Malas artes (20 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Malas artes
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Capítulo 18

Paola lo recibió con la noticia de que Marco Erizzo lo había llamado dos veces y había dejado el recado de que le urgía hablar con él. Ella había anotado al lado del teléfono el número del móvil de Marco, y Brunetti lo marcó inmediatamente, a pesar de que por la puerta de la cocina podía ver a su familia sentada a la mesa frente a unos humeantes
tagliatelle.

A la segunda señal, Marco contestó con su nombre.

—Soy yo, Guido, ¿qué ocurre?

—Tus hombres me buscan —dijo Marco, con voz tensa—. Pero prefiero que vengas tú a detenerme.

Pensando que quizá Marco había visto demasiada televisión, Brunetti preguntó:

—¿Qué dices, Marco? ¿Qué hombres? ¿Qué has hecho?

—Ya te conté lo que ocurría, ¿te acuerdas?

—¿Sobre el permiso de obras? Sí, me acuerdo. ¿De eso se trata?

—Sí. —Había parásitos en la línea.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Brunetti cuando cesó el chisporroteo.

—Era el arquitecto —dijo Marco—. Canalla. Era él. El permiso fue concedido hace tres meses, pero él me decía que no, que había que modificar ligeramente los planos, que así quizá los aprobaran. Y luego, como ya te conté, me dijo que un empleado del Comune le había pedido treinta millones de liras. Y, mientras tanto, yo he estado pagándole cada juego de planos y las horas que decía que pasaba trabajando para mí. —Calló, porque lo ahogaba la indignación.

—¿Cómo te has enterado?

—Ayer, mientras tomaba una copa con Angelo Costantini, entró un amigo suyo y, cuando nos presentó, él reconoció mi nombre, me dijo que trabajaba en la oficina de planificación y me preguntó cuándo pensaba ir a recoger el permiso de obras. —Hizo una pausa, para permitir a su amigo manifestar indignación o repulsa, pero en aquel momento Brunetti tenía toda la atención puesta en sus
tagliatelle,
cubiertos ahora con un plato boca abajo, en lo que él confiaba que fuera un intento eficaz para mantenerlos calientes.

—¿Qué hiciste, Marco? —preguntó, sin dejar de pensar en el almuerzo que estaba enfriándose rápidamente.

—Le pregunté de qué me hablaba, y él me dijo que el arquitecto les había comunicado, hará unos dos meses, que yo le había pedido que hiciera unas modificaciones en los planos y que tenía que discutirlas conmigo antes de presentar los definitivos.

—Pero, si el permiso ya estaba concedido, ¿por qué no te llamaron?

—Llamaron al arquitecto. Ha tenido suerte de que no lo matara.

Brunetti comprendió de pronto el motivo de la llamada.

—¿Qué ha pasado?

—Esta mañana he ido a su despacho —dijo Marco, y calló.

—¿Y qué has hecho?

—Decirle lo que sabía, lo que me había dicho el empleado de la oficina de planificación.

—¿Y él?

—Él me ha contestado que debía de haberlo entendido mal y que esta mañana iría a aclararlo. —Marco respiraba hondo, tratando de reprimir el furor—. Pero yo le he dicho que sabía lo que ocurría y que estaba despedido.

—¿Y?

—Me ha contestado que no podía despedirlo hasta que la obra estuviera terminada o que me demandaría por incumplimiento de contrato.

—¿Y?

La pausa era como la que solían hacer sus hijos, y Brunetti sabía que no tenía más que esperar.

—Y entonces le he pegado —dijo Marco al fin. Otra pausa y prosiguió—: Verlo allí sentado detrás de su gran mesa, llena de planos y proyectos, diciéndome que me demandaría si trataba de despedirlo, me ha sacado de quicio.

—¿Qué ha pasado?

—He dado la vuelta a la mesa; yo sólo quería agarrarlo… —Brunetti imaginó a Marco diciendo estas palabras delante de un juez y se estremeció—. Él se ha levantado y ha venido hacia mí.

Cuando le pareció que ésa era toda la explicación que Marco iba a darle, Brunetti dijo:

—Cuéntame exactamente lo que has hecho, Marco —dijo en el tono que usaba con sus hijos cuando traían malas notas del colegio.

—Ya te lo he dicho, le he pegado. —Y prosiguió, sin dar a Brunetti tiempo de decir algo—. Pero no muy fuerte. Ni siquiera lo he tirado al suelo, sólo ha sido como un empujón.

—¿Le has dado con el puño? —preguntó Brunetti, que creía necesario aclarar lo que podía significar «empujón».

Tras una larga pausa, Marco dijo:

—Más o menos.

Brunetti no ahondó más en eso y preguntó:

—¿Dónde?

—En la mandíbula, o la nariz.

—¿Y?

—Él se ha ido para atrás y ha quedado sentado en el sillón.

—¿Tenía sangre?

—No lo sé.

—¿Cómo?

—Me he marchado. Lo he mirado allí sentado y me he ido.

—Entonces, ¿por qué dices que mis hombres andan detrás de ti?

—Porque ésa es la clase de individuo que es. Habrá llamado a la policía y les habrá dicho que yo quería matarlo. Por eso quiero que sepas lo que ha pasado realmente.

—¿Es eso lo que ha pasado realmente, Marco?

—Te lo juro por mi madre.

—Está bien. ¿Qué quieres que haga?

Había auténtica sorpresa en la voz de Marco cuando dijo:

—Nada. ¿Por qué iba a querer que hicieras algo? Sólo quería que lo supieras.

—¿Dónde estás?

—En el restaurante.

—¿El de cerca de Rialto? —preguntó Brunetti.

—Sí. ¿Por qué?

—Estaré ahí dentro de cinco minutos. Espérame. No hagas nada ni hables con nadie. ¿Entendido, Marco? Con nadie. Y no llames a tu abogado.

—Está bien —dijo Marco hoscamente.

—Ahora mismo voy para allá —dijo Brunetti colgando el teléfono. Fue a la mesa, levantó el plato que cubría los
tagliatelle,
aspiró el aroma ahumado de la
ricotta
rallada y de la berenjena, volvió a taparlos, dio un beso a Paola en el pelo y dijo:

—He de ir a ver a Marco.

Cuando abría la puerta de la escalera, oyó decir a Chiara:

—Está bien, Raffi, para ti la mitad.

El restaurante estaba lleno, y en las mesas había cosas maravillosas: una pareja tenía delante unas langostas del tamaño de perros salchicha y, a su izquierda, un grupo de empresarios atacaba una fuente de marisco que hubiera podido alimentar a toda una aldea de Sri Lanka durante una semana.

Brunetti fue directamente a la cocina, donde encontró a Marco hablando con la
signora
Maria, la cocinera. Marco fue a su encuentro.

—¿Quieres comer? —preguntó.

Era uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y la
signora
Maria, con su talento culinario, había deparado a Brunetti gozos infinitos.

—Gracias, Marco, pero ya he almorzado en casa —dijo. Tomó del brazo a su amigo, apartándolo de María, que los siguió con una mirada de decepción, y del camino de un camarero que transportaba a la altura del hombro una bien surtida bandeja. Se quedaron en la puerta del almacén en el que se guardaban mantelerías y latas de tomate.

—¿Cómo se llama el arquitecto? —preguntó Brunetti.

—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó Marco, la misma voz huraña de antes.

Brunetti pensó en reservarse la explicación, pero luego decidió darla, aunque no fuera más que para hacer que Marco cambiara de tono.

—Porque ahora volveré a la
questura
y miraré si encuentro algo sobre él, si ha tenido algún tropiezo o tiene algún contencioso pendiente, y me jugaré el cargo amenazándolo con abusar de mi poder hasta que se avenga a no presentar cargos contra ti. —Había ido alzando la voz, y ahora advirtió que su enfado con Marco era muy parecido al que a veces le producían sus hijos—. ¿Satisfecho? Y ahora dame el nombre.

—Piero Sbrissa —dijo Marco—. Su estudio está en San Marco.

—Gracias —dijo Brunetti sorteando a Marco para volver al comedor, desde donde gritó—: Ya te llamaré. No hables con nadie. —Y se fue.

En la
questura,
Vianello pasó una hora delante del ordenador y Brunetti dos al teléfono, y al final uno y otro habían hallado indicios de que existía la posibilidad de persuadir al arquitecto Sbrissa de la conveniencia de no demandar a su cliente, Marco Erizzo. Al parecer, la tramitación de más de uno de los permisos de obra solicitados por el arquitecto se había demorado de manera injustificada, según dijeron a Brunetti tres de sus antiguos clientes. En todos los casos, el cliente había aceptado la sugerencia de Sbrissa de utilizar cierto método, no por ilegal menos frecuente, para resolver su problema, aunque ninguno de ellos quiso revelar la suma entregada. Vianello, por su parte, descubrió que Sbrissa había declarado haber percibido de Marco Erizzo durante el año anterior sólo dieciséis millones de liras, y la secretaria de Marco, cuando el inspector la llamó, dijo que tenían en sus archivos recibos firmados por más de cuarenta millones.

Brunetti llamó a un amigo que prestaba sus servicios en el cuartel de los
carabinieri
de San Zaccaria, quien le informó de que Sbrissa había llamado aquella mañana para dar parte de una agresión y había quedado en ir personalmente a hacer la denuncia formal, cuando lo hubiera visto un médico. Brunetti pasó a su amigo los datos fiscales de Sbrissa y le preguntó si creía poder convencer al
architetto
de que recapacitara sobre su decisión de presentar la denuncia. El
carabiniere
dijo que le plantearía la situación personalmente y que estaba seguro de que el
signor
Sbrissa sabría elegir el mejor camino.

Cuando Brunetti llamó a Marco para decirle que el asunto estaba prácticamente resuelto, su amigo no podía creerlo. Quería saber qué había hecho Brunetti, y cuando éste se negó a revelárselo, Marco quedó en silencio un momento y luego soltó que estaba
disonorato
por haber pedido ayuda a la policía.

Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir el comentario que le subía a los labios, y se limitó a decir:

—Somos amigos, Marco, y no se hable más.

—Pero tienes que dejar que haga algo por ti.

—Está bien. Algo puedes hacer —dijo Brunetti rápidamente.

—Bien. ¿Qué es? Lo que sea.

—La próxima vez que vayamos al restaurante, di a la
signora
Maria que dé a Paola la receta del relleno de los mejillones.

Marco tardó mucho en contestar y al fin dijo, entre apenado y dolido:

—Eso es chantaje. No querrá.

—Lástima que no fuera la
signora
Maria la que pegara a Sbrissa.

—Ni aun así te la daría —dijo Marco con resignación—. Esa mujer preferiría ir a la cárcel antes que revelar el secreto de los mejillones.

—Me lo temía —dijo Brunetti que, después de asegurar a Marco que pensaría en la manera de permitirle pagar el favor, colgó el teléfono.

Este incidente, aunque gratificante en el ámbito personal, en nada contribuía a iluminar lo que Brunetti se planteaba como el triángulo Leonardo, Guzzardi, Filipetto. Bajó al despacho de la
signorina
Elettra, y vio que ya se había marchado, lo que no era de extrañar, puesto que faltaba poco para las cinco y ella solía quejarse de lo tediosas que eran las dos últimas horas de la jornada. Cuando daba media vuelta para marcharse, se abrió la puerta del despacho del
vicequestore
Patta y apareció éste en persona, con el abrigo gris tórtola doblado sobre un brazo y una cartera nueva, que Brunetti identificó inmediatamente como de Bottega Veneta, en la mano izquierda.

—Ah, Brunetti —dijo Patta al verlo—. Dentro de veinte minutos tengo una reunión con el
pretore.

Brunetti, a quien tenía sin cuidado si Patta iba a trabajar o no y a qué horas entraba y salía, encontraba interesante aquella reacción casi pavloviana del hombre, consistente en escudarse en la mentira, y se preguntaba si su superior tendría intención de dedicarse a la política cuando se retirara de la policía.

—Entonces no le entretengo, señor —dijo Brunetti, haciéndose a un lado para dejar paso al superior.

—¿Alguna novedad en…? —empezó Patta que, incapaz de recordar el apellido de Claudia, agregó—: El asesinato de esa muchacha.

—Estoy recogiendo información —dijo Brunetti.

Patta, lanzando una rápida mirada al reloj, murmuró un distraído:

—Bien, bien —saludó y se fue.

Brunetti sentía curiosidad por saber si la
signorina
Elettra había averiguado algo, pero no se atrevía a tocar su ordenador: de haber descubierto algo importante, se lo hubiera dicho. Por otra parte, dada la suspicacia con que ella miraba a algunos de los hombres que trabajaban en la
questura,
la información que pudiera contener su ordenador sin duda estaría protegida por barreras y laberintos insalvables para cualquiera que intentara acceder a ella.

Brunetti volvió a su despacho y estuvo hojeando la carpeta del asesinato de Claudia hasta que encontró el número de teléfono de la compañera de piso. Marcó el prefijo de Milán, luego el número y no tardó en hablar con la madre, que accedió a llamar al teléfono a la muchacha, no sin advertir a Brunetti que no debía atosigarla y que ella estaría escuchando por el supletorio.

Pero la llamada resultó inútil, porque Lucia no recordaba haber oído a Claudia mencionar el nombre de Filipetto, ni hablar de notario alguno. Brunetti, consciente de la silenciosa presencia de la madre, se abstuvo de preguntar a la muchacha cómo se encontraba, y cuando Lucia se interesó por el estado de la investigación, él no pudo decirle sino que estaban siguiendo varias pistas y confiaban en que pronto habría novedades. Irritaba a Brunetti tener que oírse a sí mismo utilizar semejantes tópicos.

Después de aquello, con el eco de palabras insustanciales resonándole en los oídos, Brunetti se sentía incapaz de concentrarse en tarea alguna, y abandonó la
questura,
se encaminó hacia Rialto y su casa. Al llegar al puesto de quesos de Piero, donde hubiera tenido que torcer a la izquierda, siguió en línea recta, adentrándose en Santa Croce, en dirección a
campo
San Boldo. No se paró hasta encontrarse frente a la casa de la
signora
Jacobs. Pulsó el timbre.

Tuvo que esperar un buen rato para oír la voz grave que preguntaba quién llamaba.

—El comisario Brunetti —respondió él.

—Ya le dije que no quiero hablar con usted —dijo ella, con tono más de cansancio que de irritación.

—Pero yo sí tengo que hablar con usted,
signora.

—¿De qué?

—Del
notaio
Filipetto.

—¿De quién? —preguntó ella, después de una larga pausa.

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