En el tramo inmediatamente superior al collado Sur, Beck había conseguido no quedarse atrás, utilizando la misma estrategia de la tarde anterior: pisar las huellas de la persona que iba inmediatamente delante. Pero cuando llegó al Balcón y salió el sol, se dio cuenta de que tenía la vista peor que nunca. Por añadidura, se había frotado sin darse cuenta y los cristales de hielo que tenía en los ojos le habían desgarrado ambas córneas.
«En ese momento —me decía Beck— la visión de un ojo era completamente borrosa, con el otro apenas si veía nada, y ya no percibía la profundidad de campo. Comprendí que no podía seguir subiendo sin ser un peligro para mí mismo y una carga para los demás, de modo que le expliqué a Rob lo que pasaba».
«Lo siento, amigo —dijo Rob al punto—, tendrás que bajar. Haré que te acompañe uno de los sherpas». Pero Beck aún no estaba dispuesto a renunciar a la cima: «Le comenté a Rob que con el sol un poco más alto mi visión seguramente mejoraría y las pupilas se me contraerían. Dije que quería esperar un poco y que si empezaba a ver mejor, subiría detrás de los otros».
Rob lo meditó un momento y al final dijo: «De acuerdo, como quieras. Te doy media hora para que lo decidas. Pero no puedo dejar que bajes solo al campamento IV Si tu vista no mejora en media hora, quiero que te quedes aquí para que yo sepa dónde estás hasta que regrese de la cima, y luego bajaremos los dos juntos. Esto va muy en serio: o bajas ahora mismo o me prometes que te quedarás hasta que yo vuelva».
«Se lo juré allí mismo —me dijo Beck mientras aguantábamos la nevada—. Y he cumplido mi palabra. Por eso todavía estoy aquí».
Un rato antes, Stuart Hutchison, John Taske y Lou Kasischke habían pasado de largo en su descenso acompañados de Lhakpa y Kami, pero Weathers había decidido no ir con ellos. «El tiempo era bueno —explica— y no vi motivos para romper mi promesa».
Sin embargo, oscurecía por momentos y el panorama se presentaba bastante feo.
—Baja conmigo —le rogué—. Rob aún tardará dos o tres horas en llegar. Yo te guiaré. Bajaremos bien, te lo aseguro.
Beck estaba casi convencido de venirse conmigo cuando cometí el error de comentar que Mike Groom estaba bajando con Yasuko y que no tardarían. En un día repleto de equivocaciones, ésta resultaría ser una de las más graves.
—De todos modos, gracias —dijo Beck—; pero creo que esperaré a Mike. Él lleva una cuerda y podrá retenerme cuando bajemos.
—Como quieras, Beck —repuse—. La decisión es tuya. Bueno, nos veremos en el campamento.
En el fondo me consolaba no tener que bajar con Beck por las difíciles pendientes que nos esperaban, en su mayor parte desprovistas de cuerdas fijas. La luz se estaba extinguiendo, el tiempo empeoraba, mi estado físico era lamentable. Y, sin embargo, aún no era consciente de que la catástrofe estaba a la vuelta de la esquina. Después de hablar con Beck, me tomé incluso la molestia de buscar una botella vacía de oxígeno que había enterrado en la nieve al pasar de subida unas diez horas antes. Deseoso de no dejar ningún desperdicio personal en la montaña, metí el envase en mi mochila con las otras dos botellas (una vacía, otra a medias) y descendí hacia el collado Sur, que quedaba unos quinientos metros más abajo.
Al dejar el Balcón, bajé sin problemas por aproximadamente treinta metros de suave torrentera de nieve, pero luego las cosas se complicaron un poco. La ruta serpenteaba entre afloramientos de roca laminar cubiertos de quince centímetros de nieve reciente. Sortear aquel laberinto exigía una concentración constante, lo cual, sonado como estaba, era materialmente imposible.
Como el viento había borrado el rastro de los escaladores que habían bajado antes que yo, me resultaba difícil determinar la ruta correcta. En 1993 un compañero de Mike Groom —Lopsang Tshering Bhutia, alpinista competente, sobrino del mítico Tenzing Norgay había errado el camino en esa misma zona y había muerto a consecuencia de una caída. Empecé a hablar conmigo mismo en voz alta para aferrarme a algo real. «No te disperses, no te disperses, no te disperses —me repetía una y otra vez, como si entonara un mantra—. No vas a joderla aquí arriba. Mucho ojo. No te disperses».
Me senté a descansar en un amplio resalte inclinado, pero a los pocos minutos un retumbo espectacular me hizo poner en pie de un salto. Había tanta nieve acumulada que temí que se hubiera producido un gran alud en las pendientes superiores, pero cuando me volví para mirar no conseguí ver nada. Entonces se oyó otro retumbo, acompañado ahora de un destello que incendió el cielo; eran truenos.
Por la mañana, durante la ascensión, me había preocupado de estudiar la ruta en aquella parte de la montaña, mirando frecuentemente hacia abajo para distinguir hitos del terreno que me ayudaran en la bajada y memorizándolos compulsivamente: «Girar a la izquierda al llegar al contrafuerte que parece la proa de un barco. Luego seguir la faja de nieve hasta que tuerce bruscamente a la derecha». Desde hacía muchos años estaba entrenado para hacerlo, era un trago por el que me obligaba a pasar cada vez que escalaba, y es posible que en el Everest me salvara la vida. Hacia las seis de la tarde, cuando la tormenta ya era una ventisca con vientos racheados de más de 60 nudos, llegué a la cuerda que los montenegrinos habían fijado en la pendiente unos doscientos metros escasos más arriba del collado. Serenado por la fuerza del temporal, me di cuenta de que había pasado el tramo más difícil con el tiempo justo.
Me pasé la cuerda fija alrededor de los brazos y descendí haciendo rapel entre la ventisca. Al poco rato empecé a notar una sensación de sofoco terriblemente familiar: el oxígeno se me había agotado otra vez. Tres horas antes, al aplicar el regulador a mi tercera y última botella de oxígeno, el indicador había señalado que ésta sólo estaba medio llena. Había pensado que tendría suficiente para el descenso, así que no me molesté en cambiarla por una llena. Y ahora se había acabado otra vez el oxígeno.
Me quité la mascarilla, me la dejé colgando del cuello y seguí adelante como si no pasara nada. No obstante, sin el oxígeno adicional, avanzaba más despacio y tenía que parar a descansar con mayor frecuencia.
La bibliografía sobre el Everest abunda en relatos de experiencias alucinatorias atribuibles a la hipoxia y la fatiga. En 1993 el célebre escalador inglés Frank Smythe observó «dos curiosos objetos flotando en el cielo», estando a 8.400 metros de altitud: «Uno tenía unas alas mal desarrolladas, y el otro una protuberancia que recordaba un pico. Aunque permanecían inmóviles en el cielo, parecían vibrar lentamente». En 1980, durante su ascensión en solitario, Messner creyó escalar en compañía de un compañero invisible. Paulatinamente, yo mismo me di cuenta de que había caído en un extravío similar, y la sensación de ir alejándome de la realidad me llenó de fascinación y de horror.
Había sobrepasado hasta tal punto el umbral de la extenuación que incluso experimentaba un claro distanciamiento de mi cuerpo, como si estuviera viéndome descender desde unos metros más arriba. Imaginé que iba vestido con un cárdigan verde y calzado con zapatos de charol, y pese a que con el vendaval la temperatura había caído a 50 grados bajo cero, notaba un calorcillo extraño e inquietante.
A las 18:30, desaparecida ya del firmamento la última luz del día, me encontraba unos sesenta metros por encima del campamento IV Sólo me quedaba un obstáculo que salvar: una pared de hielo duro y vidrioso que tendría que descender sin cuerda. Copos de nieve me aguijoneaban la cara empujados por rachas de 70 nudos; el menor fragmento de piel expuesto al aire se helaba al instante. Las tiendas, que distaban unos doscientos metros en línea recta, sólo eran visibles de manera intermitente en medio del resplandor sin sombras. No había margen para el error. Temiendo dar un paso en falso, me senté para revisar mis energías antes de seguir bajando.
En cuanto me senté, la inercia se apoderó de mí. Era mucho más fácil quedarse allí descansando que afrontar la peligrosa pared de hielo; durante unos tres cuartos de hora, mientras la tormenta rugía en torno a mí, seguí sentado sin hacer otra cosa que dejar vagar la imaginación.
Acababa de tensar los cordones de la capucha para que sólo quedara un pequeñísimo resquicio alrededor de los ojos y me estaba quitando la mascarilla que me colgaba del cuello, cuando Andy Harris apareció de pronto a mi lado surgido de las tinieblas. Volví la cabeza y me quedé de piedra al verle la cara, iluminada por la lámpara de mi casco. Tenía las mejillas incrustadas de hielo, un ojo lo tenía cerrado a causa de la congelación, y articulaba mal las palabras. Andy estaba en un gran aprieto.«¿Dónde quedan las tiendas?», balbuceó, frenético por encontrar refugio.
Señalé con el dedo hacia el campamento IV y enseguida le previne sobre la pared de hielo. «¡Es más difícil de lo que parece! —chillé para vencer el estruendo del viento—. Será mejor que baje yo primero y vaya por una cuerda…» Antes de que terminase la frase, Andy se alejó hacia el borde de la pared de hielo y me dejó allí, estupefacto.
Se sentó de culo y empezó a bajar por la parte más empinada. «¡Es una locura intentarlo así! —le grité—. ¡Te vas a matar!» Respondió algo, pero el viento ahogaba su voz. Instantes después, le faltó el suelo, se vino a tierra y empezó a caer vertiginosamente de cabeza.
Sesenta metros más abajo divisé un bulto inmóvil al pie de la pendiente. Estaba seguro de que Andy se había roto al menos una pierna, quizás el cuello. Pero, increíblemente, lo vi incorporarse, indicar con un gesto que estaba bien y encaminarse hacia el campamento, que en ese momento era perfectamente visible, ciento cincuenta metros más allá.
Distinguí las formas imprecisas de tres o cuatro personas fuera de las tiendas; sus lámparas parpadeaban entre cortinas de nieve impulsada por el viento. Vi que Harris caminaba hacia ellos y cubría la distancia en menos de diez minutos. Cuando las nubes se cerraron momentos después, se encontraba a poco más de quince metros de las tiendas. Ya no volví a verlo, pero era de suponer que habría llegado sano y salvo al campamento, donde sin duda Chuldum y Mita lo esperaban con un té caliente. Sentado en medio de la tormenta, separado aún de las tiendas por la pared de hielo, sentí una punzada de envidia. Me dolió que el guía no hubiera querido esperarme.
En la mochila llevaba poco más que tres botellas de oxígeno vacías y una pinta de limonada convertida en hielo; en total no pesaba más de ocho kilos. Pero como estaba muy cansado y recelaba de salvar la pendiente sin romperme una pierna, lancé la mochila por el canto y confié en que cayera donde pudiese recuperarla después. Luego me levanté y empecé a bajar por el hielo, que era tan liso como la superficie de una bola de billar, e igual de duro.
Tras quince agotadores minutos tanteando el incierto suelo con los crampones, llegué sano y salvo al pie de la pared. Localicé la mochila y en unos diez minutos más me planté en el campamento. Me metí en la tienda sin quitarme los crampones, cerré la cremallera y me eché sin más en el suelo medio helado. Por primera vez me hacía cargo de lo mal que me encontraba: en mi vida me había sentido tan cansado como en ese momento. Pero estaba a salvo. Y Andy también. Los otros no tardarían en llegar a las tiendas. ¡Lo habíamos conseguido, coño! Habíamos coronado el Everest. Al final todo había salido bien.
Tardé aún bastantes horas en enterarme de que no todo había salido bien, que el temporal tenía a diecinueve personas encalladas allá arriba, luchando desesperadamente por sus vidas.
Existen un sinfín de matices en el peligro que entrañan la aventura y la tempestad, y sólo de vez en cuando los hechos muestran su violencia de manera siniestra e intencionada, ese algo indefinible que convence a la mente y el corazón del hombre de que los accidentes o la furia de los elementos se abaten sobre él con un propósito malicioso, con una fuerza descontrolada, con una crueldad desbocada que pretende privarle de la esperanza y el miedo, del dolor, de la fatiga y el anhelo de descanso: lo cual significa destruir, aplastar; aniquilar todo lo que ha visto, conocido, amado, gozado u odiado: todo lo que es necesario y precioso: el sol, los recuerdos, el futuro; lo cual significa borrar de su vista todo aquello que el mundo tiene de precioso, mediante el simple y apabullante acto de quitarle la vida.
Joseph Conrad
Lord Jim
Neal Beidleman alcanzó la cumbre a las 13:25 acompañando al cliente Martin Adams. Cuando llegaron arriba, Andy Harris y Anatoli Boukreev ya estaban allí; yo había empezado a bajar ocho minutos antes. Convencido de que el resto de su equipo no tardaría en aparecer, Beidleman tomó algunas fotos, bromeó con Boukreev y se sentó a esperar. A las 13:45 el cliente Klev Schoening remató la última cuesta, sacó una foto de su mujer y sus hijos y prorrumpió en una lacrimosa celebración de su llegada al techo del mundo.
Desde la cima es difícil ver el camino debido a una protuberancia en la cresta final. A las 14:00 —hora prevista para emprender el camino de regreso— aún no había señales de Fischer ni de otros clientes. Beidleman empezó a inquietarse por el retraso.
Con treinta y seis años y estudios de ingeniería aeroespacial, Neal era un guía callado, atento y extraordinariamente concienzudo que caía bien a casi todo el mundo. Era, además, uno de los alpinistas más fuertes de entre todos los expedicionarios. Dos años antes él y Boukreev —a quien tenía por un buen amigo— habían escalado juntos el Makalu (8.481 metros) casi en tiempo récord, sin oxígeno ni ayuda de sherpas. Había conocido a Fischer y a Hall al pie del K2 hacía cuatro años, habiendo causado en los dos una favorable impresión debido a su pericia y a su trato fácil. Pero como la experiencia de Beidleman en alta montaña era relativamente limitada (el Makalu era su única cima del Himalaya), se le había asignado un puesto inferior en la cadena de mando de Mountain Madness, por debajo de Fischer y Boukreev. Y eso se reflejaba en su paga: Beidleman había accedido a guiar en el Everest por diez mil dólares, lo que estaba lejos de los veinticinco que Fischer pagaba a Boukreev. Sensible por naturaleza, Beidleman era muy consciente de su puesto en el escalafón. «Se me consideraba el tercer guía —reconoció después de la expedición—, así que intentaba no dar mucho la lata. Eso quiere decir que no siempre hablé cuando debí hacerlo, y ahora lo lamento».
Beidleman dijo que según el plan diseñado por Fischer a grandes rasgos para el día en que se atacara la cima, Lopsang Jangbu debía ir en cabeza de cuerda con una radio y dos rollos de cuerda para equipar la vía; Boukreev y Beidleman —ninguno de los cuales llevaba radio— debían estar «en medio o cerca de la cabeza, según como avanzaran los clientes; y Scott, que llevaba una segunda radio, haría de escoba. A sugerencia de Rob, habíamos decidido fijar la hora de marcha atrás a las dos: quien a esa hora no estuviera a un paso de la cima tenía que dar media vuelta y bajar».