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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Malas artes (23 page)

BOOK: Malas artes
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—Eso sólo puede traerle disgustos —advirtió él.

Ella se encogió de hombros, desdeñando el peligro.

—Es como repetir de postre, imagino. Una sabe que no debe, pero está tan bueno que no puede resistir la tentación.

Brunetti, que también había tenido sus trifulcas con el teniente, no hubiera elegido ese símil, pero su talante no era tan combativo como el de la
signorina
Elettra, y lo dio por bueno. Por otra parte, le parecía que debía felicitarse de cualquier señal de agresividad que ella diera, porque era síntoma de que había recuperado el ánimo, por muy paradójico que ello pudiera parecer a todo el que no la conociera. De modo que, pasando página, Brunetti preguntó:

—¿Qué ha averiguado de Guzzardi?

—Ya le dije que estaba comprobando las casas que poseía en el momento de su muerte, ¿verdad?

Él asintió.

—Sólo que, cuando él murió, ya no eran suyas. La propiedad fue transferida a Hedi Jacobs cuando él estaba en la cárcel, esperando el juicio.

—Eso ya es más interesante. ¿Transferida, cómo?

—Mediante venta. Todo perfectamente legal; los documentos están en regla.

—¿Y qué hay del testamento?

—He encontrado una copia en el Colegio de Notarios.

—¿Cómo supo dónde buscar?

Ella le dedicó la más seráfica de sus sonrisas.

—En todo este asunto sólo ha aparecido un notario —respondió, pero lo dijo con modestia.

—¿Filipetto? —preguntó Brunetti.

De nuevo, la sonrisa.

—¿Filipetto era el notario de Guzzardi?

—El testamento fue inscrito en su registro poco después de la muerte de Guzzardi —dijo ella, ya sin poder reprimir la nota de orgullo de su voz—. Y, cuando Filipetto se retiró, todos sus archivos fueron enviados al colegio, donde yo los he encontrado. —Abrió el cajón de arriba y extrajo la fotocopia de un documento extendido en la arcaica tipografía de una máquina de escribir manual.

Brunetti tomó el documento y se fue a leerlo a la luz de la ventana. Guzzardi declaraba que todos sus bienes debían pasar directamente a su hijo Benito o a sus herederos, en el caso de que éste falleciera antes que él. No podía ser más sencillo. No se mencionaba a Hedi Jacobs ni se especificaban los bienes.

—¿Y la esposa? ¿Ha encontrado indicios de que impugnara esto? —preguntó Brunetti levantando el papel.

—En los archivos de Filipetto no hay nada que lo haga suponer. —Antes de que Brunetti preguntara, agregó—: Y, probablemente, eso significa que se divorciaron antes de que él muriera, o que ella no sabía que él había muerto, o que no le importaba.

Brunetti volvió a la mesa.

—¿Y qué hay del hijo?

—Sólo lo que usted ya sabe, comisario, que después de la guerra su madre se lo llevó a Inglaterra.

—¿Nada más? —preguntó Brunetti, sin disimular su irritación porque una persona pudiera desaparecer tan fácilmente.

—He cursado una consulta a Roma, pero todo lo que puedo darles es el nombre, no tengo ni la fecha de nacimiento exacta. —Compartieron un momento de desesperación ante la posibilidad de recibir respuesta de Roma—. También he llamado a un amigo que tengo en Londres —prosiguió ella—. Le he pedido que se informe. Parece ser que los británicos tienen un sistema que funciona.

—¿Cuándo espera recibir respuesta? —preguntó Brunetti.

—Desde luego, mucho antes que la de Roma.

—Me gustaría que pidiera a la universidad y al Ufficio Anagrafe toda la información que tengan sobre Claudia Leonardo. En la ficha debe de figurar el nombre de los padres, y quizá hasta la fecha de nacimiento, que usted podría enviar a Londres, por si sirve de ayuda. —Brunetti pensó en la abuela alemana, pero, antes de pedir a la
signorina
Elettra que empezara a investigar las posibilidades que podía ofrecer esa vía, quería ver qué encontraba allí, en la ciudad, y en Londres.

Cuando subía a su despacho, le vino a la memoria un pasaje de una vieja poesía que Paola había insistido en leerle hacía años. Si mal no recordaba, los versos describían un dragón sentado sobre un gran tesoro, que vomitaba fuego sobre todo el que se acercaba. No sabía por qué le había venido eso a la cabeza, pero tuvo una extraña visión de la
signora
Jacobs agazapada sobre sus obras de arte, tramando la destrucción de todo el que pretendiera llevarse algo de su tesoro.

Antes de llegar a su despacho, Brunetti dio media vuelta, bajó la escalera y salió de la
questura.
Sabía que era una imprudencia, que no debía volver a casa de la
signora
Jacobs tan pronto después de haber sido despedido, pero ella era la única persona que podía responder a sus preguntas acerca de los tesoros que la rodeaban. Debía haber dejado recado de adónde iba; debía haberse quedado sentado a su mesa, contestando al teléfono y poniendo su rúbrica en papeles, y también debía haber reprendido a la
signorina
Elettra por su falta de deferencia para con el teniente Scarpa.

Habida cuenta de la hora y de los enjambres de turistas que abarrotaban los barcos, decidió ir andando, seguro de poder rehuir las peores manadas hasta que se acercara a Rialto y de que su número volvería a menguar cuando dejara atrás la
pescheria.
Así fue, pero el breve período que pasó empujando y sorteando a gente entre San Lio y el mercado del pescado, fue suficiente para ponerlo de mal humor y exacerbar su siempre latente antipatía hacia los turistas. ¿Por qué eran tan lentos, gordos y letárgicos? ¿Por qué todos tenían que ponérsele delante? ¿Por qué no podían aprender a andar como es debido por una ciudad, en lugar de remolonear como si estuvieran en una feria de ganado y tuvieran que elegir al cerdo más gordo?

El enfado se le pasó en cuanto se vio libre de ellos, caminando por calles desiertas hacia
campo
San Boldo. Al llegar, llamó al timbre, pero no hubo respuesta. Recordando la técnica que solía utilizar Vianello para despertar a la gente que se dormía con el televisor a todo volumen, apoyó el pulgar en el pulsador y contó hasta cien. Contó despacio. Tampoco hubo respuesta.

El estanquero le había dicho que le subía los cigarrillos, así que Brunetti fue en su busca, le enseñó la credencial y le preguntó si tenía llave del apartamento.

Al hombre que estaba detrás del mostrador del estanco no pareció interesarle lo más mínimo que la policía quisiera hablar con la
signora
Jacobs. Abrió el cajón del dinero y sacó una llave.

—Es la del
portone
de la calle. La puerta del piso siempre me la abre la
signora.

Brunetti le dio las gracias y prometió devolverle la llave. Abrió con ella el pesado portalón y subió al piso. Pulsó el timbre pero nadie contestó. Llamó con los nudillos y tampoco oyó sonido alguno en el interior. Volvió a emplear la técnica de Vianello.

Después comprendió que ya lo había sabido, lo adivinó en el silencio que se extendió por el descansillo cuando retiró el pulgar del pulsador: que la puerta no estaba cerrada con llave, que se abriría cuando hiciera girar el picaporte. Y le pareció que también sabía ya que la encontraría muerta, caída o arrojada al pie del sillón, con un hilillo de sangre que le salía de la nariz. Si algo lo sorprendió fue comprobar que no se equivocaba y, cuando descubrió que la emoción más fuerte que sentía era ésta, trató de averiguar por qué. Entonces reconoció que aquella mujer no le gustaba, aunque la habitual compasión que despiertan los ancianos era lo bastante fuerte para enmascarar su antipatía y hacerle creer que lo que sentía era la consideración de rigor.

Ahuyentó esas reflexiones, llamó a la
questura
y preguntó por Vianello, al que explicó lo sucedido y pidió que enviara un equipo al apartamento.

Cuando Vianello colgó, Brunetti juntó las manos en la espalda, y se sintió un tanto incómodo al darse cuenta de que había copiado el gesto de un telefilme policiaco. Se puso a inspeccionar el apartamento, fue hacia la parte trasera y descubrió que, aparte de la sala en la que ella lo había recibido, no había más que un dormitorio, una cocina y un cuarto de baño. Le sorprendió comprobar que esas dos últimas piezas estaban impecables, lo que señalaba que por allí pasaba una mujer de la limpieza.

Las paredes del dormitorio estaban cubiertas por lo que parecían cartas celestes, docenas de ellas, de distintos tamaños, enmarcadas en negro, como si todas procedieran del mismo coleccionista o del mismo enmarcador. Todas estaban dibujadas en blanco y negro y, algunas, iluminadas al pastel. Brunetti encendió la luz para verlas mejor. Estaban colgadas en hileras irregulares, abarcando desde la altura de la rodilla hasta un metro por debajo del techo. Reconoció un Cellarius, contó las que estaban por encima y por debajo y descubrió que formaban dos juegos completos. Sólo un perito podría tasarlas, pero tenían que valer cientos de millones. El mobiliario consistía en una cama estrecha y conventual, un alto
armadio
y una mesita de noche con una lamparilla, una bandeja con varios frascos de comprimidos y un vaso de agua y un libro que, al acercarse, Brunetti vio que era una biblia en alemán. Al lado de la cama, había una raída alfombrilla de seda y un par de zapatillas perfectamente alineadas bajo el borde de la colcha. No se observaban indicios de que en aquella habitación se fumara. En el armario no había más que dos faldas largas y otro chal de lana.

Brunetti volvió a la sala y, con ayuda de una tarjeta de crédito, abrió el cajón de abajo del escritorio. Después, fue abriéndolos todos, de abajo arriba, y miró su contenido, pero sin tocarlo. En uno había facturas pulcramente amontonadas; en otro, un rimero de lo que parecían álbumes de fotos, con los de tamaño menor encima, y, en el cajón de arriba, más facturas y recortes de periódico.

Brunetti miró en derredor sin saber si calificar la habitación de espartana o de monástica.

Volvió a la cocina y abrió el frigorífico. Un litro de leche, una pella de mantequilla en una fuente de cristal tapada y un pico de pan. Los armarios no estaban mejor provistos: un tarro de miel, sal, mantequilla, bolsitas de té y un bote de café molido. Aquella mujer o no comía o le subían la comida lo mismo que los cigarrillos.

En el cuarto de baño había un estuche de plástico para la dentadura, un camisón de franela colgado detrás de la puerta, productos de higiene y cuatro frascos de comprimidos en el armario. Al volver a la sala, Brunetti se abstuvo de mirar a la muerta, porque bastante tendría que mirarla cuando llegaran los del laboratorio.

Se situó junto a una ventana, de espaldas al exterior, buscando una explicación a lo que veía. Aquella habitación contenía obras de arte por valor de muchos miles de millones de liras, estaba seguro: sólo el Cézanne que estaba frente a él, a la izquierda de la puerta, ya los valía. Contempló las paredes, buscando un rectángulo descolorido que indicara la desaparición reciente de un cuadro. Cualquier ladrón, por ignorante que fuera, tenía que darse cuenta del valor de los objetos que contenía aquella habitación; pero no había señales de que faltara ninguno ni de que la
signora
Jacobs hubiera muerto a consecuencia de algo que no fuera un ataque al corazón.

Brunetti sabía por experiencia lo peligroso que era iniciar una investigación con ideas preconcebidas; éste era uno de los primeros riesgos contra los que prevenía a los nuevos inspectores. Y, no obstante, ahora él mismo se disponía a rechazar cualquier prueba, por convincente que fuera, que sugiriese que la muerte había sido accidental o natural. Su olfato, su radar, su misma entraña le decían que la
signora
Jacobs había sido asesinada y, aunque no había señales de violencia, no le cabía duda de que el asesino era el mismo que había matado a su nieta adoptiva. Recordó la respuesta de Galileo a las amenazas lanzadas contra él.


Eppur si muove
—murmuró, y fue hacia la puerta, al encuentro de Vianello y los agentes.

La lógica enseña que, cuanto más frecuente es una tarea, tanto más fácil y rápida será su ejecución. Así pues, el examen del lugar de una muerte se llevará a cabo en cada caso con mayor celeridad que en el anterior, especialmente, si se trata de una anciana que yace al pie de su sillón, sin señales de violencia ni de puertas forzadas. O quizá, se decía Brunetti, el paso del tiempo sea una experiencia totalmente subjetiva y los fotógrafos y los técnicos estuvieran actuando con mayor diligencia de lo normal. Desde luego, cuando les pidió que fotografiaran y sacaran huellas dactilares, percibió su mudo escepticismo ante su decisión de aplicar a ese caso la pauta del escenario de un crimen. ¿Qué podía ser más elocuente que una anciana tendida en el suelo y un frasco de comprimidos que había rodado fuera de su alcance?

Llegó Rizzardi, que mostró extrañeza porque lo hubieran llamado a él y no al médico de la mujer, pero apreciaba mucho a Brunetti para cuestionar su decisión. Confirmó la muerte, hizo un somero examen del cadáver, dijo que, al parecer, la muerte se había producido la noche antes y no dio señal alguna de sorpresa cuando Brunetti solicitó la autopsia.

—¿Y si me exigen una justificación? —preguntó el médico poniéndose en pie.

—Conseguiré una orden judicial, no se preocupe —respondió Brunetti.

—Ya le informaré —dijo Rizzardi inclinándose para sacudirse la ceniza del pantalón.

—Gracias —respondió Brunetti, deseoso de verse libre incluso de la pasiva curiosidad del médico. Sabía que, por más que se esforzara, no encontraría palabras para describir la sensación que le producía la muerte de la
signora
Jacobs y comprendía lo vaga que había de resultar cualquier explicación que intentara dar.

Podían haber pasado varias horas cuando Brunetti se quedó a solas con Vianello en el apartamento, pero la luz que entraba por las ventanas era de mediodía. Miró el reloj y comprobó con asombro que aún no era la una, pese a tanto tiempo interior como había transcurrido y a tantas cosas como habían sucedido.

—¿Quieres que vayamos a almorzar? —preguntó Brunetti complaciéndose en el tuteo. Había en el cuerpo pocas personas a las que con tanto agrado haría objeto de ese reconocimiento de igualdad.

—No vamos a comernos lo que hay en la cocina, ¿verdad? —preguntó Vianello con una sonrisa, y agregó, más serio—: Pero antes echemos un vistazo, si te parece.

Brunetti asintió con un gruñido, pero se quedó donde estaba, contemplando la habitación y pensando.

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