Los sherpas de Mal Duff habían anclado una cuerda estática que se extendía desde la base de la cascada hasta su cabecera. Atada a mi cintura llevaba una correa de seguridad de un metro de longitud con un mosquetón en la parte más alejada del centro. La técnica no consistía en ir atado a un compañero, sino más bien en ajustar la correa a la cuerda fija e ir deslizándola a medida que se ascendía. Escalar de esta manera permitía avanzar a la máxima velocidad por las partes más peligrosas de la cascada, y no había que depositar la confianza en compañeros cuya experiencia desconocíamos. A la postre, resultó que en ningún momento de la expedición tuve que atarme a ningún otro escalador.
Si bien la Cascada de Hielo no exigía dominar las técnicas ortodoxas de escalada, requería en cambio todo un repertorio de técnicas propias, por ejemplo pasar de puntillas con botas y crampones por tres bamboleantes escalas apuntaladas a ambos lados de un abismo que hacía que uno apretase los esfínteres sólo con mirar abajo. Cruzamos muchos de estos puentes, y no por ello conseguí habituarme.
En un momento dado, me hallaba sobre una inestable escala en el crepúsculo matutino, pisando con sumo cuidado sus alabeados peldaños, cuando el hielo que aguantaba la escala por los extremos empezó a temblar como si hubiera un seísmo. Pocos instantes después se produjo una especie de explosión cuando un enorme serac empezó a desprenderse algo más arriba. Me quedé inmóvil, con el corazón saliéndome por la boca, pero el alud de hielo pasó unos cincuenta metros a mi izquierda, perdiéndose de vista. No hubo víctimas. Tras esperar unos minutos para recuperarme, reanudé mi penosa travesía hasta el otro extremo de la escala. El continuo y a menudo violento estado cambiante del glaciar añadía un elemento de incertidumbre cada vez que pasábamos una escala. Las grietas se comprimían a veces, doblando las escalas como si fueran simples mondadientes; en otras, se expandían dejando la escala casi en el aire, sostenida apenas. Los anclajes
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que servían para asegurar escalas y cuerdas solían fundirse cuando el sol de la tarde calentaba el hielo y la nieve. Pese al mantenimiento diurno, existía un peligro real de que cualquier cuerda pudiera soltarse bajo el peso del escalador.
Pero si la Cascada de Hielo era agotadora y tremebunda, tenía asimismo un encanto sorprendente. Cuando el alba limpió el cielo de oscuridad, el resquebrajado glaciar apareció como un paisaje tridimensional de espectral belleza. La temperatura era de 21 grados bajo cero. Mis crampones agrietaban la corteza de hielo. Siguiendo la cuerda fija, atravesé un laberinto vertical de estalagmitas azules. Imponentes contrafuertes de roca se unían al hielo presionando desde ambos lados del glaciar, y se elevaban cual hombros de un dios malévolo. Absorto por cuanto me rodeaba y por la tarea inmediata, me entregué totalmente a los placeres de la ascensión y casi me olvidé del miedo durante un par de horas.
Cuando ya habíamos recorrido tres cuartas partes del camino hasta el campo I, Hall nos hizo descansar y comentó que la Cascada de Hielo estaba mejor que nunca: «Esta temporada parece una autopista». Pero sólo un poco más arriba, a 5.800 metros, las cuerdas nos llevaron hasta la base de un tenebroso serac en precario equilibrio. Grande como un bloque de doce pisos, se cernía sobre nosotros inclinándose más de treinta grados respecto a la vertical.
La ruta seguía una pasarela natural que describía un pronunciado ángulo sobre la pared voladiza: habría que escalar aquella torre vencida hacia fuera para eludir su amenazante tonelaje.
Comprendí que la seguridad dependía de la rapidez. Subí hacia la relativa seguridad de la cresta del serac con toda la prisa de que fui capaz, pero como aún no estaba aclimatado, cada cuatro o cinco pasos tenía que parar, inclinarme sobre la cuerda y aspirar con desesperación aquel aire tan tenue y cortante, que además me abrasaba los pulmones.
Llegué a lo alto del serac sin que se derrumbara y me dejé caer exangüe sobre su cima chata. El corazón me daba martillazos en el pecho. Un poco más tarde, a eso de las 8:30, alcancé la parte superior de la cascada propiamente dicha, pasado el último de los seracs. La seguridad del campamento I, sin embargo, no consiguió tranquilizarme del todo: me resultaba imposible borrar de la mente la imagen de aquella losa inclinada y el hecho de que tendría que pasar por debajo de su voluminosa mole como mínimo siete veces más si pretendía intentar llegar a la cima del Everest. Una vez arriba, pensé que los escaladores que con sarcasmo llamaban a ésta la Ruta del Yak, nunca habían pasado por la Cascada del Khumbu.
Antes de dejar las tiendas, Rob nos había explicado que daríamos media vuelta a las diez en punto, aunque alguno de nosotros no hubiera llegado al campo I, pues el plan era regresar al base antes de que el sol hiciera aún más inestable la cascada. A la hora señalada, Rob, Frank Fischbeck, John Taske, Doug Hansen y yo estábamos en el campamento I; Yasuko Namba, Stuart Hutchison, Beck Weathers y Lou Kasischke, acompañados por los guías Mike Groom y Andy Harris, se encontraban sesenta metros por debajo de éste cuando Rob llamó por radio y dio orden de que todo el mundo bajase.
Por primera vez nos habíamos visto los unos a los otros en plena escalada y podíamos valorar mejor los puntos fuertes y débiles de aquellos de quienes dependeríamos en las semanas siguientes. Doug y John —este último el mayor del grupo, con cincuenta y seis años— me habían parecido sólidos. Pero Frank, el caballeroso y exquisito editor de Hong Kong, me había impresionado de verdad: haciendo gala de la sabiduría adquirida en tres anteriores expediciones al Everest, había empezado despacio pero sin variar el ritmo; al llegar a la Cascada de Hielo nos había adelantado a casi todos, y no parecía que estuviese resoplando siquiera.
Por el contrario, Stuart —el cliente más joven y aparentemente más fuerte de todo el equipo— había salido en tromba del campamento encabezando la marcha, pero pronto se había agotado, y en lo alto de la cascada iba el último de la fila y sufriendo lo suyo. Lou, rezagado por un problema muscular en la pierna tras el primer trayecto hasta el campamento base, era lento pero competente. En cambio, Beck y, en especial, Yasuko subían a trancas y barrancas.
En varias ocasiones, Beck y Yasuko habían estado a punto de resbalar de una escala y caer por una grieta. Por lo demás, Yasuko parecía tener muy poca idea de cómo utilizar los crampones
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. Andy, que se reveló como un maestro paciente y muy dotado —y que, en calidad de guía más joven, tenía por misión ir en la retaguardia, con los clientes más lentos—, se pasó la mañana adiestrándola acerca de técnicas básicas de escalada en hielo.
A pesar de las deficiencias de nuestro grupo, ya en lo alto de la cascada Rob declaró que estaba muy satisfecho de todos nosotros. «Es la primera vez que subís más arriba del campo base, y todos lo habéis hecho muy bien —proclamó con orgullo casi paterno—. Creo que este año tenemos un grupo muy potente».
Tardamos poco más de una hora en bajar al campamento base. Cuando me quité los crampones para andar los últimos cien metros hasta las tiendas, me sentí como si el sol me perforara el cráneo. En cualquier caso, la intensidad del dolor de cabeza no se mostró en toda su plenitud hasta unos minutos después, mientras charlaba con Helen y Chhongba. Nunca había experimentado nada igual: tan fuerte era el dolor entre las sienes que incluso iba acompañado de arcadas estremecedoras y me impedía articular frases con sentido. Temeroso de haber sufrido algún tipo de ataque, me marché en medio de la conversación, me metí en el saco de dormir y me cubrí los ojos con el sombrero.
Aquello parecía una migraña en toda regla, y yo ignoraba por completo la causa. Dudaba que fuese la altitud, porque no me había empezado hasta llegar al campamento base. Probablemente se tratara de una reacción a los fortísimos rayos ultravioleta, que me habían quemado las retinas y el cerebro. Fuera cual fuese el motivo, la tortura era intensa e implacable. Estuve cinco horas metido en la tienda, tratando de eludir cualquier clase de estímulo sensorial. Si abría los ojos, o aun si los movía bajo los párpados, recibía una dolorosa sacudida. Al atardecer, incapaz de aguantar más, fui a trompicones hasta la tienda de primeros auxilios para consultarlo con la doctora de la expedición.
Caroline me dio un analgésico potente y me dijo que bebiera un poco de agua, pero tras intentarlo dos o tres veces regurgité las píldoras, el líquido y el resto de la comida. «Vaya —dijo Caro, observando el vómito que me manchaba las botas—, creo que habrá que probar con otra cosa». Me indicó que disolviera un diminuto comprimido bajo la lengua, lo cual me impediría vomitar, y que luego tragara dos píldoras de codeína. Al cabo de una hora el dolor empezó a remitir; llorando casi de gratitud, al cabo de un rato perdí la conciencia.
Estaba medio dormido en mi saco, observando las sombras que el sol de la mañana arrojaba sobre la tienda, cuando Helen gritó: «¡Jon! ¡Teléfono! ¡Es Linda!» Me puse unas sandalias, corrí hasta la tienda de comunicaciones y agarré el auricular mientras intentaba recobrar el resuello.
El aparato de teléfono y fax vía satélite no era mayor que un ordenador portátil. Las llamadas salían caras —unos cinco dólares el minuto— y no siempre podías hablar, pero el hecho de que mi mujer marcara un número de trece cifras en Seattle y hablase conmigo, que estaba en el Everest, me asombraba mucho. Aunque la llamada era un gran alivio para mí, noté en la voz de Linda un inconfundible deje de resignación que la enorme distancia no me impidió captar. «Estoy bien —me aseguró—. Pero ojalá te tuviera aquí».
Dieciocho días atrás se había echado a llorar cuando me acompañó al aeropuerto. «Mientras volvía en coche a casa —confesó—, no podía contener las lágrimas. Despedirme de ti fue una de las cosas más tristes que me han ocurrido. Supongo que en cierto modo sabía que quizá no volverías nunca, y eso me parecía estúpido y carente de sentido».
Llevábamos casados quince años y medio. La misma semana en que por primera vez habíamos hablado de dar ese paso, habíamos ido a visitar a un juez de paz. Yo tenía veintiséis años y había decidido abandonar la escalada y llevar una vida seria.
Cuando conocí a Linda, ella también practicaba el alpinismo —era muy buena—, pero lo había dejado después de romperse un brazo y lastimarse la espalda, lo que le llevó a valorar los riesgos que corría. Linda jamás me habría pedido que dejara el montañismo, pero que le anunciara que pensaba hacerlo reforzó su decisión de casarse conmigo. Yo no había sabido ver hasta qué punto estaba enganchado con el alpinismo ni el significado que daba a mi vida, hasta entonces sin rumbo fijo. Antes de que pasase un año fui en busca de mi cuerda y volví a las montañas. En 1984, en ocasión de un viaje a Suiza para escalar una peligrosa pared alpina, la cara norte del Eiger, Linda y yo estábamos casi a punto de separarnos, y en el fondo del conflicto estaba mi afición a la escalada.
Nuestra relación estuvo al borde de la ruptura durante dos o tres años después de mi fallido intento de escalar el Eiger, pero el matrimonio subsistió. Linda acabó por aceptar que yo escalara: se daba cuenta de que era una parte esencial, aunque conflictiva, de mi manera de ser. Comprendió que el montañismo debía de ser una expresión esencial de un aspecto extraño e inmutable de mi personalidad que yo no podía cambiar. Y luego, en medio de aquel delicado acercamiento, la revista Outside confirmó que iba a enviarme al Everest.
Al principio fingí que mi misión sería más de periodista que de escalador, que había aceptado el encargo porque la comercialización del Everest era un tema interesante y el trabajo estaba bien pagado. Le expliqué a Linda, y a todos cuantos se mostraron escépticos ante mis aptitudes para ir al Himalaya, que no pensaba subir hasta muy arriba. «Seguramente no iré mucho más allá del campamento base —insistía yo—. Sólo para experimentar eso de las grandes alturas».
No eran más que tonterías, claro está. Dada la duración del viaje y el tiempo que debería emplear preparándome para ello, habría ganado más dinero quedándome en casa y escribiendo otras cosas. Acepté el encargo porque la mística del Everest me tenía atrapado. A decir verdad, me moría de ganas de escalar esa montaña. Desde el momento en que accedí a viajar a Nepal, mi intención no fue otra que subir todo lo que me permitieran mis nada excepcionales piernas y pulmones.
Cuando Linda me acompañó al aeropuerto, ya era muy consciente de mis evasivas. Presentía la verdadera dimensión de mi capricho, y eso la asustaba.
—Si mueres —argumentaba entre desesperada y colérica—, no serás tú el único que pague el precio. Yo también tendré que pagar, y durante el resto de mi vida. ¿Es que eso no te importa?
—Nadie va a morir —respondí—. No te pongas melodramática.
Pero hay hombres para los que lo inalcanzable tiene un atractivo especial. Normalmente no son expertos: sus ambiciones y sus fantasías son lo bastante fuertes para arrinconar las dudas que hombres más cautos podrían abrigar. La determinación y la fe son sus mejores armas. En el mejor de los casos se los considera excéntricos; en el peor, locos. [… ]
El Everest ha atraído a bastantes de estos hombres. Su experiencia montañera era nula o muy escasa; ciertamente, ninguno de ellos poseía el bagaje que convertiría la ascensión al Everest en una meta razonable. Tres cosas tenían todos en común: fe en sí mismos, una gran determinación y aguante.
Wált Unsworth
Everest
Crecí con una ambición y un arrojo sin los cuales habría sido mucho más feliz. Pensaba mucho, y fui desarrollando esa pose abstraída del soñador, pues eran siempre las montañas remotas las que más me fascinaban. Yo ignoraba qué podía conseguirse a fuerza de tenacidad y poco más, pero el objetivo era muy ambicioso y cada tropiezo no hacía sino confirmarme en mi determinación de realizar al menos uno de mis grandes sueños.
Earl Denman
Alone to Everest
Las faldas del Everest no iban escasas de soñadores en la primavera de 1996; las referencias de muchos de los que pretendían escalar la montaña eran tan magras como las mías, si no más. Llegado el momento de que cada cual sopesara su propia capacidad de enfrentarse al reto de la montaña más alta del mundo, a veces parecía que la mitad del campamento base estaba clínicamente enajenado. Aunque tal vez no hubiese debido sorprenderme. El Everest siempre ha sido un imán para chalados, románticos irredentos, buscadores de publicidad o gente con un sentido de la realidad un tanto dudoso.