«Se suponía que el encargado de hacer bajar a los clientes era Fischer —explicaba Beidleman—. Habíamos quedado así. Yo le comenté que, como tercer guía, no me veía capaz de decir a un cliente que había pagado sesenta y cinco mil dólares que tenía que volverse a casa. Scott consintió en asumir esa responsabilidad. Pero, por alguna razón, el caso es que no lo hizo». De hecho, los únicos en conquistar la cima antes de las dos de la tarde fuimos Boukreev, Harris, Beidleman, Adams, Schoening y yo; si Fischer y Hall hubieran cumplido lo pactado, todos los demás habrían tenido que dar marcha atrás antes de hacer cumbre.
Pese a la preocupación de Beidleman respecto de lo avanzado de la hora, él no disponía de radio, así que no podía discutir el asunto con Fischer. Lopsang —que sí llevaba radio— no había llegado aún ni se le veía subiendo. Aquella mañana, cuando Beidleman había encontrado a Lopsang en el Balcón, vomitando en la nieve, había cogido las cuerdas del sherpa para fijarlas en el difícil tramo de roca. Sin embargo, como ahora lamenta, «ni siquiera se me ocurrió llevarme también la radio».
El resultado, recordaba Beidleman, fue que «al final estuve un buen rato sentado en la cima, mirando el reloj y esperando a que llegase Scott. Cada vez que me decidía a bajar, aparecía otro de nuestros clientes por la cresta y yo tenía que sentarme otra vez a esperar».
Sandy Pittman asomó por la pendiente final hacia las 14:10, ligeramente por delante de Charlotte Fox, Lopsang Jangbu, Tim Madsen y Lene Gammelgaard. Pero Pittman iba muy despacio y, poco antes de alcanzar la cima, cayó de rodillas en la nieve. Cuando Lopsang fue a ayudarla descubrió que la tercera botella de oxígeno se le había agotado. A primera hora de la mañana, cuando había empezado a remolcar a Pittman, Lopsang le había abierto la válvula al máximo —cuatro litros por minuto— y en consecuencia el oxígeno se había agotado relativamente deprisa. Por suerte, Lopsang —que no utilizaba oxígeno— llevaba un envase de sobra en la mochila. Luego ajustó la careta y el regulador de Pittman a la botella nueva y subieron los últimos metros hasta la cima para sumarse a quienes ya celebraban el triunfo.
Rob Hall, Mike Groom y Yasuko Namba alcanzaron la cumbre más o menos a esa hora, y Hall llamó por radio a Helen Wilton para darle la buena noticia. «Rob dijo que hacía frío y mucho viento —recuerda Wilton—, pero parecía contento. Luego dijo: “Doug está subiendo también; en cuanto llegue, empezaremos a bajar… Si no tienes noticias mías, quiere decir que todo va bien”». Wilton informó a la oficina de Adventure Consultants en Nueva Zelanda, y a continuación se enviaron montones de faxes a amigos y familiares repartidos por todo el mundo, anunciando la feliz culminación de la expedición.
Pero Doug Hansen no estaba a un paso de la cima, como pensaba Hall, y Fischer tampoco. De hecho, eran las 15:40 cuando éste alcanzó la cima, y Hansen no lo logró hasta pasadas las cuatro.
La tarde del jueves 9 de mayo, cuando subimos del campo III al IV Fischer no llegó a las tiendas del collado Sur hasta las 17:00. Aunque su cansancio era visible, él hizo lo que pudo por disimularlo. «Aquella tarde —declara su compañera de tienda, Charlotte Fox—, no imaginé que Scott pudiera estar enfermo. Se mostró fogoso y entusiasta, animando a todo el mundo como un entrenador antes de la gran final».
En realidad el esfuerzo físico y mental de las pasadas semanas tenía a Fischer prácticamente agotado. Había estado derrochando energías, y aunque poseía unas reservas extraordinarias, a su llegada al campamento casi se había vaciado. «Scott era fuerte —dijo Boukreev después de la expedición—, pero antes del ataque a la cima lo vi cansado, con muchos problemas, gastando demasiadas fuerzas. Siempre preocupándose por todo. Scott estaba nervioso, pero se lo guardaba para él».
Por otra parte, Fischer ocultó a todos que durante el ataque a cumbre estaba como para ingresar en una clínica. En 1984, en el transcurso de una expedición al macizo del Annapurna, había sufrido una misteriosa dolencia que degeneró en hepatitis crónica. Fischer había consultado a muchos médicos y había sido sometido a una serie de pruebas y análisis, sin que llegara a obtenerse un diagnóstico definitivo. Él lo llamaba un «quiste en el hígado», hablaba de ello con muy poca gente y trataba de aparentar que no era motivo de preocupación.
«Fuera cual fuese la enfermedad —dice Jane Bromet, una de las pocas personas que estaba al corriente de ésta—, los síntomas son de malaria, pero sin ser malaria. Tenía sudores intensos y le daban temblores. Se quedaba hecho polvo, pero las crisis sólo duraban diez o quince minutos, y luego se le pasaba. En Seattle solía tener esos ataques casi una vez por semana, o incluso más a menudo si estaba nervioso por algún motivo. En el campamento base llegó a tenerlos día sí, día no, e incluso todos los días».
Si Fischer sufrió esos ataques a partir del campamento IV no se lo dijo a nadie. Fox dijo que tan pronto como entró en la tienda el jueves por la tarde, Scott «cayó redondo y estuvo durmiendo durante dos horas seguidas». A las diez de la noche despertó y empezó a prepararse a un ritmo muy lento, y no dejó el campamento hasta mucho después de que todos sus clientes y sherpas hubieran partido hacia la cima.
No está claro a qué hora abandonó Fischer el campamento IV; posiblemente hacia la una de la madrugada del viernes. Durante toda la ascensión se mantuvo muy rezagado, y no llegó a la Antecima hasta eso de las 13:00. Yo lo vi a las 14:45, ya de bajada, mientras esperaba en el escalón Hillary con Andy Harris a que se despejara el camino. Fischer era el último de la cordada y venía muy agotado.
Tras intercambiar cuatro “gracias” con nosotros, Scott habló un momento con Martin Adams y Anatoli Boukreev, que esperaban un poco más arriba para hacer el descenso del escalón.
—Oye, Martin —dijo Fischer con la mascarilla puesta, afectando un tono de broma—. ¿Te ves capaz de hacer el Everest?
—Oye, Scott —replicó Adams, al parecer molesto porque Fischer no lo había felicitado—, de eso precisamente vengo.
Fischer cruzó después unas palabras con Boukreev. Por lo que Adams recuerda, Boukreev le dijo a Fischer: «Voy a bajar con Martin». Así que Fischer empezó a subir pesadamente hacia la cima mientras Harris, Boukreev, Adams y yo iniciábamos el rapel por el escalón. Nadie comentó el mal estado de Fischer. A ninguno se le ocurrió pensar que tuviera problemas.
El viernes a las 15:10, Scott Fischer aún no había llegado a la cima, dice Beidleman, y añade: «Decidí que era el momento de bajar a toda prisa, aunque Scott todavía no hubiese aparecido». Reunió a Pittman, Gammelgaard, Fox y Madsen y empezó a guiarlos cresta abajo. Veinte minutos después, antes de llegar al escalón Hillary, toparon con Fischer. «La verdad es que no le dije nada —recuerda Beidleman—. Él levantó un poco la mano. Daba la impresión de estar pasándolo mal, pero era Scott, así que no me alarmé demasiado. Supuse que llegaría a la cima y nos alcanzaría enseguida para ayudar a los clientes en el descenso».
En aquel momento Beidleman estaba más preocupado por Sandy Pittman: «Todos íbamos ya un poco tocados, pero Sandy era la que tenía peor aspecto. Pensé que si no la vigilaba de cerca, era bastante probable que cayera por la cresta. Me aseguré de que fuera enganchada a la cuerda, y allí donde la vía no estaba equipada la agarraba por detrás y no la soltaba hasta que se aseguraba al siguiente tramo de cuerda. Estaba tan agotada que ni siquiera sé si se dio cuenta de que yo la ayudaba».
Un poco más abajo de la cima Sur, mientras los escaladores descendían entre nubes y nieve, Pittman se derrumbó otra vez y pidió a Fox que le inyectara dexametasona. Se trata de un potente corticoide capaz de anular momentáneamente los efectos mortales de la altitud; para casos de emergencia, cada miembro del equipo de Fischer portaba una jeringa preparada de antemano dentro de una funda de cepillo de dientes, para que el esteroide no se congelara. «Le aparté un poco el pantalón —recuerda Charlotte Fox— y le clavé la aguja en la cadera, a través de las bragas».
Beidleman, que se había demorado en la Antecima para hacer el inventario de las botellas de oxígeno, apareció en ese momento y vio que Fox aplicaba la inyección a Pittman, que estaba boca abajo sobre la nieve. «Cuando gané la cuesta y vi a Sandy tumbada en el suelo, y a Charlotte a su lado empuñando la aguja hipodérmica, pensé: 'Joder, esto va mal". Pregunté a Sandy qué le pasaba, pero la pobre no logró articular más que un balbuceo inconexo». Muy preocupado, Beidleman ordenó a Gammelgaard que cambiara su botella llena por la casi vacía de Pittman, se cercioró de que el regulador estuviera a tope, agarró por el arnés a Pittman, ya semicomatosa, y empezó a arrastrarla por la pendiente de la arista. «En cuanto conseguía hacerla patinar por la pendiente —explica Beidleman—, la soltaba e iba resbalando delante de ella. Cada cincuenta metros me detenía, agarraba la cuerda fija con las dos manos y apuntalaba el peso para frenar su descenso con el cuerpo. La primera vez que Sandy chocó conmigo, las puntas de sus crampones me rajaron la ropa y salieron plumas volando por todas partes». Al cabo de unos veinte minutos, por fortuna, la inyección y la dosis extra de oxígeno reavivaron a Pittman, que pudo reanudar el descenso por su propio pie.
Alrededor de las 17:00, mientras Beidleman bajaba con varios clientes, ciento cincuenta metros más abajo Mike Groom y Yasuko Namba llegaban al Balcón. Desde este promontorio, a 8.400 metros de altitud, la ruta tuerce bruscamente hacia el sur en dirección al campamento IV. Pero cuando Groom miró hacia el lado opuesto —esto es, al lado norte de la cresta— reparó, entre remolinos de nieve y con la luz del día a punto de extinguirse, en un escalador que se desviaba mucho de la ruta: era Martin Adams, que, desorientado por la tormenta, había empezado a descender por la cara del Kangshung, hacia Tíbet.
En cuanto Adams vio a Groom y a Namba encima de él, comprendió su error y subió de nuevo hacia el Balcón. «Martin estaba en las últimas cuando consiguió llegar adonde estábamos Yasuko y yo —recuerda Groom—. No llevaba mascarilla y tenía la cara cubierta de nieve. ¿Por dónde se va a las tiendas? Preguntó». Groom señaló con el dedo y Adams enfiló rápidamente la ruta correcta siguiendo la senda que yo mismo había abierto diez minutos antes.
Mientras Groom esperaba a que Adams trepara a la cresta, envió a Namba por delante y se entretuvo buscando una funda de cámara que había dejado allí en la subida. Mientras lo hacía, se percató de que en el Balcón había otra persona. «Como estaba medio oculto por la nieve, creí que se trataba de algún miembro del equipo de Fischer y no hice caso. Pero luego se plantó delante de mí y me dijo: “Eh, Mike”. Resultó que era Beck».
Tan sorprendido como antes lo había estado yo de ver allí a Beck, Groom sacó su cuerda, se ató al texano y empezaron a descender hacia el collado Sur. «Beck no veía nada —añade Groom—, hasta el punto de que cada diez metros daba un paso hacia el vacío y yo tenía que pescarlo con la cuerda. Temí que me hiciese caer a mí también. Era exasperante. Debía procurarme un buen agarre del piolet y que todos mis puntos de apoyo tuvieran debajo algo bien sólido».
Siguiendo las huellas que yo había dejado quince o veinte minutos antes, Beidleman y el resto de los clientes de Fischer empezaron a descender en medio de la ventisca. Adams iba detrás de mí, por delante de los demás; luego venían Namba, Groom y Weathers, Schoening y Gammelgaard, Beidleman y, por último, Pittman, Fox y Madsen.
Ciento cincuenta metros por encima del collado Sur, donde el repecho de caliza dejaba paso a una suave pendiente de nieve, Namba, la pequeña japonesa, se quedó sin oxígeno y se sentó en el suelo, negándose a seguir. «Cuando intenté quitarle la mascarilla para que pudiera respirar mejor —recuerda Groom—, Yasuko insistió en ponérsela otra vez. No hubo manera de convencerla de que ya no le quedaba oxígeno, que en realidad la mascarilla estaba asfixiándola. Beck estaba tan débil que no podía andar por sí solo, y yo lo llevaba casi colgado del hombro. Menos mal que entonces nos alcanzó Neal». Beidleman vio que Groom tenía las manos ocupadas con Weathers, y empezó a arrastrar a Namba hacia el campamento IV pese a que la japonesa no formaba parte del equipo de Fischer.
Eran ya las 18:45 y casi de noche. Beidleman, Groom, los clientes y dos sherpas de Fischer —Tashi Tshering y Ngawang Dorje— que habían aparecido a última hora de entre la niebla formaban ahora un único grupo. Aunque avanzaban muy despacio, habían conseguido llegar a unos sesenta metros en vertical del campamento IV. Yo me encontraba a un paso de las tiendas, apenas un cuarto de hora por delante de la vanguardia del grupo de Beidleman. Pero en ese breve lapso, la tormenta mudó bruscamente a huracán y la visibilidad se redujo a menos de seis metros.
Para evitar aquel peligroso paso de hielo, Beidleman llevó a su grupo por una ruta indirecta que se desviaba hacia el este, donde la pendiente era mucho menos empinada, y alrededor de las 19:30 llegaron sin novedad a la amplia planicie del collado. Para entonces, sin embargo, sólo tres de ellos tenían frontales que funcionaran y todo el mundo estaba al borde del derrumbe físico. Fox dependía cada vez más de Madsen; Weathers y Namba eran incapaces de andar si no los sostenían Groom y Beidleman, respectivamente.
Beidleman sabía que estaban en el lado tibetano del collado y que las tiendas quedaban hacia el oeste, pero para moverse en esa dirección había que andar con el viento de cara y hacia el corazón de la tormenta. Los gránulos de hielo y nieve empujados por el viento se clavaban con violencia en la cara de los escaladores y les lastimaban los ojos, con lo que les resultaba imposible ver hacia dónde se dirigían. «Hacía tanto daño —explica Schoening— que, inevitablemente, fuimos apartándonos del viento y desviándonos hacia la izquierda, y por eso equivocamos el camino.
»A veces no veías tus propios pies. Llegué a pensar que si alguien caía o se apartaba un poco del grupo, ya no volveríamos a verle. En cuanto llegamos a la explanada del collado Sur, empezamos a seguir a los sherpas; yo suponía que sabían dónde quedaban las tiendas. De pronto se detuvieron y volvieron atrás; era evidente que nos habíamos extraviado. En ese momento sentí un vahído en el estómago. Fue el primer indicio de que estábamos en un aprieto».
Beidleman, Groom, los dos sherpas y los siete clientes caminaron a ciegas durante dos horas en pleno temporal, cada vez más cansados e hipotérmicos. En un momento dado encontraron un par de botellas de oxígeno desechadas, que les dieron esperanzas, pero no consiguieron localizar las tiendas. «Era el caos absoluto —dice Beidleman—. Íbamos a la deriva, yo chillando a todo el mundo tratando de que siguieran a un solo guía. Finalmente, debían de ser las diez, al superar un collado me pareció que estaba al borde mismo del abismo. Se notaba que más allá había un enorme vacío».