Maldito amor (19 page)

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Authors: Marta Rivera De La Cruz

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Maldito amor
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   Quizá a uno de los miembros de la pareja le pueda parecer que es una barbaridad o asqueroso comer pescado crudo, que es superficial seguir la moda y gastarse un pastón en revistas que no valen para nada, que ese bar es peor que otros o que lo de las babuchas es tener un gusto pésimo, además de parecerle tedioso el fútbol o aburrido el grupo de música... Puede incluso que muchas de esas valoraciones nos aporten algún tipo de aprendizaje que haya que tener en cuenta. Por lo menos, nos aportan un conocimiento único sobre la pareja: no disfruta con algunas de las cosas que nos hacen disfrutar a nosotros. A todas las parejas les pasa lo mismo, no somos clones.

 

   Si esas costumbres forman parte de nuestro placer, de nuestra convicción o rutina segura y no producen descargas eléctricas en el otro, ¿por qué dejarlo? Debemos preguntarnos: «¿Qué puede pasar? ¿Que se aburra de mí? ¿Voy a decepcionarle por comprar revistas de moda o perder mi atractivo sexual por usar las babuchas marroquíes?».

 

   En cada acto de cesión ante este tipo de críticas (explícitas o no) estamos transmitiendo un mensaje: «Tienes razón, tus gustos son más evolucionados que los míos, tus opiniones son más importantes que las mías, tus deseos son órdenes, tú tienes derecho, yo no, tú eres superior, yo soy inferior a ti... Pero sigue queriéndome, por favor».

 

   
Confundimos el amor con la complacencia. Creemos que gustar o atraer significa tener que gustarle al otro en todos los aspectos o facetas y en cada momento. Es un imposible. ¿Acaso la persona que amamos nos gusta a nosotros en todas las facetas, en cada minuto? ¿Estamos siempre de acuerdo con él o ella? ¿Nos excita siempre del mismo modo?
Abordar los miedos

 

   Si te identificas con la persona complaciente que cede constantemente a los deseos del otro, pregúntate:

 

   
¿Qué es lo que más te preocupa de ser
libre
? ¿Que te critique? ¿Que se enfade? ¿Que le decepciones? ¿Que sufra? ¿Quedarte solo o sola?

 

   Piensa en los momentos en los que has defendido tus derechos ante otras personas y has tenido éxito. Toma como modelo a otros. Deja que ocurra lo inevitable si debe suceder, es el precio de ser tú mismo o tú misma. Un amor que no te permite ser tú mismo no es un buen amor. Si no os va bien haciendo lo que de verdad te gusta y deseas hacer, busca a otra persona que te tolere, te aprecie de verdad y te admire. Si lo que te preocupa es que sufra, asegúrate de que busca ayuda para remediarlo, ya que la posición de pareja no es la más indicada para
salvarle
. Si tienes vena de madre o padre salvadores, busca una profesión o afición que te ayude a canalizarla.

 

   Aunque a corto plazo, la complacencia parezca tener éxito, el miedo al rechazo, al abandono, al sufrimiento o a las discusiones no se alivia, sino que se fortalece con el tiempo. Recordemos que la vida en pareja es un escenario perfecto para que las personas se fortalezcan y evolucionen. Cuando se fortalece sólo uno, mientras que el otro retrocede como los cangrejos, alguno de ellos ha dejado de defender sus derechos.

 

   Las parejas pueden construir un contexto de amor y de colaboración que
asegure
y
defienda
la libertad de ambos miembros de la pareja. Pero al contrario, también es posible construir un contexto de sumisión o dominación en el que las ventajas para uno y otro sean siempre de corto alcance, dejando paso al sufrimiento y al desprecio.
Por algo se empieza

 

   Toma papel y lápiz y haz una selección de todo aquello que deseas hacer y que has abandonado desde que estás en pareja. Posiblemente todo sea importante, pero intenta escribirlo y poner en primer lugar lo que te costaría menos empezar a hacer para sentirte más libre. Un modo de hacerlo es imaginar la tensión o incomodidad que te produciría llevar a cabo esa acción. El objetivo es tachar cada día una acción hasta que hayas completado la lista. Antes de tachar, reflexiona sobre las ventajas de haberlo hecho y disfruta con la sensación: es la libertad de ser tú mismo.

 

   
Comienza a proponerte objetivos que te ayuden a sentirte bien como persona, como por ejemplo, recuperar tus relaciones de amistad o un tiempo de ocio a solas.
   
Recuerda que estamos en una cultura en donde hombres y mujeres tienen los mismos derechos de decisión y actuación. Tu mente y tu salud te lo agradecerán. Comienza cuanto antes y recuerda a nuestra protagonista cuando llega a casa y le dice a Ramiro
:
   
«Bueno, no estoy muy segura de querer tener una cobaya... Y otra cosa, Ramiro... ya sé que nunca te lo había dicho, pero me gusta mucho la comida japonesa...».

 

   
Tengo que llamar por teléfono

 

   —Pero ¿dónde se ha metido? Si hace un momento estaba aquí...
   Helena miró su reloj de pulsera: faltaban quince minutos para el comienzo de la inauguración. Se mordió el labio inferior, como hacía cuando empezaba a ponerse nerviosa.
   —¿No te dijo adónde iba?
   —No... Bueno, sí, dijo que necesitaba hacer una llamada.
   —Pues ya está, mujer. Estará fuera, aquí no hay buena cobertura. Haz el favor de relajarte, que cuando empiezas a ponerte tensa se te llena la cara de manchas... No querrás salir en las fotos hecha un adefesio.
   —Se supone que van a fotografiar los cuadros, no a mí. —Volvió a mirar el reloj—. Pero ¿por qué tiene que desaparecer precisamente ahora? Son las ocho menos diez... La gente llegará en cualquier momento... ¿Qué pensarán sí...?
   —Pues no pensarán nada —Berta, impaciente, intentó borrar con el dedo una minúscula mota de polvo de uno de los marcos—, porque, querida, nadie va a estar pendiente de tu pareja. Son críticos de arte, coleccionistas, inversores... y algún despistado, claro. Vienen a ver la exposición, y de paso a verte a ti, y les importa un comino si estás sola o acompañada. Así que olvídate. En cuanto a tu marido, tal vez se haya encontrado en la puerta con alguno de tus amigos y esté de palique.

 

   Helena sonrió con tristeza pero no dijo nada. La idea de Salva charlando con alguno de sus conocidos era absurda, por la sencilla razón de que su marido detestaba a prácticamente todas las personas que le gustaban a ella. Por eso había insistido en que Salva repartiese alguna de las invitaciones a la inauguración entre sus propias amistades —profesores del instituto, compañeros del equipo de fútbol, viejos conocidos—, pero él había rechazado la propuesta.
   —No, muchas gracias. No creo que les haga gracia pasarse la noche rodeados de un montón de pijos con el riñón forrado de billetes de quinientos.
   Helena intentó tomarse a broma el comentario, pero sabía que Salva hablaba en serio. Era eso lo que pensaba de la gente con la que ella había empezado a relacionarse. Es cierto, sí, que muchas de aquellas personas eran de clase social alta y poseían una privilegiada situación económica. Pero no todas eran estúpidas, vacías o malvadas, como le gustaba pensar a Salva. Podía haber algún estirado, algún cursi, algún esnob, incluso algún imbécil. Pero también había hombres y mujeres inteligentes, cultos, amables, divertidos. Personas con las que se podía pasar un buen rato. Sí, eso era. Helena no pretendía que su marido se hiciese íntimo de cada uno de sus conocidos, pero sí que intentase disimular un poco esa antipatía indomable que parecía sentir por todos aquellos que habían aparecido en su vida al mismo tiempo que el éxito profesional.
   Hacía tres años que su trabajo como pintora había empezado a dar sus frutos: sí, después de decenas de exposiciones colectivas, de pequeños fracasos, de dificultades de toda índole, uno de sus cuadros había ganado el primer premio del concurso de pintura que convocaba un banco. Recordaba perfectamente el día en que el presidente de la entidad la llamó para felicitarla y le dijo que quería ver su estudio. Casi le da la risa: su estudio. Helena pintaba en un diminuto trastero de la casa en la que vivían, una habitación de cinco metros cuadrados, sin más luz que la que entraba por una claraboya. Pero aquel tipo, que era alto, elegante, distinguido, se empeñó en ver lo que pomposamente llamaba «su obra» y Helena, de forma más humilde, «mis cuadros».
   El caso es que el banquero entró en el estudio o lo que fuera aquel cuartito miserable, y no hizo ningún comentario acerca de la oscuridad, la pequeñez o el olor rancio de las cañerías. Felicitó a Helena y le compró cuatro pinturas. Dos días más tarde, la telefoneó para invitarla a ella «y a su esposo» a un cóctel en su casa.
   A Salva le hizo gracia aquella convocatoria y la posibilidad de meter la nariz, al menos durante unas horas, en el universo de los privilegiados. Mandó al tinte su único traje y convenció a Helena de que debía comprarse un vestido bonito. Ella no quería: la conciencia de llevar varios años viviendo del sueldo de Salva (sus ingresos como asociada en la universidad eran ridículos) hacía que moderase sus gastos de una forma exagerada. Así que sólo por la insistencia de su marido se compró un pantalón de crepe de seda negro, una blusa blanca y unos zapatos de tacón que la hacían parecer aún más alta de lo que ya era.
   Salva silbó cuando la vio arreglada para la fiesta, con el cabello negro recogido en un moño italiano, el maquillaje sabiamente aplicado y su espléndido cuerpo envuelto en aquellas prendas de calidad.
   —Cuando todas esas pijas ricas te vean entrar, se van a arrepentir de haberte invitado.
   Helena se sentía aterrada ante la idea de enfrentarse a un montón de desconocidos. Se dijo que no sería capaz de hacerlo de no tener a Salva al lado, y le apretó la mano en el taxi; y al subir en el ascensor que los llevaba al ático del edificio de lujo, y al entrar en el espléndido recibidor de la casa, y en aquel salón lleno de gente. Fue Salva el primero en darse cuenta de que aquella estancia, la fiesta entera, estaba presidida por un cuadro obra de Helena, que los anfitriones habían colocado en el centro del salón.
   Y sí, fue también Salva quien entendió que la vida de ambos estaba a punto de cambiar cuando el banquero aficionado al arte y su esposa dejaron plantada a la pareja con la que estaban charlando para saludarlos calurosamente. Luego, él se dirigió al resto de los invitados.
   —Señoras y señores... Demos la bienvenida a la artista.
   Fue como escuchar unas palabras mágicas. Las miradas convergieron en Helena, y alguien inició un aplauso que en seguida secundaron todos aquellos hombres y aquellas mujeres elegantes, glamurosos, seguros de sí mismos, bendecidos por la fortuna y seguramente también por la vida. Helena levantó un poco la cabeza para recibir aquel aplauso con el corazón alborotado y los ojos brillantes. Salva, con prudencia, dio un paso atrás para dejar que su mujer disfrutara de su éxito.
   Aunque un buen observador habría podido decir que lo que hizo fue iniciar la retirada.

 

   Después de esa noche cambiaron muchas cosas. Helena vendió prácticamente todos sus cuadros, que llevaban años almacenados en casa de sus padres, esperando no se sabe qué (quizá un golpe de suerte, quizá un milagro), y alquiló un estudio en condiciones. Allí pasaba cinco o seis horas al día, pintando con la conciencia feliz de que había personas interesadas en lo que ella hacía. Llegaron las entrevistas en suplementos de arte, las exposiciones colectivas, las críticas elogiosas en publicaciones especializadas. Helena empezó a tratar a gente con la que nunca creyó que pudiese siquiera coincidir bajo el mismo techo: críticos de prestigio, coleccionistas, marchantes, artistas consagrados. El mundo que hasta entonces se había contentado con mirar a través del ojo de la cerradura.

 

   Llegó la primera exposición en solitario en una pequeña galería, la venta de casi toda la obra, la adquisición de un local espléndido que convirtió en su estudio, la consolidación de su puesto en la universidad: Helena ya no era sólo una doctora en Bellas Artes, sino también una artista emergente de la que hablaban las revistas. Y llegaron otras cosas: las invitaciones a fiestas, los viajes relámpago a una feria internacional, la adquisición de un estatus de celebridad con el que Helena nunca había soñado... pero que aceptaba de buen grado. No es que fuese vanidosa —al menos, no se consideraba así—, pero resulta muy difícil ignorar el dulce canto de sirenas de los elogios, de los halagos. Pese a todo, intentaba ser la misma persona que era antes de que la suerte y el éxito llamasen a su puerta. Se multiplicaba para atender sus compromisos profesionales y no perder de vista su vida familiar. Se marchaba media hora antes de una inauguración para tener tiempo de cenar junto a Salva, llegaba quince minutos tarde a una conferencia por acompañarlo a él a hacer algún recado... No salió ni una sola tarde, ni una sola noche, sin pedirle que la acompañara. Pero muchas veces Salva no quería ir con Helena. «Me aburro en esas reuniones —decía—, no soporto a esa pandilla de lechuguinos que te hacen la rosca.» Y Helena, cansada de discutir, de suplicar, se iba sola.
   Aunque no quería reconocerlo ante sí misma, tal vez era lo mejor. Porque las pocas veces que Salva accedía a ir con ella se pasaba la tarde encerrado en un mutismo extraño mientras dibujaba en el rostro una sonrisa amarga. Eso, cuando no prefería lanzar pullas a diestro y siniestro con el único objetivo de molestar a todo el mundo. Y luego aquel afán suyo por evidenciar que estaba fuera del ambiente refinado y algo esnob de los artistas y de los inversores, como aquella tarde que se dedicó a beber el vino que les habían servido (un Vega Sicilia de 200 euros la botella) utilizando una pajita. O la noche que se presentó con vaqueros y zapatillas de deporte en el palco del Teatro Real donde tenían dos localidades para el estreno de una ópera. Helena intentaba por todos los medios no dar importancia a aquellas salidas de tono de su marido, y repetirse a sí misma que había tenido cierta gracia la aparición de Salva con tejanos y deportivas dos minutos antes de que empezase a sonar la obertura de
La urraca ladrona
. Pero no tenía gracia. Ninguna. Porque aquel mundo donde él se esforzaba en aparecer como una mosca en un vaso de leche era ahora el mundo al que ella pertenecía. El mundo con el que había soñado durante años y al que de pronto parecía pertenecer.

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