que esta ruta no favorece el progreso personal. Y esta ruta es la que ha seguido Salva.
El sentimiento de inferioridad
El sentimiento de inferioridad puede llegar a ser muy peligroso, ya que se basa en el desprecio a uno mismo y, como compensación, en el desprecio hacia los demás. Llega un momento en el que la pareja se puede convertir en la prueba del propio fracaso, y entonces es inevitable sentir envidia y odio hacia ella. Muchas personas con baja autoestima combinan amor y odio en sus relaciones de pareja. Sienten gran admiración por sus parejas y, a la vez, las odian cuando se comparan con ellos.
El deseo profundo de Salva es que su mujer vuelva al estado de dependencia que mantenía antes, pues eso resolvería el problema. Algunos hombres optan por esta solución, presionando, castigando o maltratando a sus mujeres para que no progresen, con la intención de recuperar su seguridad. El rechazo por uno mismo y por la vida que se lleva puede desahogarse a través del desprecio a la pareja, que se expresa de muchas maneras: con gestos, burlas, sarcasmos, críticas o, de manera más sutil, como empezó a ocurrirle a Salva, mostrando desinterés por los éxitos de Helena, resultando informal en las reuniones o dejándola en evidencia. Las investigaciones sobre comunicación en las parejas han demostrado que aquellas en las que están presentes estas expresiones de desprecio no sólo fracasan más rápido sino que llegan a padecer más enfermedades.³
Tener una experiencia de inferioridad junto a la expectativa de ser criticado, rechazado o abandonado por la falta de valor es una de las mayores amenazas psicológicas para las personas. Proteger nuestra imagen es tan importante que las comparaciones y rivalidades están presentes en los niños desde muy pronto y se refuerzan en la adolescencia. Pero descubrir a tiempo la ruta que estamos tomando nos puede ayudar a dar un giro significativo a nuestra vida.