Brunetti se sentía como el perro de Ulises, el único que había sido capaz de reconocer a su amo a pesar de su disfraz. Si no hubiera observado cómo Filipetto se transformaba deliberadamente en un anciano desvalido, la compasión le hubiera impedido seguir preguntando. Aun así, la prudencia le hizo reservarse toda alusión al registro de llamadas telefónicas.
Esbozó una sonrisa, que se esforzó en hacer tan afable como crédula y preguntó:
—Entonces, ¿quizá la conoció?
Filipetto levantó la mano derecha y la agitó débilmente en el aire.
—Quizá, quizá… De muchas cosas no me acuerdo. —Alzó la cabeza y preguntó a la mujer que estaba junto a la puerta—: Eleonora, ¿he conocido a una tal…? —Miró a Brunetti, como si la mujer no hubiera podido oír perfectamente el nombre de Claudia—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Claudia Leonardo —dijo Brunetti con voz neutra.
La respuesta de la mujer tardó en llegar. Al fin dijo:
—Sí; me suena el nombre, pero no recuerdo de qué. —No dijo más ni pidió a Brunetti que le explicara quién era Claudia.
Aunque le enfadaba verse superado, mal que le pesara, Brunetti no podía menos que admirar la habilidad con que Filipetto había jugado la baza de su ancianidad y presunta invalidez. Ahora lo más que podría conseguir con el registro de llamadas sería refrescar la memoria del anciano que diría que sí, sí, ahora que Brunetti lo mencionaba, le parecía que quizá había hablado con una muchacha, pero que en modo alguno recordaba de qué.
Brunetti comprendió que no por seguir preguntando iba a ser menos rotunda su derrota. Apoyó las manos en las rodillas, se levantó e, inclinándose sobre la mesa, estrechó la mano de Filipetto.
—Gracias por su ayuda,
notaio.
Siento haberle molestado con estas preguntas.
La mano de Filipetto estaba floja, inerte, tan insustancial como un puñado de
spaghetti
secos. El anciano, mudo, no pudo sino inclinar la cabeza en dirección a Brunetti.
El comisario se volvió hacia la puerta y la mujer se hizo a un lado para dejarle paso. Él se paró al extremo del vestíbulo, en la misma puerta del piso y preguntó sin preámbulos:
—¿Querría decirme cuál es su relación con el
dottor
Filipetto?
Ella, con una mirada larga y serena, respondió:
—Soy su hija.
Brunetti le dio las gracias y se fue sin ofrecerle la mano.
Brunetti, consciente de que debía supeditar al informe de Rizzardi toda decisión relacionada con lo que él consideraba el asesinato de la
signora
Jacobs, se sentía apático, sin ánimo de emprender una tarea concreta. No quería volver al despacho ni quería ponerse a interrogar a las personas que vivían cerca de la anciana. Y menos aún deseaba pensar en Claudia Leonardo y su muerte. Por el momento, Brunetti andaba.
Al salir de casa de Filipetto, tomó el camino de vuelta hacia San Lorenzo, pero, cuando llegó al puente situado frente a la iglesia griega, le pudo la desgana y, en lugar de seguir hacia la
questura,
bajó al paso inferior. Al cruzar el
campo
Santa Maria Formosa, vio lo que parecía una tribu de kurdos acampada frente al abandonado
palazzo,
con sus pobres posesiones esparcidas en torno a las alfombras de vivos colores sobre las que ellos se acomodaban. Los hombres llevaban sobrio traje oscuro y gorro negro, pero en las amplias faldas y los pañuelos de las mujeres resplandecían el naranja, el amarillo y el rojo. Su indiferencia hacia los transeúntes parecía total; lo mismo hubieran podido estar en plena llanura. No les faltaban sino las hogueras y los burros.
Brunetti cruzó Santi Apostoli, siguió por Standa, torció a la derecha y retrocedió hacia la laguna. Pasó por delante de la Misericordia y del bajorrelieve del enturbantado mercader con su camello, cortó otra vez hacia la derecha y, guiándose por el instinto, salió a la parada del
vaporetto
de Madonna dell'Orto. A su derecha se iba un
vaporetto,
pero el piloto, al ver a Brunetti, puso el motor al ralentí, dio marcha atrás y retrocedió hasta el embarcadero. El ruido del motor sonaba como una orden de embarcar. El marinero descorrió las barras y Brunetti saltó a bordo, a pesar de que no tenía intención de tomar un barco.
Cuando el
vaporetto
paró en Fondamente Nuove, Brunetti, movido por un impulso repentino, cambió a otro que salía en aquel momento en dirección al cementerio, donde desembarcó. Él era el único hombre en medio de una multitud de mujeres, la mayoría, viejas, y todas con ramos de flores. Seguía avanzando por puro instinto, como si sus pies hubieran asumido el mando del resto del cuerpo.
Torció hacia la derecha, cruzó el claustro y subió y bajó cortos tramos de escaleras hasta llegar a la lápida de mármol detrás de la que reposaban los restos de su padre. Leyó el nombre y las fechas. Brunetti ya se acercaba a la edad que tenía su padre cuando murió, y había engendrado tantos hijos como él. La madre solía venir a consultar las cosas con el marido difunto, a pesar de que en vida no le había sido de gran ayuda a la hora de tomar decisiones. Un día Brunetti preguntó a su madre por qué lo hacía y ella sólo le dijo que era un consuelo volver a sentirse cerca de alguien. Pasaron años antes de que él comprendiera la amarga queja que encerraba aquella respuesta, y para entonces su madre ya se había soltado de las manos del amor y el cuidado, arrastrada por la corriente de la senilidad y la locura, y él no había podido pedirle perdón ni compensarla.
Había flores frescas en el jarrito plateado que estaba al pie de la lápida, pero Brunetti no podía adivinar quién las habría puesto allí. ¿Quizá su hermano o su cuñada? No habrían sido sus hijos, desde luego: los jóvenes se desentendían del culto a los difuntos, y seguramente las tumbas de la generación de Brunetti no tendrían flores ni visitas. Cuando faltase Paola, ¿quién vendría a hablarle a él? Si alguien le hubiera preguntado, o si él mismo se hubiera parado a pensarlo, hubiera atribuido a las estadísticas esta suposición de que el primero en morir sería él: el marido se muere antes y la mujer se queda sola. Pero, probablemente, la verdadera razón habría que buscarla en una diferencia fundamental entre sus caracteres. Por regla general, Paola optaba por buscar la luz y saltar al encuentro de la vida, mientras que él se sentía más cómodo en el fondo del escenario, donde las cosas no estaban tan iluminadas y él podía estudiarlas, ajustando la visión, antes de decidir lo que había que hacer.
Brunetti puso la mano derecha sobre las letras del nombre de su padre. Se quedó quieto un momento, miró a su izquierda, a las tumbas perfectamente alineadas, unas encima de otras, todas del mismo tamaño. Muy pronto, Claudia Leonardo y la
signora
Jacobs estarían aquí. En el cuidado césped que se extendía a su espalda estaban las sepulturas de mármol de los ricos, enormes monumentos de todas las formas y estilos. Pensó en Iván Ilich, que aconsejó a su familia la renuncia, y pensó en Ozimandias, rey de reyes, pero pensó sobre todo en la escasa emoción que sentía él en este momento, frente a la tumba de su padre. Salió del cementerio y tomó un barco para volver a Fondamente Nuove.
Brunetti buscaba un teléfono público desde el que avisar a Vianello de que aquella tarde no iría al despacho. Como era lógico en una época en la que se animaba a todo el mundo a tener su
telefonino,
no lo encontró, por lo que, finalmente, tuvo que entrar en un bar y pedir un café que no le apetecía, para poder utilizar el teléfono. Después de hablar con Vianello, llamó a su casa, pero no había nadie, sólo su propia voz, que le daba el número y le invitaba a dejar el mensaje.
En un estado de total abstracción, Brunetti cruzó la ciudad camino de su casa, casi cegado por el afán de llegar. Estaba tan contento de verse allí que, cuando hubo cerrado la puerta, se apoyó en ella, con un gesto que le hizo sentirse como la heroína de un melodrama barato, que suspira con alivio tras escapar de un violador baboso, que sigue al acecho tras la puerta.
Con los ojos cerrados, dijo en voz alta:
—Dios, no me falta sino esconderme debajo de la cama.
Entonces, a su izquierda, oyó la voz de Paola que decía:
—Si ése es el primer síntoma de locura, no sé si estaré preparada para soportarlo.
Volvió la cabeza y la vio en la puerta del estudio, sonriente, con un libro en la mano.
—No creo que éste sea el primer síntoma que ves —dijo él apartándose de la puerta—. ¿Qué haces en casa esta tarde? ¿No es jueves?
—He puesto un papel en la puerta de mi despacho diciendo que estoy enferma —explicó.
Él contempló su cara que resplandecía de salud y buen humor.
—¿Enferma?
—Digamos harta.
—¿De qué, harta?
—De estar encerrada en mi despacho.
—¿Pero no de los libros? —preguntó él.
—Eso nunca —declaró ella—. ¿Por qué has vuelto tan temprano?
—Ya lo has oído, porque quiero esconderme debajo de la cama.
Ella entró en el estudio y dijo:
—Ven, entra y cuéntame.
Veinte minutos después, Brunetti le había dicho cuanto podía decirse sobre la muerte de la
signora
Jacobs y su convicción de que no había sido natural ni accidental.
—¿Quién iba a querer matarlas a las dos? —preguntó Paola, sacando la misma conclusión que él, de que las dos muertes estaban relacionadas.
—Si supiera por qué, me sería fácil descubrir quién —respondió Brunetti.
—El porqué han de ser los cuadros —pronunció Paola, y Brunetti no vio razón para ponerlo en duda.
—¿Entonces no hay más que esperar a que aparezca un testamento o un notario legalice uno? —preguntó él con escepticismo.
—Eso me parece un poco simplista —respondió Paola. Se quedó un buen rato mirando la pared de libros que tenían delante y dijo—: Es como lo que ocurre en
Los despojos de Poynton.
—Cuenta —instó él, sabiendo que, de todos modos, ella se lo contaría.
—Es una de las novelas cortas del Maestro. Trata de una casa llena de bellos objetos e ilustra cómo es realmente cada cual por la forma en que reacciona ante ellos.
—¿Por ejemplo? —preguntó Brunetti, a quien siempre había parecido más fácil dejar que Paola le hablara de los libros de Henry James que leerlos.
—Bueno, creo que sería preferible que lo leyeras.
—Dame un ejemplo —insistió Brunetti.
—El hijo de la dueña de los objetos no sabe apreciarlos, es insensible a su belleza, como tampoco sabe ver las cualidades de la señorita de compañía de su madre, que sería la esposa ideal para él, en lugar de la joven con la que se promete. Es tan incapaz de ver la belleza manifiesta de los objetos como la belleza interior de la muchacha. —Pensó un momento en lo que había dicho y agregó, a modo de rápido desagravio al Maestro—: El libro lo cuenta mucho mejor, desde luego, pero en síntesis viene a ser eso.
—De acuerdo, preguntaré —dijo Brunetti, viendo que ella callaba—. ¿Qué relación encuentras entre eso y la
signora
Jacobs?
Él observaba cómo su mujer buscaba la manera de articular una respuesta que él pudiera entender. Al fin, ella dijo:
—En definitiva, ¿las cosas son más importantes que las personas? ¿Qué salvas de la casa en llamas, el Rembrandt o el bebé? Y, en esta época nuestra de codicia, ¿cómo distingues entre belleza y precio?
—Ahora contéstame sin retórica —dijo él.
Paola, sin ofenderse, respondió riendo:
—Yo creo que la sensibilidad a la belleza es señal de una especie de iluminación espiritual —dijo, con lo que le dio a entender que debía prepararse para una de sus intrincadas explicaciones de la que, por supuesto, resultaría algo interesante—. Pero me parece que nuestra época ha transformado de tal modo el arte en una modalidad de inversión o de especulación que mucha gente ya no es capaz de ver la belleza de un objeto o de apreciarla si la ve: sólo ve el valor, la posibilidad de convertir el objeto en una cantidad de dinero determinada.
—¿Y eso es malo?
—Creo que sí —dijo ella con una mirada rápida, pero enseguida volvió a sonreír al agregar—: Claro que ya me conoces y sabes lo terriblemente esnob que soy. —En vista de que él no aprovechaba la oportunidad que ella le brindaba con su pausa para contradecirla, prosiguió—: Creo que, una vez hemos convertido la belleza en un valor financiero, podemos hacer cualquier cosa para conseguirla. Es decir, no me sorprendería que una persona matara para conseguir un cuadro del que sólo apreciara el valor en metálico, pero no puedo imaginar que alguien mate por un cuadro sólo porque lo admira y porque es obra de su pintor favorito. —Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá, cerró los ojos, los abrió y continuó—: Motivos diferentes hacen actuar a las personas de manera diferente. En resumen, me parece que la gente llega más lejos cuando persigue algo que se cifra en dinero que cuando busca la manifestación de la belleza.
—¿Y en este caso? —preguntó él.
—El asesinato queda bastante lejos —fue la respuesta.
—¿Y qué me dices del coleccionista loco que quiere acapararlo todo?
—Alguno habrá, probablemente, pero no creo que anden por ahí apuñalando a las jóvenes ni matando a las viejas para conseguir lo que desean. Además, nadie sabe todavía adónde irán a parar todas esas piezas, ¿verdad?
Brunetti movió la cabeza negativamente. Ésa era todavía una pregunta sin respuesta.
Ella rompió el silencio diciendo:
—Me estoy acordando de eso que siempre repites, Guido.
—¿De qué?
—Que la gente sólo mata por el dinero, por el sexo o por el poder. —Efectivamente, él solía decir eso, sencillamente, porque pocos indicios había encontrado de otros móviles—. Bien, puesto que Claudia era virgen y la
signora
Jacobs tenía más de ochenta años, creo que podemos descartar el sexo —prosiguió—. Por otra parte, no me parece que el poder haya sido un factor, ¿y a ti? —Él movió la cabeza negativamente y ella concluyó con la pregunta—: ¿Y bien?
A la mañana siguiente, cuando llegó a la
questura,
Brunetti seguía dando vueltas a las ideas de Paola. Subió directamente a su despacho, sin avisar a nadie de su llegada. Lo primero que hizo fue llamar a Lucia Mazzotti a Milán. Lo sorprendió que contestara la misma muchacha. Por el tono de su voz, parecía otra persona, sin asomo de timidez, y Brunetti se admiró de la capacidad de los jóvenes para superarlo todo. Empezó con los tópicos habituales pero, consciente de que la madre de la muchacha podía andar cerca, pasó rápidamente al motivo de su llamada y preguntó si Claudia le había hablado de alguien que se mostrara excesivamente solícito con ella o la importunara con sus atenciones. Se hizo el silencio en la línea. Al cabo de un rato, Lucia dijo: