Su enfado al oír las palabras de Miguel, que le parecieron tajantes, —«Lo de la boda no nos interesa»— demuestra que calaron en ella, la irritaron, porque en el fondo le hicieron sentir que no era tan importante para Miguel como para casarse. ¿Eso es lo que en realidad siente Miguel? ¿Ya no es tan importante para él? No tiene por qué ser así.
Sin embargo, le preocupa ser honesta con Miguel y expresarle su deseo. Está convencida de que su creencia es la realidad: «Un hombre alérgico al compromiso se siente más seguro (y, de esa forma más feliz) si está con una mujer que dice compartir su punto de vista». Pero las creencias, son sólo eso, creencias, no tienen por qué coincidir con la realidad.
Intimidad y comunicación
Habría que cuestionarse cómo es la comunicación entre Sole y Miguel. Muchas parejas se llevan bien, hablan de las actividades, de los amigos, del trabajo, del mundo... pero no hablan de ellos, de sí mismos. Hablar de lo que sentimos, de lo que tememos o de lo que deseamos, es uno de los estímulos más importantes para mantener estimulada una pareja. Es la intimidad. Y es fácil perder la intimidad cuando relacionarse en pareja se convierte en hábito y la presencia del otro se vuelve tan familiar que deja de ser un objeto de curiosidad. La pérdida de la curiosidad por el otro es un síntoma de que la pareja está perdiendo la ilusión.
Cuando Sole deja de expresar a Miguel su
transformación
, deja de mostrarse, le esconde un aspecto muy relevante para ambos. Cuando le oculta su miedo a asustarlo, a alejarlo si le confiesa lo que siente, le oculta también una información valiosísima acerca de su vulnerabilidad y de la visión que tiene de él y de la relación. Él conoce a Sole, la observa, la siente, la presiente. Podría reaccionar ante ella, expresando a su vez sus sentimientos y preguntándole cómo está con él o qué siente cuando ve a sus amigas casarse. Pero somos grandes evitadores de caminos que nos pueden llevar por senderos complicados... Las evitaciones nos hacen perder intimidad y, sin intimidad, no hay conocimiento mutuo, no hay conflicto, no hay estímulo para el avance.
Sole tiene treinta y tres años, una edad en la que la biología y la cultura presionan a las mujeres si todavía no han tenido hijos. Tal empresa requiere pasión y seguridad. Plantearse tener un hijo es uno de los proyectos que más pueden comprometer a una pareja, al menos durante los primeros cuatro años. Cuando se lleva varios años juntos y «toca» plantearse la cuestión porque los años de la mujer van marcando el límite, se abre para muchas parejas el conflicto de pasar el examen: «¿Estamos bien? ¿De verdad queremos seguir estando juntos?».
Decidir tener hijos es dar un «sí, adelante». Pero cuando se duda, puede que la falta de valentía, para abordar lo que se piensa y siente, determine que la decisión se posponga. Pueden pasar los años y al final, ni hijos, ni pareja feliz, porque hace tiempo que deberían haber decidido hablar de ellos y reorganizarse, o bien separarse. ¿Desea Sole ser madre o también es una realidad con la que teme contactar?
Volvamos al restaurante con velas... la música romántica... Miguel le susurra al oído algo sobre el sitio y a ella el corazón le da un vuelco. La pasión, la intimidad y el compromiso actúan de manera entrelazada. Aunque se comparta una casa y distintos proyectos de futuro que muestran constantes señales de que queremos seguir estando juntos, se necesita reforzar los estímulos que dieron origen a la relación. El ritual del matrimonio tiene muchos de los ingredientes que nos devuelven a las primeras fases del amor, a la energía y la fuerza motora que puso en marcha la pareja. Restando los pormenores de la organización de la boda, todo es una fiesta. La pareja es el centro,
declaran
su amor ante todos y se pueden volver a reproducir los escenarios románticos en los que la pasión, la intimidad y el compromiso se daban la mano.
Los eternos independientes
Asumir un compromiso no sólo es cuestión de decidir proyectos de pareja. En la mayoría de los casos, las decisiones de pareja van unidas a muchas otras decisiones relacionadas con el logro de una estabilidad: la ocupación, el lugar en el que se desea vivir, la ideología, la actitud ante un tema u otro... En definitiva, todos aquellos aspectos que ayudan a configurar la identidad.
Muchos jóvenes y adultos se encuentran en un período de la vida en el que todavía están explorando quién quieren ser. La necesidad de alcanzar una estabilidad de la identidad los lleva a seguir probando diferentes opciones personales, ocupaciones e ideologías para intentar seleccionar aquellas que les reporten felicidad y seguridad. Comprometerse a llevar una vida de pareja determinada les impide la exploración, se experimenta como un obstáculo a su desarrollo personal.
En realidad, es mucho más saludable tardar un poco en alcanzar un compromiso que adoptarlo sin haber explorado antes el tiempo necesario. Alcanzar un compromiso de pareja o en cualquier otra área de la vida sin experimentar suficientemente suele ser el resultado de una fuerte influencia de los padres. Las personas que actúan así suelen puntuar más alto en conformidad y en dependencia de la autoridad.4 La exploración es necesaria para la construcción de una identidad saludable.
Otros rechazan el compromiso y viven en pareja en tiempo permanentemente presente, defendiéndose de cualquier posibilidad de tomar decisiones que puedan comprometerlos demasiado en el futuro. Pueden ser apasionados, pero en cuanto presienten demasiada cercanía, ponen distancia de una forma u otra. Son las personas que tienen un estilo afectivo evitativo. En estos casos, amar y comprometerse reactiva el miedo: el miedo a perder el control, a soltarse, a relajarse demasiado y... a sufrir al volver a experimentar:
•La necesidad y dependencia afectiva.
•La angustia del abandono o la soledad
.
•La vulnerabilidad o debilidad al sentirse frágiles emocionalmente
.
•La manipulación, que jueguen con sus sentimientos.
•La burla, que se rían de ellos y los desvaloricen.
•El rechazo, que descubran su lado íntimo y los desprecien una vez que les conozcan íntimamente.
Este último temor es una proyección de lo que en realidad sienten hacia sí mismos: un desprecio. De ahí la continua exhibición de «poder» o independencia que les protege de todo esto.
Estamos en constante evolución y transformación. La pareja no puede permanecer estática. Alcanzar un compromiso no debe significar parar, llegar a una meta, terminar un ciclo. Por el contrario, debería suponer cambiar de nivel, a un nivel donde nos sintamos más cómodos para seguir explorándonos con curiosidad, el uno al otro.
Si Sole y Miguel no se comunican íntimamente respecto a cómo evolucionan sus sentimientos, y cómo éstos señalan los cambios profundos que están experimentando, pueden seguir la evolución de muchas parejas: pasar del
amor consumado
que les unió en los primeros años al
amor de compañía
en el que empiezan a encontrarse y, muy pronto, al
amor vacío
, en el que paradójicamente lo único que les une es el compromiso (de seguir estando juntos), pero no la pasión ni la intimidad.
Hay tantas formas de romper
Si es difícil encontrar el amor, más complicado es todavía saber administrar su pérdida. Porque, algunas veces, el amor se termina. Y cuanto antes lo aceptemos, mejor para todos. Si tuviésemos siempre presente que el amor no es eterno, sino finito, y que, como alguien dijo una vez, todas las historias sentimentales acaban mal, porque todas las historias sentimentales acaban, quizá disfrutaríamos más de cada instante del amor en vez de desperdiciar el tiempo creyendo que lo que sentimos, y lo que siente el otro, va a durar para siempre. Pero me estoy alejando del tema, porque no soy un experto en el amor, sino un experto en acabar con él.
Pocas cosas hay que den más información sobre una persona como su reacción tras un fracaso amoroso. Y hay que aclarar que es imposible prever cómo va a portarse quien es abandonado. Debo decir que me he encontrado unas cuantas sorpresas al respecto, pues la idea que uno tiene de una persona puede saltar por los aires tras el trance de la quiebra sentimental.
Recuerdo perfectamente mi primera ruptura. Fue terrible: aquella chica —perdonen si he olvidado su nombre— estalló bochornosamente en lágrimas, reproches y gritos histéricos cuando manifesté mi legítimo deseo de acabar con lo nuestro. Fue una experiencia espantosa que me enseñó mucho sobre lo que no hay que hacer cuando te abandonan. Ver a una persona convertida en una especie de bruja descontrolada que suelta bilis verde por la boca y vierte sobre ti los más variados insultos no hace sino más firme tu decisión de alejarte de ella.
También hay personas que mantienen las formas en el momento, y luego sobreviven a la ruptura a base de alimentar un rencor sordo sobre quien las ha abandonado. Son personas que consideran que el fin del amor es una traición. He conocido a varias. Algunas, las más, se limitan a clavar agujas de vudú en un muñeco de tela que lleva pegada en la cabeza una foto del autor de su desdicha. Pero hay otras que van más allá, y encuentran un consuelo insano en amargar la vida del antiguo enamorado. Sé lo que digo. Una de mis parejas destrozó el salón de mi casa —sí, ésa es la palabra, lo destrozó— veinticuatro horas después de que hubiese roto con ella. La visión de aquel cuarto con las paredes pintarrajeadas, los sofás destripados y las cortinas arrancadas de cuajo (no es fácil arrancar una cortina, pero aquella chica estaba muy, muy cabreada) es de las cosas que se han hecho un lugar en mi cerebro, y a veces vuelve para alimentar mis pesadillas. Lo curioso es que no estoy hablando de una loca ni de una demente, sino de una mujer elegante y bien educada, que hablaba en voz baja y jamás llevaba el pelo revuelto, que era capaz de manejar diecisiete cubiertos con la corrección de una aristócrata rusa y que sabía tocar el piano. Pero nada de eso importó. La ruptura la convirtió en una especia de chalada peligrosa y violenta. De no haberla dejado, posiblemente su psicopatía habría permanecido latente, pero terminamos, y su potencial de loca apareció en toda su grandeza.
Siendo muy joven, mi hermana mayor tuvo una pareja durante un año y medio. Era un tipo insoportable, una especie de imbécil petulante que creía saber de todo y se sentía en la necesidad de compartir sus ideas con el resto del mundo. No tengo ni idea de cómo mi hermana soportó durante dieciocho largos meses a un ser tan intolerable, pero el caso es que lo hizo. Cuando al fin vio la luz y decidió plantarlo —cosa que fue, por cierto, celebrada por todos los miembros de la familia—, a aquel tío le dio como un ataque de desesperación y empezó a mandarle flores (un ramo por día), a llamarla prácticamente a cada hora, a esperarla a la salida del trabajo y a montar guardia en la puerta de nuestra casa esperando a que saliera para pedirle otra oportunidad con las manos entrelazadas y los ojos llorosos. Era francamente desagradable. Al final, fue mi padre quien zanjó el conflicto y amenazó con muy poca amabilidad al aprendiz de acosador con una denuncia ante la policía. Jamás volvimos a verle, gracias a Dios.
Entre unas cosas y otras, aprendí mucho sobre las rupturas. Por eso, el infausto día en que me llegó el turno de ser abandonado (nadie se libra de esa experiencia) intenté aprovechar lo aprendido. Mi novia de entonces —Maya, se llamaba— me gustaba de verdad, y me dijo que quería dejarme en una tibia tarde de junio, mientras paseábamos por un jardín envueltos en un aire que olía a flores. Yo estaba enamorado de Maya, y la visión de las rosas, la presencia de la primavera y aquel viento perfumado no ayudaba en nada a tomar conciencia de que estaba obligado a perderla. No exagero al decir que Maya me rompió el corazón aquella tarde nefasta. Pero creo que eché mano de toda mi sabiduría, de toda mi buena educación, para asumir deportivamente aquella derrota emocional. Le di un beso en la mejilla, le expresé mi gratitud por los buenos momentos que habíamos pasado juntos durante aquellos meses y me alejé —muy despacio, eso sí, para dar mayor teatralidad a la escena— a llorar mi desdicha donde Maya no pudiese verme. Es cierto que exageré la nota avanzando lentamente, cabizbajo y contrito, mientras arrastraba los pies hacia un futuro más negro por la ausencia de Maya, pero era sincero en mi saber perder: uno no puede enfadarse con alguien porque éste haya dejado de quererle.
Luego supe que Maya se había quedado profundamente impresionada por mi salida de escena. Supongo que pensó que era una suerte haber elegido a alguien como yo para darle la patada en lugar de a algún memo maleducado que se desatase en improperios o le montase un numerito diciendo «¿Por qué? ¿Por qué?».
Un consejo: no planteéis nunca esa cuestión. No suele haber una respuesta a semejante pregunta. Normalmente, es muy difícil explicar por qué se acaba el amor. No obliguéis a alguien a divagar, o a contar una mentira, o a echar mano de esas patéticas frases hechas. Prefiero que alguien me diga «Te dejo porque eres imbécil» a escuchar a eso de «Mereces a alguien mejor» o «No eres tú, soy yo», pero soy una excepción a la regla. Imagino que es lo que muchos necesitan escuchar cuando acaban de ser abandonados. Una buena mentira que suavice un poco la herida horrenda que acaban de infligirle. Una cura de urgencia para ese dolor que arraiga en el pecho del ser que ha sido expulsado de la tierra prometida del amor.
Debo decir, a fuer de ser sincero, que mi forma de asumir un abandono no fue siempre tan acertada, tan ejemplar ni tan digna como cuando tuve que renunciar a Maya. Compartiré con vosotros una experiencia que todavía me sonroja cuando la recuerdo, y que intenté apartar de mi memoria durante mucho tiempo, hasta que me di cuenta de que es de los grandes errores de donde se sacan las grandes experiencias. Y por eso, en mi condición de autoridad en materia de rupturas, he decidido no guardarla para mí y compartirla con el mundo, por si pudiese servir de ayuda a alguien más.