Al cabo de poco rato, dos sherpas del equipo Mountain Madness —Tashi Tshering y Ngawang Sya Kya (un hombre menudo y pulcro de sienes plateadas, que es además padre de Lopsang)— y uno del equipo taiwanés se pusieron en camino para bajar a Fischer y a Makalu Gau. Trescientos cincuenta metros por encima del collado Sur el trío de sherpas encontró a los escaladores en la cornisa donde Lopsang los había dejado. Aunque intentaron dar oxígeno a Fischer, éste no reaccionó. Todavía respiraba, pero tenía los ojos fijos y los dientes fuertemente apretados. Tras deducir que no había esperanzas, lo dejaron en la cornisa y empezaron el descenso con Gau, quien, tras ingerir té y aspirar oxígeno embotellado, y con ayuda de los tres sherpas, consiguió bajar por su propio pie, aunque sujeto a una cuerda, hasta el campamento.
El día había empezado radiante y sereno, pero el viento no amainaba, y a eso del mediodía el pico estaba envuelto en espesas nubes. En el campamento II el equipo de IMAX informaba de que el viento que batía la cima era como un escuadrón de Boeings, pues tanto era el ruido que se oía dos mil metros más abajo. En el ínterin, Ang Dorje y Lhakpa se afanaban en la arista Sureste decididos a llegar hasta Hall con tormenta o sin ella. A las 15:00, más de doscientos metros por debajo de la Antecima, el viento y el frío pudieron con ellos, y los sherpas tuvieron que rendirse. Lo habían intentado con valentía, pero no había sido posible; y en cuanto dieron media vuelta para descender, las oportunidades de que Hall sobreviviera se extinguieron.
Durante todo el 11 de mayo, sus amigos y compañeros de equipo insistieron en rogarle que intentara bajar por sus propios medios. En varias ocasiones Hall anunció que se disponía a hacerlo, pero luego cambiaba de parecer y seguía donde estaba. A las 15:20, Guy Cotter —quien para entonces había llegado a pie al campamento base del Everest desde su propio campamento en el Pumori— lo amonestó por radio:
—Rob, haz el favor de bajar.
Hall le espetó, enfadado:
—Mira, amigo, si pensara que puedo agarrar los nudos de la cuerda fija con las manos congeladas, habría bajado hace ya seis horas. Mándame un par de chicos con un gran termo lleno de algo caliente, y todo irá bien.
—Verás, Rob —dijo Cotter, tratando de explicarle con la máxima delicadeza que el intento de rescate no había prosperado—, los sherpas que han subido esta mañana han encontrado vientos muy fuertes y han tenido que volver; pensamos que lo mejor es que vayas bajando poco a poco.
—Puedo durar una noche más si me envías mañana temprano a un par de hombres con un poco de té sherpa, pero no más tarde de las nueve y media o las diez —repuso Rob.
—Eres un tipo duro, sí señor —dijo Cotter, a punto de quebrársele la voz—. Te mandaremos a alguien por la mañana.
A las 18:20, Cotter llamó a Hall y le informó de que Jan Arnold estaba al teléfono vía satélite desde Christchurch y que esperaba que le pasaran la comunicación.
—Dame un minuto —pidió Rob—. Tengo la boca seca. Voy a comer un poco de nieve antes de decirle nada.
Al cabo de unos minutos volvió a hablar; su voz sonaba horriblemente distorsionada y ronca.
—Hola, cariño. Espero que estés calentita en la cama. ¿Cómo va todo?
—No sabes cuánto pienso en ti! —contestó Arnold—. Por la voz, veo que no estás tan mal como creía… ¿Tienes mucho frío?
—Teniendo en cuenta la altitud y el escenario, se puede decir que estoy cómodo —respondió Hall, esforzándose por no alarmarla.
—¿Y los pies?
—No me he quitado las botas para comprobarlo, pero creo que debo de tenerlos un poco congelados…
—No sabes cuánto desearía que estuvieras en casa para cuidarte. Estoy segura de que te rescatarán, cariño. No creas que estás solo. ¡Te mando toda mi energía positiva!
Antes de cortar, Hall le dijo a su esposa:
—Te quiero. Que duermas bien, mi amor. Y no te preocupes demasiado.
Éstas fueron las últimas palabras que se le oyeron pronunciar. Los intentos de contactar por radio con él aquella noche y a la mañana siguiente no dieron resultado. Doce días después, cuando Breashears y Viesturs llegaron a la cima Sur camino de la cumbre, hallaron a Hall tumbado sobre el costado derecho en un pequeño hoyo de hielo, sepultado de cintura para arriba bajo un montón de nieve.
El Everest era la encarnación de las fuerzas físicas del mundo, a las que debía oponerse con el espíritu del hombre. Imaginaba el júbilo de sus camaradas si lo lograba. Imaginaba la emoción que su éxito despertaría entre todos los alpinistas; el prestigio que ello aportaría a Inglaterra; el nombre que le daría a él mismo y la satisfacción de saber que su vida había valido la pena [… ] Tal vez no llegó a formularlo exactamente así, pero en su mente debió de tener la idea del «o todo o nada». De las dos alternativas, volverse por tercera vez o morir, la última era para Mallory la más sencilla. La tortura de la primera habría sido para él, como hombre, escalador y artista, imposible de soportar.
Sir Francis Younghushand
The Epic of Mount Everest, 1926
El 10 de mayo a las 16:00, la misma hora en que un maltrecho Doug Hansen llegaba a la cumbre apoyado en el hombro de Rob Hall, tres escaladores de la provincia india de Ladakh informaban por radio al jefe de su expedición de que también ellos habían coronado la cima. Tsewang Smanla, Tsewang Paljor y Dorje Morup, miembros de una expedición organizada por la policía fronteriza indotibetana y compuesta por 39 personas, habían hecho la ascensión por la vertiente tibetana del pico siguiendo la ruta de la arista Noreste, donde en 1924 se produjo la famosa desaparición de George Leigh Mallory y Andrew Irvine.
Los ladakh abandonaron en grupos de seis las tiendas de su campamento alto, instalado a 8.300 metros de altitud, a las 5:45
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. A media tarde, cuando aún los separaba de la cima un desnivel de trescientos metros, se vieron afectados por la misma tormenta que habíamos encontrado nosotros al otro lado de la montaña. Tres miembros del equipo arrojaron la toalla y empezaron a bajar a las 14:00, pero Smanla, Pajlor y Morup siguieron adelante pese a que el tiempo empeoraba sensiblemente. «Tenían la fiebre de la cima», explicaba Harbhajan Singh, uno de los tres que volvieron sobre sus pasos.
Los tres restantes alcanzaron lo que creían la cima a las 16:00, momento en que las nubes eran ya tan densas que la visibilidad se había reducido a treinta metros. Llamaron a su campamento base en el glaciar de Rongbuk para decir que habían coronado, y el jefe de la expedición, Mohindor Singh, telefoneó vía satélite a Nueva Delhi para informar del triunfo al primer ministro Narashima Rao. El equipo de escaladores celebró su éxito dejando una ofrenda de banderines votivos, katas y pitones de escalada en lo que les pareció el punto más alto, después de lo cual iniciaron el descenso en medio de la ventisca.
En realidad, los ladakh estaban a 8.708 metros cuando dieron media vuelta, a dos horas de la cima propiamente dicha, que en ese momento asomaba sobre las nubes más altas. El hecho de que se detuvieran sin saber que aún restaban ciento cuarenta metros para alcanzar el objetivo explica por qué no vieron a Hansen, Hall o Lopsang en la cumbre. Y viceversa. Al anochecer, unos alpinistas que se encontraban más abajo informaron haber visto la luz de dos lámparas de casco en las cercanías de los 8.600 metros, algo más arriba de un tramo famoso por su dificultad y conocido como Segundo Escalón, pero ninguno de los tres ladakh regresó a las tiendas aquella noche ni volvió a establecer contacto por radio.
A la 1:45 de la mañana siguiente, 11 de mayo —más o menos a la misma hora en que Anatoli Boukreev buscaba desesperadamente a Sandy Pittman, Charlotte Fox y Tim Madsen en el collado Sur—, dos escaladores japoneses acompañados de tres sherpas partían rumbo a la cima desde el mismo campamento de la arista Noreste que habían utilizado los ladakh, pese a los vientos racheados que azotaban el pico. A las 6:00, mientras resolvían el escarpado promontorio de roca conocido como Primer Escalón, Eisuke Shigekawa, de veintiún años, e Hiroshi Hanada, de treinta y seis, quedaron atónitos al ver a uno de los montañeros ladakh, probablemente Paljor, tendido en la nieve y en un horrible estado de congelación, pero aún con vida, tras una noche al raso y sin oxígeno. Los japoneses, que no querían demorarse en ayudarlo para no comprometer su ascensión, siguieron camino de la cima.
A las 7:15 llegaron a la base del Segundo Escalón, un peligroso saliente vertical de quebradiza roca laminar al que suele accederse mediante una escala de aluminio que en 1975 fue instalada por un equipo chino. Para desconsuelo de los japoneses, sin embargo, la escala estaba en malas condiciones y colgaba parcialmente de la roca, con lo que se vieron obligados a una fatigosa escalada de noventa minutos para salvar un desnivel de seis metros.
Superado ya el Segundo Escalón, encontraron a los otros dos ladakh, Smanla y Morup. Según un artículo del
Financial Times
escrito por el periodista británico Richard Cowper, que entrevistó a Hanada y Shigekawa a 6.400 metros de altitud después de su ascensión, uno de los ladakh estaba «casi muerto, y el otro agazapado en la nieve. Nadie dijo nada. No hubo intercambio de agua, comida ni oxígeno. Los japoneses pasaron de largo, y unos cincuenta metros más allá pararon a descansar— y cambiar las botellas de oxígeno».
Hanada le dijo a Cowper: «No los conocíamos. Es verdad, no les dimos agua. Ni siquiera hablamos con ellos. Estaban muy enfermos. Por su aspecto, parecían incluso peligrosos».
Shigekawa, por su parte, explicaba: «Estábamos demasiado cansados para ayudar a nadie. A ocho mil metros, uno no puede permitirse ética de ninguna clase».
Abandonando a Smanla y Morup, los japoneses reanudaron su ascensión, dejaron atrás los pitones y banderines que los ladakh habían dejado a 8.700 metros y —haciendo gala de una asombrosa tenacidad— alcanzaron la cumbre a las 11:45 en medio de un violento vendaval. En ese momento Rob Hall estaba acurrucado en la cima Sur, luchando por sobrevivir, a media hora de descenso por la arista Sureste.
Camino de su campamento por la arista Noreste, Hanada y Shigekawa volvieron a cruzarse con Smanla y Morup antes de llegar al Segundo Escalón. Morup parecía haber muerto; Smanla, aunque aún vivía, estaba enredado sin remisión en una cuerda fija. Pasang Kami, sherpa del equipo japonés, lo liberó y siguió descendiendo. Al dejar atrás el Primer Escalón —donde de subida habían pasado junto a Pajlor, que deliraba hecho un ovillo en la nieve—, el grupo japonés no vio señales de él.
Siete días más tarde la expedición indotibetana lanzó un nuevo asalto a la cima. Habiendo partido de su campamento alto a la 1:15 de la madrugada del 17 de mayo, dos ladakh y tres sherpas toparon al cabo de un rato con los cuerpos congelados de sus compañeros. Informaron de que uno de los hombres, en la agonía de la muerte, se había arrancado casi toda la ropa antes de sucumbir a los elementos. Smanla, Morup y Paljor quedaron allí donde yacían, y los cinco escaladores continuaron la ascensión hasta coronar el pico a las 7:40.
Turning and turning in the widening gyre
The falcon cannot hear the falconer;
Things fall apart; the center cannot hold;
Mere anarchy is loosed upon the world,
The blood-dimmed tide is loosed, and everywhere
The ceremony of innocence is drowned.
«Girando en círculos cada vez más amplios
el halcón no oye ya al halconero;
todo se viene abajo, el centro no puede resistir;
la anarquía se ha adueñado del mundo,
desbordado por la marea turbia de sangre, y no hay lugar
donde no perezca ahogada la ceremonia de la inocencia.
William Butler Yeats
The Second Coming
Cuando en la mañana del sábado 11 de mayo, sobre las 7:30, volví tambaleándome al campamento IV, lo que había ocurrido (lo que estaba ocurriendo aún) empezaba a calar en mí con fuerza irresistible. Estaba física y emocionalmente destrozado después de una hora de recorrer el collado Sur de punta a punta en busca de Andy Harris, a quien finalmente daba por muerto. Las llamadas de Rob Hall desde la Antecima interceptadas por Stuart Hutchison dejaban claro que el jefe de nuestra expedición atravesaba momentos desesperados y que Doug Hansen estaba muerto. Miembros del equipo de Scott Fischer que habían pasado buena parte de la noche perdidos en el collado dijeron que Beck Weathers y Yasuko Namba habían muerto también. Y se creía que Scott Fischer y Makalu Gau se hallaban al borde de la muerte, unos trescientos cincuenta metros más arriba de las tiendas.
Mi mente, ante semejante balance, se refugió en un extraño y casi robótico estado de distanciamiento. Me sentía emocionalmente anestesiado y a la vez superconsciente, como si me hubiera parapetado dentro de mi cerebro y desde una pequeña rendija convenientemente blindada estuviese mirando el desastre que me rodeaba. Cuando miraba aturdido al cielo, me parecía verlo teñido de un azul pálido y preternatural, exento de todo residuo de color. En el horizonte, las montañas parecían delineadas por un relampagueo que vibraba ante mis ojos. Me pregunté si habría iniciado el descenso en espiral hacia el atormentado mundo de la locura.
Tras una noche a 7.900 metros de altitud sin el auxilio de una botella de oxígeno, me sentía más débil y cansado aún que la tarde anterior al bajar de la cima. Si no conseguíamos más botellas o descendíamos a un campamento inferior, mis compañeros y yo seguiríamos deteriorándonos a pasos agigantados.
El programa de aclimatación rápida seguido por Hall y por la mayoría de los alpinistas modernos es realmente eficaz: permite al escalador emprender el asalto a la cima tras un periodo relativamente breve de cuatro semanas por encima de los 5.200 metros de altitud (con una única salida para pernoctar a 7.500 metros
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). Sin embargo, esta estrategia se basa en la suposición de que todo el mundo dispondrá de suministro continuo de oxígeno embotellado por encima de los 7.500 metros. Si esto falla, estás perdido.
Buscando al resto de los compañeros encontré a Frank Fischbeck y Lou Kasischke tumbados en una tienda cercana. Lou deliraba y estaba cegado por la nieve, no veía nada, no podía valerse por sí mismo y murmuraba incoherencias. Frank parecía haber alcanzado un estado de shock, pero hacía lo posible por cuidar de Lou. En otra tienda estaban John Taske y Mike Groom, ambos dormidos o inconscientes. Aunque yo apenas podía mantenerme en pie de la debilidad, era evidente que a excepción de Stuart Hutchison todo el mundo estaba peor que yo.