Brunetti dobló los tres contratos de venta y volvió a ponerlos con los demás, los sujetó con la goma elástica y los metió en su sobre.
Introdujo éste en el sobre mayor y después, con sumo cuidado, hizo lo mismo con el boceto del Tiziano.
—
Signora
—dijo mirando a la mujer—, tengo que llevarme esto.
Ella asintió.
—Créame,
signora,
no tiene nada que temer. Si quiere, le traeré a mi esposa y a mi hija para que pueda usted preguntarles si soy honrado. Creo que le dirán que lo soy, pero estoy dispuesto a traerlas si usted me lo pide.
—Le creo —dijo la mujer, aún sin mirarlo.
—Y ahora crea también esto,
signora,
porque es importante. La
signora
Jacobs le ha dado mucho dinero. No sé cuánto ni lo sabré hasta que hable con un hombre que pueda decírmelo. Pero es mucho.
—¿Cinco millones de liras? —preguntó ella con tanto afán como si creyera que con esta cantidad podría comprar la dicha o un lugar en el paraíso.
—¿Para qué necesita ese dinero,
signora
?
—Mi marido. Y mi hija. Si se lo envío podrán venir. Para eso estoy aquí, para ahorrar y traerlos.
—Será más que eso —dijo él, aunque no tenía idea del valor del dibujo; por lo menos, eso, y, probablemente, muchísimo más.
Brunetti estaba doblando las lengüetas metálicas del sobre y no la vio moverse. Ella levantó las manos, tomó una de las de él, se inclinó y apoyó la frente en su dorso durante unos largos segundos. Él sintió temblar las manos de la mujer.
Ella lo soltó y se puso en pie.
Brunetti se levantó y fue hacia la puerta, con el sobre en la mano. En el umbral, le tendió la mano, pero ella movió la cabeza negativamente y mantuvo las suyas en los costados: una mujer recatada no estrecha la mano de un extraño.
Cuando se iba, Brunetti descubrió con sorpresa que no sentía muy firmes las rodillas. No sabía si lo que provocaba esa reacción era el efecto de aquel extraño gesto de la mujer, que le creaba la obligación —así lo comprendía ahora— de asegurarse de que ella recibiría el dinero para traer a su familia, o la importancia de los documentos que le había entregado.
Desde un bar, llamó a Lele Bortoluzzi y quedó en ir a la galería al cabo de veinte minutos, el tiempo que calculaba que invertiría en el trayecto si tomaba el 82 en Rialto. Cuando Brunetti llegó, su amigo atendía a un cliente, un estadounidense que se paraba delante de cada uno de sus cuadros, interesándose por la técnica, la clase de pintura, la luz y el estado de ánimo de Lele cuando lo pintaba, y que, al cabo de casi un cuarto de hora, se marchó sin comprar nada.
Lele fue hacia Brunetti, que estaba delante de una marina, lo abrazó y lo besó en ambas mejillas. El que fuera el mejor amigo de su padre siempre le daba muestras de un afecto paternal, como si quisiera compensar la incapacidad del padre de Brunetti para manifestar cualquier emoción que pudiera sentir por sus hijos.
—Es bonito —dijo Brunetti señalando el cuadro con un movimiento de la cabeza.
—¿Verdad que sí? —respondió el pintor sin falsa modestia—. Sobre todo, esa nube de la izquierda, en la línea del horizonte. —Puso el índice de la mano derecha sobre el lienzo y dio con la uña un golpecito y luego otro—. Es la nube más bonita que he pintado en toda mi vida. Una maravilla.
No era frecuente que Lele comentara su propia obra, por lo que Brunetti miró la nube más de cerca, pero seguía sin ver nada más que una nube.
Apoyando el sobre en la mesa, lo abrió y sacó el dibujo, procurando no doblar el cartón. Lo puso plano encima de la mesa y dijo:
—Mira esto.
El pintor sacó el dibujo de su funda de cartón, retiró el papel de seda y, al ver lo que protegía, se escapó de su garganta un
«Mamma mia»
involuntario. Miró a Brunetti, pero la belleza del dibujo le hizo volver otra vez los ojos hacia él. Sin dejar de mirarlo, inspeccionando cada ángulo, resiguiendo cada línea del cuerpo del Cristo muerto, preguntó:
—¿De dónde lo has sacado?
—No puedo decírtelo.
—¿Es robado?
—No lo creo —respondió Brunetti y, tras reflexionar un momento, dijo con firmeza—: No lo es.
—¿Qué quieres que haga con él?
—Venderlo.
—¿Estás seguro de que no es robado? —preguntó el pintor.
—Lele, no es robado, y quiero que lo vendas.
—No lo venderé —dijo el pintor que, antes de que Brunetti pudiera protestar o cuestionar su respuesta, agregó—: Lo compraré.
Lele tomó el dibujo y lo llevó a la luz que entraba por la puerta y los escaparates. Se acercó el papel a los ojos, lo apartó, volvió sobre sus pasos, lo puso en la mesa y acarició la punta inferior izquierda del dibujo con el meñique de la mano derecha.
—El papel es el que corresponde: veneciano, siglo dieciséis. —Volvió a levantar el dibujo y lo estudió durante lo que a Brunetti le parecieron varios minutos. Finalmente, lo dejó y dijo—: Calculo que valdrá unos doscientos millones. Pero tengo que comprobar los precios de las últimas subastas. Me consta que Pietro vendió uno hará unos tres años. Puedo preguntarle cuánto sacó.
—¿Palma? —preguntó Brunetti, nombrando a un conocido marchante de la ciudad.
—Sí. Mentirá, el muy canalla. Siempre miente, pero por lo que me diga podré calcular lo que le dieron. De todos modos, el precio estará entre los ciento cincuenta y los doscientos millones. —Con indiferencia, quizá demasiada indiferencia, Lele preguntó—: ¿Es tuyo?
—No; pero me han encargado que lo venda. —En cierto modo, era verdad; nadie le había pedido que lo vendiera, pero nadie le impedía venderlo. Entonces empezó a preocuparle cómo hacer que Salima recibiera el dinero y dónde guardarlo hasta que lo necesitara—. ¿Podría ser en metálico? —preguntó.
—Estas cosas siempre se pagan en metálico, Guido. Así no se dejan pisadas en la nieve.
Brunetti ya ni recordaba las veces que había oído al pintor decir esas palabras, pero hasta ese momento no había comprendido la validez y conveniencia del aserto. Ahora bien, no sabía dónde podía guardar todo aquel dinero. Ingresarlo en el banco podía causar complicaciones: Finanza querría averiguar cómo había conseguido tal cantidad un funcionario de la policía. En su casa no tenía caja de caudales, y no se veía a sí mismo metiéndolo en el cajón de los calcetines.
—¿Cómo quieres que te pague y cuándo? —preguntó el pintor.
—Ya te lo diré. Esta persona no tiene dónde guardar el dinero. —Brunetti repasó mentalmente diversas posibilidades y al fin dijo—: Guárdalo hasta que encuentre la manera de hacérselo llegar.
Era evidente que Lele, ahora que ya se consideraba el verdadero dueño del dibujo, no estaba interesado en conocer la identidad del vendedor.
—¿Quieres algo a cuenta? —preguntó, y Brunetti comprendió que el pintor deseaba dejar constancia de que había comprado el dibujo.
—Ya es tuyo, Lele. La semana que viene te diré lo que tienes que hacer con el dinero.
—De acuerdo, de acuerdo —murmuró Lele, contemplando otra vez la figura del Cristo muerto.
Brunetti decidió entonces aprovechar su visita al pintor para hacerse asesorar. Sacó el otro sobre y extendió sobre la mesa los contratos de venta. Eligió uno al azar y lo mostró a Lele.
—Dime qué te parece esto.
Lele tomó el papel, lo leyó rápidamente, volvió a leerlo más despacio y recorrió con la mirada la lista de pinturas y dibujos que incluía.
—
Caspita
—dijo, dejándolo en la mesa y tomando otro.
Leyó dos o tres más, que fue dejando ante sí. Después de leer el cuarto, dijo:
—Así que ahí es donde estaban.
—¿Reconoces algo?
—Algunas cosas, sí. O eso me parece, por las descripciones. Por ejemplo, «azulejos
iznik,
clavel» es una definición muy genérica y, por otra parte, yo no sé mucho de cerámica turca, pero una «Vista del Arsenale de Guardi» me suena y, más aún, si procede de la familia Orvieto. —Señaló los papeles desdoblados—. ¿Son las cosas que están en el apartamento de la vieja?
—Sí. —Brunetti no estaba completamente seguro, pero no cabía otra explicación.
—Espero que esté bien protegido —dijo Lele, haciendo que Brunetti pensara de inmediato en el espesor de la puerta que guardaba el apartamento de la
signora
Jacobs, en Salima y en las llaves que no había recordado pedirle.
—He ordenado un inventario —dijo el comisario.
—Y no nos dejes caer en la tentación.
—Ya sé, ya sé —dijo Brunetti. Levantó los contratos de venta—. Pero teniendo esto sabemos lo que hay.
—O lo que había —agregó Lele secamente.
Aunque comprendía que con ello hacía una pobre defensa de la integridad de la policía, Brunetti explicó:
—Riverre y Alvise, los dos agentes que fueron a hacer el inventario, son idiotas. No verían la diferencia entre un Manet y una portada de
Gente.
—Y después de una pausa agregó—: Probablemente, preferirían la portada.
Pero la sensibilidad artística de los profesionales encargados de hacer respetar la ley no excitaba el interés del pintor, que preguntó:
—¿Qué pasará ahora con todo eso?
Brunetti se encogió de hombros, gesto que expresaba tanto su incertidumbre como su resistencia a hacer especulaciones con cualquier persona ajena a la investigación, ni aunque fuera un íntimo amigo como Lele.
—Por el momento, permanecerá en el apartamento.
—¿Hasta cuándo? —preguntó Lele.
La mejor respuesta que Brunetti supo dar fue:
—Hasta que pase lo que tenga que pasar.
Aquel día, durante el almuerzo, un Brunetti insólitamente callado escuchaba a su alrededor la conversación de la familia: Raffi dijo que necesitaba un
telefonino,
lo que hizo declarar a Chiara que también ella necesitaba uno. Cuando Paola preguntó para qué lo necesitaban, ambos dijeron que para hablar con los amigos o para utilizarlo si se encontraban en peligro.
Al oír eso, Paola, haciendo bocina con las manos, gritó a su hija por encima de la mesa:
—Tierra a Chiara. Tierra a Chiara. ¿Me oyes? Responde, Chiara. ¿Me oyes?
—¿Qué dices,
mamma
? —preguntó Chiara, sin disimular el enfado.
—Sólo deseo recordarte que vives en Venecia, que, sin duda, es el lugar más seguro del mundo. —Y, adelantándose a las protestas de Chiara, agregó—: Lo que quiere decir que no es probable que aquí te veas en peligro, si exceptuamos el
acqua alta,
y de ése no va a protegerte un
telefonino.
—Otra vez Chiara abrió la boca, y Paola concluyó—: Lo que quiere decir
no.
Raffi trataba de hacerse invisible en la medida de lo posible para el que está repitiendo de tarta de pera sepultada en nata. Mantenía los ojos en el plato y se movía despacio como la gacela que va a beber en una charca que sabe infestada de cocodrilos.
Paola no saltó sobre él, pero sí subió a la superficie y lo miró con ojos de saurio:
—Si quieres comprarte un móvil, Raffi, no hay inconveniente. Pero lo pagarás de tu bolsillo.
Él asintió.
Se hizo el silencio. Brunetti estaba abstraído durante la discusión, pero la condena de Paola a lo que ella consideraba un despilfarro de sus hijos captó su atención e, inesperadamente, inquirió, dirigiéndose a todos por igual:
—¿No os avergüenza concentrar todos vuestros afanes en acumular riquezas, sin un pensamiento para la verdad y la comprensión, y el perfeccionamiento de vuestra alma?
Paola, sorprendida, preguntó:
—¿Qué es eso?
—Platón —dijo Brunetti, atacando el pastel.
El resto de la comida transcurrió en silencio. Chiara y Raffi intercambiaban miradas y gestos de perplejidad y Paola trataba de comprender la razón de las palabras de su marido o, mejor, adivinar qué circunstancias o hechos le habían traído a la mente la cita que, según creía recordar, procedía de la
Apología.
Después del almuerzo, Brunetti se fue al dormitorio, se quitó los zapatos, se echó en la cama y contempló por la ventana las nubes, a las que —se dijo— no se podía culpar de su festivo aspecto. Al cabo de un rato, Paola entró y se sentó a su lado, en el borde de la cama.
—Hace unos días hablabas de retirarte. ¿Vuelve a tentarte la idea?
Él se volvió a mirarla y extendió la mano derecha para asir la de ella.
—No; imagino que no ha sido nada más que un ataque de fatiga moral.
—Comprensible, con ese trabajo tuyo —reconoció ella.
—Quizá se deba a que me parece que tenemos demasiadas cosas, o a que estoy volviéndome alérgico a la riqueza. Lo cierto es que no me entra en la cabeza que la gente pueda hacer lo que hace por dinero.
—¿Como matar, por ejemplo?
—No sólo eso. Cosas menos graves, como mentir, robar o pasarse la vida haciendo lo que no les gusta. O, si me permites decirlo, cómo hay mujeres que pueden seguir casadas con hombres horribles sólo porque son ricos.
Paola percibió la profunda seriedad de su voz y dominó el impulso de preguntar si se refería a ella. Sólo dijo:
—¿A ti te gusta lo que haces?
Él se acercó la mano de ella y, distraídamente, se puso a dar vueltas al anillo de boda.
—Creo que debería gustarme. Ya sé que me quejo mucho, pero, a fin de cuentas, algo bueno se consigue.
—¿Por eso lo haces?
—No del todo. Me parece que, en parte, es porque soy curioso por naturaleza y siempre me gusta descubrir cómo acabará la historia o cómo y por qué empezó. Quiero saber por qué la gente hace lo que hace.
—Nunca entenderé por qué no te gusta Henry James —dijo ella, muy seria.
No fue sino una semana después cuando, en medio del papeleo rutinario que generaba la investigación de la muerte de las dos mujeres, surgió una novedad, que llegó por un conducto eminentemente veneciano: revelación de información por amistad y dentro de un sistema de intercambio de favores. Un funcionario del Registro de Documentos Públicos, recordando que la
signorina
Elettra, hermana de la doctora de su esposa, se había interesado por Claudia Leonardo y Hedwig Jacobs, la llamó una mañana para decirle que el testamento de esta última había sido registrado hacía dos días.
La
signorina
Elettra preguntó si sería posible recibir por fax una copia del testamento, a lo que el hombre respondió que eso sería «tan irregular como factible». Ella se rió y le dio las gracias, con lo que tácitamente le manifestaba que podía contar con cierta benevolencia si un día se topaba con la policía. Nada más colgar el teléfono, la joven llamó a Brunetti y le sugirió que bajase a su despacho.