Aunque no estaba especialmente interesado en la anécdota, Brunetti preguntó:
—¿Por qué?
—El que me lo ha contado dice que a la Filipetto no le gustaba la forma en que su marido miraba a una joven de la mesa de al lado. Al parecer, empezó a insultar.
—¿Al marido? —preguntó Brunetti, sorprendido de que Eleonora Filipetto fuera capaz de manifestar emoción alguna.
—No; a la muchacha.
—¿Qué pasó?
—Los dueños tuvieron que pedirles que se marcharan.
—Pero ¿qué hay de Filipetto y la biblioteca? —preguntó Brunetti, irritado por aquella afición, tan veneciana, por el chismorreo.
La joven suspiró.
—Sería preferible seguir con este último tema, comisario.
—¿Qué tema?
—El del marido.
Cansado de aquel juego, él cortó secamente:
—No me interesan los chismes. Quiero saber qué hay de Filipetto.
Ella no trató de disimular lo mucho que la ofendían sus palabras y, por toda respuesta, le entregó un papel.
—Quizá esto sí le interese, comisario —dijo con suma cortesía, volviéndose hacia el ordenador.
Él dio un paso adelante y tomó el papel, pero, antes de mirarlo, dijo:
—Perdone, Elettra. No he debido hablarle en ese tono.
En la sonrisa de ella había alivio y también una infantil vivacidad.
—Mire el apellido de casada de la mujer.
Él lo hizo.
—
Gesú Bambino
—dijo, aunque no era ése el nombre escrito en el papel—. Está casada con Maxwell Ford. —Mientras lo decía, le parecía percibir un rumor creciente en su cerebro, iban activándose engranajes que, finalmente, encajaban entre sí con estrépito.
—¿A qué se dedicaba él cuando se casaron?
—Era colaborador de uno de los periódicos ingleses. La biblioteca la fundaron poco después de la boda.
—¿Con el beneplácito paterno?
—El
dottor
Filipetto no es aficionado a dar beneplácitos, y este matrimonio se llevaba de su casa a la mujer que lo cuidaba desde que murió su esposa, veinticinco años atrás.
—Pero ella sigue allí.
—Sólo va dos tardes a la semana, cuando libra la empleada.
—¿Por qué no toma a otra mujer para esas tardes?
—No lo sé, pero a los Filipetto no les gusta gastar su dinero. Y así él no la pierde de vista y puede seguir dominándola.
—¿Y qué hace ella el resto del tiempo?
—Trabaja en la biblioteca.
A Brunetti se le ocurrió de pronto preguntar:
—¿Y usted cómo sabe todas esas cosas?
—He preguntado por ahí —dijo ella vagamente.
—¿A quién?
—A mi tía Ippolita, por ejemplo. La mujer que cuida a Filipetto va a planchar a su casa dos tardes a la semana.
—¿Y a quién más? —preguntó Brunetti, que conocía sus tácticas dilatorias.
—A su padre político —dijo ella con voz neutra.
Brunetti la miraba fijamente.
—¿Le ha preguntado a él?
—Verá, sé que es paciente de mi hermana, y él sabe que trabajo aquí, y mi padre me dijo que habían estado juntos en la Resistencia. Así que me he tomado la libertad de llamarlo para hablarle del encargo que usted me había hecho. —Calló un momento, quizá para darle ocasión de volver a fustigarla y, como él no decía nada, prosiguió—: Me pareció que se alegraba de poder decirme lo que sabía. No da la impresión de sentir un gran afecto por los Filipetto.
—¿Qué le ha contado?
—Que hace veinte años la hija tenía novio, pero él la dejó o se fue de Venecia. El conde no estaba seguro, pero le parecía que el padre había tenido algo que ver, quizá dio dinero al novio para que se fuera o para que cortara.
—¿No dice que no les gusta gastar?
—Seguramente, ése sería un caso especial, porque afectaba a su autoridad y a su conveniencia. Si ella se casaba, él hubiera tenido que tomar a una criada, y ya se sabe que las criadas no se muerden la lengua, y se empeñan en cobrar.
—Entonces, ¿cómo se atrevió a desobedecerle al fin? —preguntó Brunetti, recordando la abyecta sumisión de Sanpaolo.
—El amor, comisario, el amor. —Lo dijo en un tono que daba a entender que no pensaba únicamente en Eleonora Filipetto.
Brunetti se abstuvo de ahondar en la cuestión, y dijo:
—Ford me dijo que su esposa era directora de la biblioteca.
—Que es donde trabajaba Claudia —puntualizó ella, dejando la frase y la idea abierta a cualquier especulación.
—Esas llamadas —dijo él—. Déjeme verlas otra vez.
Ella maniobró en el ordenador y, antes de un minuto, aparecía en la pantalla la lista de todas las llamadas de Claudia. Respondiendo a una petición implícita de Brunetti, la joven pulsó varias teclas y de la pantalla se borró toda la información excepto las llamadas entre Claudia Leonardo y la Biblioteca della Patria. Ambos la repasaron: las llamadas breves del principio, las siguientes, más y más largas, y la última, fulminante, veintidós segundos.
—¿Le parece que ella habrá sido capaz? —preguntó la
signorina
Elettra.
—Tendré que ir a preguntárselo al marido —dijo Brunetti.
La
signorina
Elettra imprimió la lista de llamadas y, con el papel en el bolsillo, Brunetti bajó a pedir a Vianello que lo acompañara. Camino de la biblioteca, Brunetti le puso al corriente del matrimonio de Eleonora Filipetto, de la periodicidad y duración de las llamadas telefónicas y de las conclusiones que él había sacado.
—¿No cabe otra explicación? —preguntó Vianello.
—Desde luego —concedió Brunetti, que tampoco lo creía.
—¿Así que la hija de Filipetto es uno de los directores de la biblioteca? —preguntó Vianello.
—Eso dice el marido. ¿Por qué?
Vianello aflojó el paso y miró a Brunetti, curioso por averiguar si él había hecho la misma deducción. Como Brunetti no decía nada, preguntó:
—¿No lo ves?
—No. ¿El qué?
—Ese nombre, «Biblioteca della Patria», les permite conseguir dinero de los dos lados. Esos ancianos, cualquiera que fuera el bando en el que lucharon durante la guerra, harán sus donativos a la biblioteca, convencidos de que representa sus ideales. —El inspector calló, pero Brunetti sentía que seguía reflexionando. Finalmente, agregó—: Y, seguramente, estará registrada como institución benéfica, por lo que nadie irá a preguntar adónde va el dinero. —Vianello, resopló con fuerza.
—No puedes estar seguro —dijo Brunetti.
—Pues lo estoy: es una Filipetto.
Dicho esto, Vianello calló y acomodó su paso al de Brunetti, mientras caminaban a lo largo de los estrechos canales de Castello, en dirección a San Pietro di Castello y la biblioteca. Cuando llegaron, Brunetti advirtió algo en lo que no se había fijado la otra vez: una placa colocada al lado de la puerta, indicando el horario. Pulsó el timbre y, segundos después, el
portone
se abrió y ellos entraron.
La puerta de lo alto de la escalera no tenía el cerrojo puesto y pudieron entrar en la sala de lectura sin llamar. No se veía a Ford, y el despacho estaba cerrado. Había un anciano, encorvado y un poco desaseado, sentado a una de las largas mesas, con un libro abierto a la luz de la lámpara, y otro, de pie frente a la vitrina, mirando los cuadernos expuestos. Incluso a distancia, Brunetti percibió el olor que acompaña a algunos viejos: a ropa agria y a piel sin lavar. Imposible adivinar cuál de ellos lo despedía, quizá los dos.
Ninguno miró a los recién llegados. Brunetti se acercó al anciano que estaba junto a la vitrina y entonces el hombre levantó la cabeza.
Poniendo buen cuidado en hablar en veneciano, Brunetti dijo, sin preámbulos:
—Da gusto ver que alguien conserva el respeto por el pasado. —Y agitaba la mano hacia lo alto, señalando lo que parecía una bandera de regimiento.
El anciano sonrió y asintió, pero no dijo nada.
—Mi padre estuvo en África y en Rusia —explicó Brunetti.
—¿Y volvió? —preguntó el anciano. Su acento era puro Castello, y seguramente quien no fuera veneciano no hubiera entendido lo que decía.
—Sí.
—Eso está bien. Mi hermano, no. Fue traicionado por los aliados. Como todos nosotros. Embaucaron al rey para que se rindiera. De lo contrario, hubiéramos seguido peleando y hubiéramos vencido. —Miró en derredor y agregó—: Por lo menos aquí, eso se sabe.
—Sin duda —convino Brunetti, pensando en las ideas de Vianello acerca de los fines para los que se utilizaba la biblioteca—. Y nosotros viviríamos en un país mejor —terminó poniendo en la voz toda la fuerza de su convicción.
—Tendríamos disciplina —dijo el anciano.
—Y orden —terció el hombre de la mesa, hablando también en dialecto.
—Aquella jovencita estúpida no comprendía estas cosas —dijo Brunetti con la voz cargada de desdén—. Siempre despotricando contra el pasado, y contra el Duce, y diciendo que hay que abrir las puertas a esos inmigrantes que nos están inundando por todas partes, para robarnos los puestos de trabajo. Cuando queramos recordar, ya no habrá sitio para nosotros. —No se molestaba en buscar la coherencia: bastaban tópicos y prejuicios.
El que estaba a su lado lanzó un bufido de aprobación.
—No me explico cómo él la dejaba trabajar aquí —dijo Brunetti señalando la puerta del despacho de Ford con un movimiento de la cabeza—. No era la clase de… —empezó a decir cuando el de la mesa lo interrumpió.
—Ya sabemos cómo es él —dijo con una sonrisa sardónica—. Todo fue verle las tetas y perder la cabeza. No le quitaba la vista de encima, como a la otra, a ésa sí que le miraba las tetas, hasta que su mujer la echó a la calle.
—Sabe Dios lo que harían, en su despacho —dijo el de la vitrina, con una voz estremecida por secretas esperanzas.
—Menos mal que su mujer se enteró también de lo de ésta —dijo Brunetti, contento de que la santidad de la familia hubiera quedado a salvo de las tentaciones que crean las jóvenes faltas de moral.
—¿Sí? —preguntó el de la mesa con curiosidad.
—Naturalmente. No tenías más que ver cómo la miraba pasear el culito por aquí, con aquel pantalón tan prieto —dijo el otro.
—Sé muy bien lo que yo hubiera hecho con aquel culito —dijo el de la mesa poniendo las manos debajo del tablero y moviéndolas arriba y abajo con un ademán que quería ser jocoso y Brunetti encontró obsceno. Pensó en el espíritu de Claudia, confiando en que sabría perdonarlos, a él y a aquella pareja de carcamales chiflados, por escupir en su tumba.
—¿Está el director? —preguntó Brunetti como si el motivo de su visita lo obligara a interrumpir tan fascinante conversación.
Los dos hombres asintieron. El de la mesa puso las manos a la vista y las usó para apoyar en ellas la cabeza. Al ver que había perdido la atención del auditorio, volvió a las páginas del libro.
Brunetti hizo un rápido gesto, indicando a Vianello que se quedara en la sala de lectura, y se acercó a la puerta del despacho de Ford. Llamó con los nudillos y dentro sonó una voz que decía:
—
Avanti.
El comisario abrió la puerta y entró.
—Ah, comisario —dijo Ford poniéndose en pie—. Es un placer volver a verlo. —Se acercó con la mano extendida y Brunetti alargó la suya sonriendo—. ¿Está ya más cerca de descubrir al responsable de la muerte de Claudia? —preguntó el hombre agitando arriba y abajo la mano de Brunetti.
—Me parece que ya tengo una idea de quién es el responsable de su muerte, que no es lo mismo que saber quién la mató —dijo Brunetti con una calma olímpica que lo sorprendió a él mismo.
Ford le soltó la mano y preguntó:
—¿Qué quiere decir?
—Exactamente lo que he dicho,
signore.
No hay que ir muy lejos para hallar el motivo de su muerte, ni tampoco a la persona que la mató. Es sólo que no puedo relacionar lo uno con lo otro. Aún no, por lo menos.
—No entiendo nada —dijo Ford, retrocediendo ante Brunetti, hasta quedar al lado de la mesa, como si la solidez de su madera pudiera servir de apoyo a sus palabras.
—Quizá su esposa lo entienda. ¿Está ella aquí,
signore
?
—¿De qué quiere hablar con mi esposa?
—Del mismo asunto,
signor
Ford: de la muerte de Claudia Leonardo.
—Qué absurdo. ¿Cómo va a saber algo mi esposa?
—Eso, ¿cómo? —preguntó Brunetti, y añadió—: Su esposa es codirectora de la biblioteca, ¿verdad?
—Sí, desde luego.
—Usted no me lo dijo cuando estuve aquí la otra vez.
—Sí; le dije que mi esposa era codirectora.
—Pero no me dijo quién es su esposa,
signor
Ford.
—Mi esposa es mi esposa. ¿Qué más podía decirle? —insistió Ford.
Durante un momento, Brunetti pensó en cuál sería la reacción de Paola, si le oyera a él decir eso de ella. Pero abandonó esa especulación y volvió a preguntar:
—¿Está ella aquí?
—Eso no es asunto suyo.
—Cualquier cosa que tenga que ver con la muerte de Claudia Leonardo es asunto mío.
—No puede hablar con ella —casi gritó Ford.
Brunetti, sin decir nada, dio un paso atrás y media vuelta, y fue hacia la puerta.
—¿Adónde va?
—A la
questura,
a solicitar una orden de un magistrado para que su esposa sea conducida allí para ser interrogada.
—Usted no puede hacer eso —dijo Ford con voz aún más fuerte.
Brunetti giró sobre sí mismo y dio un paso hacia adelante, con una cólera tan evidente que el otro hombre retrocedió.
—Lo que yo puedo y lo que no puedo hacer,
signor
Ford, lo determina la ley, no su conveniencia. Y hablaré con su esposa. —Dio la espalda al inglés, para dejar claro que no tenía más que decir. Pensaba que Ford lo llamaría y se rendiría, pero no fue así, y Brunetti salió a la sala de lectura, donde Vianello estaba apoyado en una de las mesas, con un libro abierto en la mano. Los dos hicieron como si no se conocieran y Vianello enseguida volvió a mirar el texto.
Brunetti ya estaba en la puerta de la escalera cuando Ford salió del despacho.
—Espere —gritó al hombre que se alejaba. Brunetti se paró, giró el cuerpo a medias pero no hizo ademán de volver a entrar en la sala de lectura.
—Comisario —dijo Ford, con voz serena, pero aún con restos de un tinte de cólera en la cara—. Quizá podamos hablar. —Lanzó una mirada a los dos viejos, que, rápidamente, bajaron la cabeza hacia sus lecturas. Vianello permanecía ajeno a todos.