Maldito amor (10 page)

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Authors: Marta Rivera De La Cruz

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Maldito amor
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   Lola dejó la lata de cerveza sobre la mesa.
   —Eso nunca se sabe.
   Hubo unos segundos de silencio.
   —A ver, Lola... yo... Mira, yo te quiero mucho... Ya sé que no soy perfecto, pero no estoy tan mal... Y creía que tú también me querías. ¿No nos ha ido bien en este tiempo? Pensé... No sé, que estábamos a gusto... ¿He hecho alguna cosa que te haya molestado? ¿Te he... no sé, te he decepcionado o algo? Si es así, te pido perdón, pero te juro que nunca...
   El tono suplicante de Jorge, su necesidad casi infantil de encontrar una explicación a lo que estaba ocurriendo, aquella cara de no entender nada... Lola notó algo doloroso en el pecho, y se dijo que necesitaba acabar cuanto antes con aquella conversación.
   —Jorge, tú no has hecho nada, ¿vale? Esto es cosa mía. Me han ofrecido un trabajo que me parece interesante y lo he aceptado. No hagamos un drama de esto. Como tú dices, no somos un matrimonio. Llevamos juntos unos meses, lo hemos pasado muy bien, pero ahora voy a empezar otra etapa.
   —Y ¿qué pasa conmigo?
   —Jorge...
   Él no dijo nada más. Cogió su chaqueta —una bonita chaqueta de cuero que habían comprado juntos en las últimas rebajas—, y se marchó.
   Tuvo el detalle de cerrar la puerta muy despacio.
   Porque Jorge no era de esos tipos que se largan dando portazos, como una forma de decir la última palabra.
   Jorge era un chico estupendo.
   Un chico tan estupendo que Lola prefería alejarse de él.
   Por eso, y sólo por eso, había aceptado un trabajo en el otro extremo del mundo. Porque era mejor marcharse antes de que todo se estropeara. Antes de que todas las cosas buenas que le habían pasado junto a Jorge en los últimos meses saltasen por los aires.

 

   «El amor se acaba.» Eso fue lo que le dijo su abuela, muchos años atrás, al verla llorar tras su primera ruptura sentimental. Tenía entonces diecisiete años, y se había enamorado —o eso creía ella— de un compañero de clase que acabó dejándola por otra chica. Fue la primera vez que le rompieron el corazón. Llegó a casa hecha un mar de lágrimas. Su abuela estaba allí, y para consolarla le dijo aquella frase lapidaria que se le quedó grabada en la memoria: «El amor se acaba». Como si en alguna parte estuviese escrito que los mejores sentimientos tienen una fecha de caducidad, como los botes de judías. Lo que más impresionó a Lola (incluso a pesar del disgusto) fue cómo pronunció aquellas palabras que anunciaban la obsolescencia del amor: con una tranquilidad pasmosa.
   En aquel momento, Lola se consoló pensando que la abuela tampoco tenía mucha idea de temas sentimentales: se había quedado viuda a los treinta y cinco años, así que para ella el amor había acabado de la peor manera posible.
   Lo de su madre fue distinto: el padre de Lola se había marchado de casa cuando ella y sus hermanos eran pequeños. Nunca supo muy bien qué había pasado. Ahora, su padre vivía en Francia y lo veía más bien poco. Sí, el amor se había acabado para sus padres. Pero eso había sido mala suerte. Y, además, la madre de Lola era una mujer difícil con la que no resultaba sencilla la convivencia.
   Aquella tarde, sorbiéndose las lágrimas, con los ojos hinchados y soltando hipidos, Lola se dijo que la abuela no tenía ni idea de lo que decía. El amor se acaba, vale, pero también podía durar para siempre si se cuidaba como era debido.
   Pasó el tiempo y Lola volvió a enamorarse. Otra vez salió mal, pero fue por culpa de ella: se enamoró del mejor amigo de su novio de la facultad. Había sido muy raro, una de esas cosas que uno se cree que pasan sólo en las películas, pero a ella le había ocurrido. Tras una ruptura desagradable, cuajada de agrios reproches que Lola tuvo que escuchar sin más remedio que reconocer como justos, ella y Fer iniciaron una relación que estuvo bien al principio, pero que acabó como el rosario de la aurora. Es normal, le dijeron sus amigas, esto estaba tocado desde el principio. Era cierto. Fer se sentía culpable por haber traicionado a su amigo de la infancia, y la propia Lola también arrastraba el malestar del que sabe que no ha hecho bien las cosas. Lo suyo duró casi un año, en el que los momentos malos fueron mucho más habituales que los buenos. Aquella relación había dejado en Lola un poso de amargura, de resentimiento hacia no se sabe muy bien qué... y cierta sensación de vergüenza: sí, lo suyo con Fer había acabado mal, entre otras cosas porque tampoco había empezado bien. Aquélla era una relación viciada por las mentiras, por la deslealtad, por las trampas. Es muy difícil sacar adelante una historia así.
   A Emilio lo conoció tiempo después, ya con la carrera terminada. Lo suyo no fue un flechazo, pero se le pareció mucho. Por primera vez, Lola tuvo la sensación de haber encontrado eso que los cursis llaman «alma gemela»: el hombre perfecto, la persona ideal para compartir el futuro. Emilio tenía sus mismos gustos, aficiones parecidas, la misma forma de entender las cosas importantes de la vida. Todo en él le encantaba: su sentido del humor, su tranquilidad, sus buenos modales, su tono de voz, su pelo castaño, su forma de reírse. Era guapo, era alegre, era inteligente, cariñoso, divertido.
   Era perfecto.
   Salieron casi un año antes de decidirse a vivir juntos. Al principio, a Lola le daba miedo que la convivencia pudiese estropear una relación que no parecía tener fisuras. Pero sus temores resultaron infundados: resultó que Emilio era tan buen novio como compañero de piso. Y empezó para Lola una etapa de felicidad absoluta: tenía todo lo que podía querer. Más incluso de lo que se hubiese atrevido a pedir al destino. Y como Emilio parecía tan contento como ella, tan enamorado como ella y tan satisfecho de la vida como ella, jamás se le pasó por la cabeza que lo que tenían pudiera terminarse. Pero sucedió. Emilio, como había hecho aquel primer novio, la dejó por otra chica.
   Para Lola fue un mazazo, acentuado además por la amargura de la sorpresa: no había sospechado nada. Emilio y ella eran felices, ¿no? Estaban muy bien, todo el mundo lo decía. No había problemas graves, no había disgustos. Se llevaban de cine. Se querían. Entonces, ¿cómo era posible que Emilio llevase cuatro meses —¡cuatro!— viéndose en secreto con una compañera de trabajo? Lola dedicó horas enteras de sus noches sin dormir a intentar encontrar en el comportamiento de Emilio durante aquel período alguna señal que le hubiese permitido augurar a ella la inminencia del desastre. Pero no la encontró: entre ellos todo iba como la seda. No había nada que pudiese hacerla desconfiar de la solidez de una relación que pensaba que era perfecta.
   Tras aquella ruptura, Lola pasó por una larga etapa de desconsuelo. Sus amigas, que intentaban ayudarla a salir del hoyo, la animaban con frases hechas: «Es mejor así», «Si iba a acabar mal, cuanto antes mejor»; o le decían simplemente: «Emilio es un cerdo». Pero Lola hacía oídos sordos.
   Lo único que se le venía a la cabeza, una y otra vez, eran las palabras proféticas de su abuela: «El amor se acaba».
   En aquellos días llenos de lágrimas y de sombra, Lola se dijo que era la última vez que pasaba por un calvario así. No volvería a querer a nadie como había querido a Emilio. Pasara lo que pasase, no se enamoraría nunca más.
   Cuando compartió la decisión con sus amigas, ninguna la tomó en serio. Todas atribuyeron la declaración de intenciones al disgusto por la ruptura, como quien asegura que no volverá a tomar una copa después de una resaca, o a comerse unos huevos fritos con patatas después de una indigestión. Son cosas que se dicen, y punto. Cada una de aquellas chicas —que, obviamente, habían pasado también por la experiencia del fracaso sentimental— le dijeron que ya cambiaría de idea cuando volviese a conocer a alguien que mereciese la pena. Lola no discutió. ¿Para qué? Ella sabía perfectamente que lo que decía iba en serio. Tanto, que le daba igual el que la creyesen o no.
   Pasó un año antes de conocer a Antonio, a quien despachó sin contemplaciones cuando él le propuso ir a pasar cinco días de verano en la casa que sus padres tenían en la playa. Luego vino Luis, con quien no tuvo que romper, porque fue él quien se largó, incapaz de entender sus cambios de humor, su falta de entrega, la frialdad con la que hacía todo. «No sé qué te pasa, pero esto no va conmigo», le dijo. Y esa vez, para su satisfacción, a Lola la ruptura le dio exactamente igual. Al ver salir a Luis por la puerta y quedarse como si nada, se felicitó a sí misma por haber conseguido lo que de verdad quería: había llegado al estado de absoluta indiferencia. A partir de ahí, todo fue sobre ruedas. Conocía a un tipo, salía con él una temporada, y al cabo de un tiempo (un par de meses, generalmente) empezaba a poner minas en el camino de la relación. A bombardear la confianza, la tranquilidad, el bienestar. Si ellos no reaccionaban y la plantaban, era ella la que se iba. Se convirtió en una experta en boicotear relaciones, pero no volvió a derramar una lágrima por un hombre: sencillamente, no le daba tiempo. Si el amor se acababa, como decía su abuela, lo preferible era salir corriendo antes de que pudiese echar raíces. Antes de que empezase a doler.

 

   A Jorge lo conoció gracias a unos amigos comunes. Congeniaron en seguida y Jorge la invitó a cenar aquella misma noche. Al final de la primera cita, Lola tuvo que reconocer que hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien. Luego vino un fin de semana en la nieve —a los dos les encantaba esquiar— y después él se empeñó en llevarla como acompañante a un congreso médico en Lisboa, donde hubo mucho me nos trabajo que tiempo para pasear de la mano por un puñado de lugares que estaban asociados a lo más tópico del ro manticismo. Contemplaron la puesta de sol en la plaza del Comercio, caminaron por el barrio alto, cenaron en una casa de fados, se besaron en las terrazas. La primavera portuguesa arrancaba suspiros, la música de los intérpretes callejeros invitaba a quererse. Era tan difícil no rendirse a todo aquello... Cuando volvieron a Madrid, Lola se rindió a la evidencia: le había vuelto a pasar. Se estaba enamorando de Jorge.
   Era lógico, se decía. Jorge era casi perfecto. El príncipe azul con el que sueñan todas las niñas. Pero de sobra sabía ella lo que pasa con los príncipes azules: se invierte el proceso y se vuelven monstruos. Algún día, quizá más temprano que tarde, Jorge empezaría a cambiar. Se enamoraría de otra o se cansaría de su relación. Y volvería a comenzar para ella la travesía del desierto, las noches en vela, las lágrimas, esa opresión en el pecho, esa angustia... Todas las cosas por las que de ninguna manera quería volver a pasar. Pensó en romper con él, sin más. Y hacerlo cuanto antes. Pero no podía. Es muy difícil mandar a paseo a alguien que te gusta de veras, igual que es difícil rechazar la ración de tarta que alguien te ha puesto en el plato. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no podría hacerlo sola. Tenía que encontrar una causa de fuerza mayor que explicase su deseo de poner tierra de por medio. Y recurrió a algo que era irreemplazable, insoslayable, indiscutible: su carrera.
   El laboratorio farmacéutico en el que trabajaba tenía filiales por medio mundo. Al principio pensó en solicitar un traslado a Bilbao o a Barcelona, pero se dio cuenta de que una hora de avión o un trayecto en Ave no eran motivo suficiente para dejar a nadie. Incluso Londres, París o Roma parecían ciudades que acabarían rindiéndose al tesón a prueba de bomba del bueno de Jorge: propondría verse en fines de semana alternos, pedir las vacaciones de forma que pudiesen pasar ocho semanas juntos... Eso, si no se le ocurría pedir su propio traslado a su vez. Era médico, hablaba inglés perfectamente... Podría encontrar trabajo en cualquier ciudad del mundo. No, Europa estaba descartada.
   Y entonces surgió lo de Erie. En Pensilvania. A orillas de uno de los grandes lagos. Una localidad pequeña, poco apetecible, gélida en invierno, calurosa en verano. Increíblemente lejana.
   Hizo el papeleo sin comentarlo con nadie, ni siquiera con sus compañeros de trabajo (alguno ya conocía a Jorge y podía meter la pata) y mucho menos con sus amigos. Rellenó impresos, firmó solicitudes, contestó correos electrónicos, hizo incluso una entrevista por Skype. Sólo se lo dijo a Jorge cuando obtuvo el puesto y el traslado era inminente.
   Cuando la suerte estaba echada y no había forma de volverse atrás.

 

   Lola se marchó a Erie sin poder quitarse de la cabeza la cara desencajada de Jorge, su expresión de extrañeza, aquella mirada incrédula y su frase: «Creía que estábamos bien», que le martilleaba en el cerebro. No quiso volver a verlo, ni siquiera para despedirse de él definitivamente. Era eso lo que quería evitar. Al sentarse en su asiento del avión recordó, como tantas veces en su vida, la frase de su abuela: «El amor se acaba». Pues eso. Se había terminado, una vez más. Se abrochó el cinturón y no quiso reconocer que tenía unas ganas terribles de echarse a llorar.

 

   
Amar con miedo

 

   
A amar se aprende, por eso cada persona ama de manera distinta. Aunque es frecuente la idea de que el amor es la felicidad, lo cierto es que la experiencia nos demuestra que podemos amar y sentir a la vez emociones muy negativas. Para algunos el amor va asociado a placer y seguridad, pero para otros, la experiencia puede ser muy distinta: el amor puede ir unido inevitablemente a la culpa, o a la vergüenza. En otros muchos casos se relaciona con la envidia o el odio, y, en otros tantos, con el miedo. En cuanto aparecen las primeras señales de deseo y necesidad de otro, también comienza a sentirse, involuntariamente, esa otra emoción a la que se ha asociado el amor. Y cuando el miedo a sufrir es tan fuerte como el amor, las personas escapan de sus propios sentimientos o intentan transformar la realidad para no sentirse vulnerables e indefensas como en el pasado
.
Una dura disciplina para no sentir

 

   Lola se marcha con el corazón desgarrado. ¿Acaso ese sufrimiento es menor al que sentiría si Jorge llegara a enamorarse de otra? ¿Acaso es mejor arrancarse del corazón este amor ahora, que dejar que evolucione y si es preciso que muera?

 

   La respuesta es: Sí. A pesar de que el sufrimiento es ineludible, existe una gran diferencia para Lola entre dejarlo ahora o esperar a que la relación termine. Y esa diferencia no reside en la intensidad del sufrimiento. La diferencia se encuentra en el grado de control sobre el mismo. Ahora el sufrimiento no le pillará por sorpresa, no estará aguardándole en una esquina cuando menos se lo espere. Ahora es ella quien decide. Es mejor ahora que en cualquier otro momento porque tarde o temprano, «el amor se acaba».

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