Brunetti tomó otra silla y la puso a un metro de la de Lucia, situándola frente a la ventana, para exponer su propia cara a la luz y dejar la de ella en sombra. Deseaba mostrarse franco para darle confianza, a fin de que se relajara y hablara abiertamente. La miró con una sonrisa que él pretendía tranquilizadora. La muchacha tenía los ojos verdes, tan frecuentes entre las pelirrojas, enrojecidos ahora por las lágrimas.
—Quiero que sepa lo mucho que lamento lo ocurrido,
signorina
—empezó diciendo Brunetti—. La
signora
Gallante nos ha dicho lo buena que era Claudia. Debe de ser muy doloroso para usted perder a una amiga como ella.
Lucia inclinó la cabeza y asintió.
—¿Podría hablarme un poco de su amistad? ¿Cuánto tiempo hacía que vivían juntas?
La voz de la muchacha era muy fina, casi inaudible, pero Brunetti, inclinándose hacia adelante, consiguió oírla.
—Yo vine hace un año. Claudia y yo estudiábamos en la misma Facultad, íbamos juntas a varias clases, y cuando su anterior compañera decidió dejar los estudios, me preguntó si quería su habitación.
—¿Cuánto tiempo llevaba aquí Claudia?
—No sé, un año o dos cuando yo llegué.
—Venía usted de Milán, ¿verdad?
La muchacha, que seguía mirando al suelo, movió la cabeza afirmativamente.
—¿Sabe de dónde era Claudia?
—Creo que de aquí.
En un primer momento, Brunetti no estaba seguro de haber oído bien.
—¿De Venecia? —preguntó.
—Sí, señor. Pero había ido al colegio en Roma.
—¿Y alquiló un apartamento en lugar de vivir con sus padres?
—No creo que tuviera padres —dijo Lucia, y entonces, como dándose cuenta de que la frase parecía grotesca, miró de frente a Brunetti por primera vez y aclaró—: Me parece que han muerto.
—¿Los dos?
—El padre, sí, ella me lo dijo.
—¿Y la madre?
Lucia reflexionó.
—La madre, no estoy segura. Siempre supuse que había muerto, pero Claudia nunca lo dijo.
—¿No le pareció extraño que, siendo tan jóvenes como debían de ser sus padres, hubieran muerto los dos?
Lucia movió la cabeza negativamente.
—¿Claudia tenía muchos amigos?
—¿Amigos?
—Compañeros de clase, gente que viniera a estudiar, a comer algo o a charlar simplemente.
—Chicos y chicas de la Facultad venían a estudiar a veces, pero nadie en particular.
—¿Claudia tenía algún amigo?
—¿Quiere decir un
fidanzato
? —preguntó Lucia con un tono que daba a entender claramente que no lo tenía.
—O alguien con quien saliera de vez en cuando.
Nuevamente, Lucia negó con un movimiento de la cabeza.
—¿Sabe de alguna persona allegada a ella?
Lucia pensó antes de responder.
—La única persona de la que le oí hablar o con la que hablaba por teléfono era una mujer a la que ella llamaba abuela, pero no lo era.
—¿Se refiere a Hedi? —dijo Brunetti, preguntándose cuál sería la reacción de Lucia al saber que la policía ya conocía la existencia de esa mujer.
Evidentemente, a Lucia le pareció perfectamente natural, porque respondió:
—Sí, creo que era alemana o austriaca. Por teléfono hablaban en alemán.
—¿Usted sabe alemán, Lucia? —preguntó Brunetti, utilizando por primera vez su nombre de pila, para, con esa muestra de familiaridad, animarla a responder con más confianza.
—No, señor. Nunca supe de qué hablaban.
—¿No sentía curiosidad?
Ella pareció sorprendida por la pregunta. ¿Qué interés podía tener una conversación entre su compañera de piso y una extranjera vieja?
—¿Nunca vio a esa mujer?
—No. Pero Claudia iba a su casa. A veces traía galletas o una especie de pastel con almendras. Yo no preguntaba, pero suponía que se lo daba ella.
—¿Por qué lo suponía, Lucia?
—Pues no sé. Quizá porque nadie que yo conozca hace esa clase de pasteles. Con canela y nueces.
Brunetti asintió.
—¿Recuerda algo que Claudia dijera respecto a ella?
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, por qué la consideraba… en fin, su abuela adoptiva. O dónde vivía.
—Creo que debe de vivir en la ciudad.
—¿Por qué, Lucia?
—Porque, cuando venía con los pasteles, no había estado fuera mucho tiempo, quiero decir, tiempo suficiente como para ir y volver de otro sitio. —Lo pensó un momento—. No podía ser el Lido, bueno, podía ser el Lido, porque se puede ir y volver en poco tiempo, pero recuerdo que Claudia dijo una vez… no sé de qué estábamos hablando… que hacía años que no iba al Lido.
Brunetti fue a hacer otra pregunta, pero Lucia se volvió de repente hacia el médico:
—¿Doctor, tengo que seguir?
Sin consultar con Brunetti, el joven respondió:
—No, si no quiere,
signorina.
—No quiero —dijo ella—. Eso es todo lo que tengo que decir. —Miraba al médico al hablar, desentendiéndose de Brunetti por completo.
El comisario, aceptando con resignación la eventualidad de tener que proseguir el interrogatorio en Milán o por teléfono, se puso en pie diciendo:
—Le estoy muy agradecido por su ayuda —y, mirando al médico, dijo—: Y por la suya,
dottore.
—Finalmente, dirigiéndose a ambos, añadió—: La
signora
Gallante ha preparado tila y estará encantada de ofrecerles una taza. —Se encaminó hacia la puerta del apartamento, se volvió un momento, como si fuera a decir algo más, pero cambió de idea y se marchó.
Vianello lo alcanzó en el rellano.
—¿Volvemos al apartamento, comisario?
En respuesta, Brunetti empezó a subir la escalera. El agente de uniforme seguía en la puerta y, cuando ellos llegaban a los últimos peldaños, dijo:
—Ya se la han llevado, comisario.
—Puede usted volver a la
questura
—respondió Brunetti, y entró en el apartamento.
La alfombra seguía en el centro de la habitación, y ahora el descolorido fleco estaba liso, como si lo hubieran peinado. Brunetti sacó los guantes del bolsillo de la chaqueta y volvió a ponérselos. La capa de polvo gris de la superficie de los muebles indicaba que los técnicos habían estado tomando huellas.
Por muchas que fueran las veces que Brunetti había indagado en las pertenencias de una víctima de asesinato, aún sentía escrúpulos ante la tarea. Había que hurgar y revolver, tantear, palpar y forzar el medio material del que la muerte había arrancado violentamente a un ser humano y, por más que se esforzaba en mantener la ecuanimidad, no podía reprimir la excitación cuando descubría el indicio que buscaba. «¿Será esto lo que siente un
voyeur?»,
se preguntaba.
Vianello desapareció en dirección a los dormitorios y Brunetti se quedó en la sala, consciente de que le costaba trabajo dar la espalda al lugar en el que había estado ella. Justo en el sitio apropiado, encima de la guía telefónica de la ciudad, a la izquierda del aparato, encontró una libretita de teléfonos. La abrió y empezó a leer. Hasta llegar a la J no encontró lo que podía ser lo que buscaba: «Jacobs.» Hojeó la libreta hasta el final, pero, aparte de «aspirador» y «ordenador», Jacobs era la única anotación que no correspondía a un apellido terminado en vocal. Además, el número empezaba por 52, no tenía prefijo de otra ciudad, como otros. Durante un momento, pensó en marcar, pero enseguida comprendió que, si esa mujer quería a Claudia, el teléfono no era el mejor medio de darle la noticia.
Entonces abrió el listín telefónico de la ciudad y buscó la J. Entre las pocas entradas que empezaban por esa letra, enseguida encontró: «Jacobs, H.» y una dirección de Santa Croce. Después, la intuición de haber encontrado ya lo más importante le impidió dedicar gran interés al resto de la búsqueda. Vianello, al salir de la habitación de Lucia, sólo dijo:
—Al parecer, la
signorina
Lucia reparte el tiempo entre el imperio bizantino y la novela romántica.
Brunetti, que ya había puesto en antecedentes a Vianello sobre la visita de Claudia a su despacho y su extraña consulta, dijo:
—Me parece que ya he encontrado a la abuela que nos faltaba.
El inspector, metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta en busca del
telefonino,
preguntó:
—¿Quiere llamarla para anunciarle su visita?
Brunetti rechazó el ofrecimiento con un ademán y resistió la tentación de indicar a Vianello que tenían un teléfono fijo a su lado y que podían prescindir de su móvil.
—No; se alarmaría al saber que la llamaba la policía y tendría que decírselo. Vale más ir a hablar con ella personalmente.
—¿Quiere que lo acompañe? —preguntó Vianello.
—No, muchas gracias. Vaya a almorzar. Además, quizá sea mejor para ella hablar con uno solo de nosotros. Antes de marcharse, pregunte a los otros vecinos qué saben de las chicas y si vieron u oyeron algo anoche. Mañana empezaremos a preguntar en la universidad; quizá mi mujer pueda decirnos algo sobre la muchacha, quiénes eran sus amigos y sus otros profesores. Cuando vuelva a la
questura,
pida a la
signorina
Elettra que vea qué encuentra sobre Claudia Leonardo o esta Hedi… Hedwig, seguramente… Jacobs. Y, de paso, si hay algo sobre Luca Guzzardi.
—Se alegrará del encargo, imagino —dijo Vianello con un tono que quería ser neutro.
—Sin duda. Dígale que me interesa todo lo que pueda haber, aunque se remonte al tiempo de la guerra.
Vianello fue a hacer un comentario, quizá sobre la
signorina
Elettra, pero pareció cambiar de idea y dijo únicamente:
—Se lo diré.
Brunetti sabía que la dirección de Santa Croce tenía que estar cerca de San Giacomo dell'Orio, por lo que fue andando a Accademia, donde tomó el Uno hasta San Stae. Desde allí, guiándose por el instinto, no tardó en llegar a
campo
San Boldo. Al observar que los números del
campo
eran próximos al que buscaba, entró en un estanco a preguntar. El
tabaccaio
dijo no estar seguro y entonces Brunetti explicó que buscaba a una anciana austriaca, a lo que el hombre respondió con una sonrisa:
—La
signora
Hedi es una buena clienta, porque fuma como una chimenea y también por mantenerme en forma, pues me hace que le suba el tabaco. Ha pasado usted por delante de su casa. Es la tercera puerta, a mano derecha.
En la tercera puerta de mano derecha, en el rótulo del timbre correspondiente al segundo piso, Brunetti leyó «Jacobs». Al ir a levantar la mano para oprimir el pulsador, tuvo un súbito acceso de agotamiento. Demasiadas veces había tenido que dar esa terrible noticia, y se resistía a repetir la escena. Cuánto más fácil no sería todo si las víctimas no tuvieran familia, si fueran personas solitarias y sin amor, cuya muerte no levantara olas que hacían zozobrar otras vidas.
Sabiéndose incapaz de combatir ese abatimiento, esperó a que la sensación se mitigara y, minutos después, llamó al timbre. Al cabo de un rato, una voz grave, pero de mujer, dijo por el micrófono de la entrada.
—¿Quién es?
—Tengo que hablar con usted,
signora
Jacobs —fue lo mejor que se le ocurrió decir.
—Yo no hablo con nadie —respondió ella, y colgó.
Brunetti volvió a llamar, y mantuvo el dedo en el pulsador hasta que oyó gritar a la mujer:
—¿Quién es usted?
El tono era perentorio, sin el menor asomo de miedo.
—El comisario Guido Brunetti,
signora,
de la policía. He de hablar con usted.
Siguió una larga pausa, y ella preguntó:
—¿De qué?
—De Claudia Leonardo.
El sonido que oyó él podía ser un simple parásito, o podía ser un jadeo. La puerta se abrió con un chasquido y él entró. En el zaguán, apenas iluminado por una bombillita en un sucio globo de cristal, el suelo verdeaba de moho. Mientras subía, el comisario observó que el verdín menguaba a medida que crecía la altura. En el primer rellano, otra débil bombilla se reflejaba en un suelo de mármol con dibujo de medallones octogonales. A su izquierda, en el vano de la única puerta, robusta y blindada, había una mujer alta, con la espalda encorvada y el pelo blanco, recogido en una complicada corona de trenzas, un peinado que él había visto en fotografías de los años treinta y cuarenta. La mujer estaba apoyada con las dos manos en el puño de marfil de un bastón. Sus ojos grises, levemente empañados por el velo de la edad, no por ello eran menos suspicaces.
—Lamento traerle una muy mala noticia
signora
Jacobs —dijo Brunetti parándose frente a la puerta. Observaba la cara de la mujer, escrutando su reacción, pero ella permaneció impasible.
—Vale más que entremos, para que pueda oírla sentada. —Esta frase, ya más larga, revelaba un ligero acento teutónico—. Estoy mal del corazón y las piernas no me sostienen. No puedo estar de pie.
Dando media vuelta, la mujer se metió en el apartamento. Brunetti cerró la puerta y la siguió. Inmediatamente, su olfato le dijo que tenía razón el estanquero: si hubiera podido meterse en un cenicero, no hubiera notado un olor más agrio y penetrante, y se preguntó cuánto tiempo haría que allí no se abría una ventana.
Ella lo precedía por un ancho corredor y, al principio, Brunetti mantenía la mirada fija en la espalda de la mujer, temiendo que el solo anuncio de una mala noticia pudiera hacerle perder el equilibrio. Pero ella parecía caminar con paso firme, aunque lento, y él empezó a prestar atención al entorno. Al mirar en derredor, no pudo menos que pararse, atónito por el derroche de la belleza esparcida a uno y otro lado del corredor.
Las pinturas y dibujos cubrían literalmente las paredes, hombro con hombro, como una multitud que esperase el autobús. Eran cuadros heterogéneos: Brunetti vio lo que tenía que ser un pequeño Degas de la célebre bailarina sentada; lo que parecía una pera, aunque una pera como sólo Cézanne podía pintar una pera; una Virgen de pesados párpados de la escuela de Siena y lo que sin duda era un dibujo de Goya, de un pelotón de fusilamiento.
Brunetti se había quedado petrificado como la mujer de Lot, cuando a su izquierda sonó una voz:
—¿Va usted a entrar y decir lo que tenga que decirme, comisario?
Él se volvió y, dejando vagar la mirada sobre lo que podía ser un diminuto Memling, una serie de dibujos de Otto Dix y un desnudo inidentificable y nada erótico, siguió a la voz hasta la sala. Allí, nuevamente, fueron asaltados sus sentidos: el olor era más intenso, tan penetrante que le parecía notar cómo le impregnaba la tela de la americana; y los objetos carecían hasta del mínimo orden que se apreciaba en los del corredor. Toda una pared estaba cubierta de miniaturas persas o indias en marcos dorados, una treintena por lo menos. En la pared de su izquierda había tres azulejos
iznik
que incluso él pudo identificar, además de una extensa colección de platos de cerámica y azulejos de Oriente Próximo y de un crucifijo de madera de tamaño natural. A su derecha, vio dibujos a pluma, pero, antes de que pudiera mirarlos más detenidamente, atrajo su atención la mujer, que se sentaba pesadamente en un sillón de terciopelo.