Cada vez más alarmado por la multitud reunida en la Antecima, Beidleman habló con Harris y Boukreev y los instó a instalar las cuerdas entre los tres; al oírlo, me ofrecí a ayudarlos. Beidleman sacó de su mochila un rollo de cuarenta y cinco metros de cuerda, yo cogí otro de Ang Dorje y con Boukreev y Harris nos pusimos en marcha a mediodía para fijar las cuerdas. Pero para entonces ya había transcurrido otra hora.
El oxígeno embotellado no hace que en el Everest se respire como al nivel del mar. Mientras ascendía con mi regulador a casi dos litros de oxígeno por minuto, tenía que parar a cada momento para tragar tres o cuatro bocanadas de aire. Luego avanzaba otro poco y me detenía para inspirar cuatro veces más; no podía subir más rápido que eso. Como los aparatos que utilizábamos entregaban una mezcla de gas comprimido y aire ambiente, estar a 8.800 metros con mascarilla era como respirar sin ella aproximadamente a 8.000. Pero el oxígeno embotellado aportaba otras ventajas que no eran tan fáciles de medir.
Escalando la arista final con los pulmones doloridos, disfruté de una extraña e injustificada sensación de calma. El mundo, más allá de la mascarilla, tenía una viveza estupenda, pero no parecía del todo real, como si me hubieran puesto delante una película proyectada a cámara lenta. Me sentía drogado, distante, totalmente aislado de todo estímulo externo. Tuve que recordarme constantemente que había más de dos mil metros de cielo abierto a cada lado, que me lo estaba jugando todo, que cualquier paso en falso podía pagarlo con la vida.
Media hora después de abandonar la cima Sur llegué al escalón Hillary, una de las paredes de hielo más famosas del alpinismo mundial. Sus doce metros de roca y hielo casi verticales daban miedo de mirar, pero como todo escalador que se precie, yo también quería agarrar el cabo peligroso de la cuerda y ascender el escalón en cabeza. Era evidente que Boukreev, Beidleman y Harris pensaban lo mismo que yo, y sin duda fue la hipoxia lo que me indujo a creer que alguno de ellos iba a dejar en manos de un cliente tan codiciada empresa.
Al final, Boukreev se adjudicó el honor (era el único que había escalado previamente el Everest); con Beidleman dando cuerda, el ruso hizo un magnífico trabajo de ascensión. Pero el proceso era lento, y, mientras él escalaba penosamente la cresta del escalón, yo no hacía más que mirar el reloj preguntándome si me quedaría sin oxígeno. La primera botella se me había agotado en el Balcón a las 7:00, después de funcionar durante unas siete horas. Usando esta referencia, había calculado que mi segunda botella se acabaría sobre las 14:00, lo que me había llevado a deducir estúpidamente que habría tiempo de sobra para hacer cumbre y volver después a la cima Sur, donde me esperaba una tercera botella. Pero ya era más de la una, y empecé a tener serias dudas.
Ya en lo alto del escalón Hillary, le comenté mi preocupación a Beidleman y le pregunté si tenía inconveniente en que me adelantara hacia la cima en vez de ayudarlo a colocar el último tramo de cuerda. «La cima es toda tuya —dijo amablemente—. Yo me encargo de esto».
Al dar los últimos y agotadores pasos que me separaban de la cumbre, tuve la sensación de estar bajo el agua, de que la vida se movía a un cuarto de la velocidad normal, y entonces me vi en lo alto de una estrecha cuña de hielo, junto a una botella desechada de oxígeno y un viejo jalón topográfico de aluminio. No se podía subir más. Una ristra de banderines budistas restallaba a merced del viento. Allá abajo, al pie de la falda de montaña que no había visto hasta ahora, la estéril meseta tibetana se perdía en el horizonte, una ilimitada extensión de tierra pardo grisácea.
Se diría que coronar el Everest ha de producir una oleada de júbilo desbocado; a fin de cuentas, yo acababa de alcanzar, contra todo pronóstico, un objetivo que perseguía desde niño. Pero la cima sólo era un punto intermedio. Todo impulso de autoadulación, si es que lo tuve, quedó extinguido por una abrumadora aprensión hacia el largo y peligroso descenso que se avecinaba.
No sólo durante la ascensión, sino también en el descenso, mi fuerza de voluntad está embotada. Cuanto más larga es la ascensión, menos importante me parece la meta, más indiferente me siento conmigo mismo. La atención disminuye, la memoria se debilita. La fatiga mental es ahora mayor que la corporal. Qué agradable es estar sentado sin hacer nada, y por tanto qué peligroso. La muerte por extenuación —como por congelación— es una muerte agradable.
Reinhold Messner
Everest, en solitario
En mi mochila llevaba un banderín de la revista
Outside
adornado con una divertida lagartija que había cosido Linda, mi mujer, además de otros recordatorios con los que pretendía posar en actitud triunfal. Consciente, sin embargo, de que mi reserva de oxígeno iba menguando, no saqué nada de la mochila y permanecí en el techo del mundo tan sólo el tiempo justo para disparar cuatro instantáneas de Andy Harris y Anatoli Boukreev posando delante del piquete geodésico. Acto seguido, inicié el descenso. Unos veinte metros más abajo me crucé con Neal Beidleman y un cliente de Fischer llamado Martin Adams, que iban de subida. Tras chocar palmas con Neal, recogí un puñado de piedrecitas de una mancha de roca laminar que el viento había dejado a la vista, me guardé los souvenirs en el bolsillo del anorak y seguí bajando por la cresta a toda prisa.
Un momento antes había visto unas nubes tenues sobre los valles orientados al sur, ahora lo cubrían todo salvo los picos más altos. Adams —un texano menudo y belicoso que se había hecho rico vendiendo bonos en la década de los ochenta— era un piloto experimentado y se había pasado muchas horas observando las nubes desde arriba; luego me diría que tan pronto como hubo coronado la cima reconoció en aquellos «inofensivos» velos de vapor de agua las coronas de unos cúmulos robustos. «Cuando ves un cúmulo desde un avión —explicaba— tu primera reacción es salir cagando leches. Y eso es lo que hice».
Pero yo, a diferencia de Adams, no solía ver cumulonimbos desde 8.800 metros de altitud, así que no me percaté de la proximidad de la tormenta. Mi máxima preocupación seguía siendo no quedarme con la botella de oxígeno vacía.
Quince minutos después de abandonar la cima, llegué al trecho superior del escalón Hillary, donde tuve que detenerme a causa de la aglomeración de gente que en ese momento ascendía por la única cuerda. Mientras esperaba a que desfilasen camino de la cima, Andy, que bajaba de ésta, me dijo: «Jon, creo que no me llega suficiente oxígeno. ¿Puedes ver si se me ha metido hielo en la válvula de la mascarilla?»
Hice una rápida comprobación y vi que la válvula de goma que dejaba pasar aire ambiente a la mascarilla tenía dentro una bola de baba congelada grande como un puño. La rompí con el pico del piolet y luego le pedí a Andy que me hiciese el favor de cerrarme el regulador y así ahorrar oxígeno hasta que el escalón estuviera libre. Equivocadamente, Andy abrió la válvula en vez de cerrarla, y diez minutos después se había agotado mi botella de oxígeno. Mis funciones cognoscitivas, que ya dejaban bastante que desear, cayeron inmediatamente en picado. Sentí como si me hubieran aplicado una sobredosis de calmantes.
Recuerdo vagamente que mientras yo esperaba, vi pasar a Sandy Pittman camino de la cima, seguida no sé cuánto tiempo después por Charlotte Fox y Lopsang Jangbu. A continuación apareció, allá abajo, Yasuko Namba, pero el último y más escarpado sector del escalón Hillary fue superior a ella. Estuve observando un cuarto de hora cómo pugnaba por vencer el borde superior de la roca, demasiado cansada para conseguirlo. Por último, Tim Madsen, que esperaba impaciente debajo de Yasuko, le puso las manos en las nalgas y la empujó hasta arriba.
No mucho después apareció Rob Hall. Disimulando mi pánico, le agradecí que me hubiera conducido hasta la cumbre de la montaña. «Sí, al final ha sido una expedición bastante buena», dijo, y a continuación mencionó que Frank Fischbeck, Beck Weathers, Lou Kasischke, Stuart Hutchison y John Taske habían dado media vuelta. Aun en mi estado de imbecilidad hipóxica, vi claramente que Hall estaba decepcionado porque cinco clientes suyos habían decidido desistir, sentimiento acentuado sin duda por el hecho de que el grupo de Fischer al completo parecía estar consiguiendo su objetivo. «Ojalá hubiéramos podido subir más clientes a la cima», se lamentó Rob antes de proseguir su ascensión.
Al poco rato, Adams y Boukreev llegaron de la cumbre y, justo encima de donde yo estaba, se detuvieron a esperar que aquello se despejara un poco. Un minuto después el atasco se complicó aún más con la cordada que subía: llegaron Makalu Gau, Ang Dorje y otros sherpas, seguidos de Doug Hansen y Scott Fischer. Y así, por fin, el escalón Hillary quedó despejado (pero yo había estado más de una hora a 8.800 metros sin oxígeno adicional).
Para entonces, sectores enteros de mi corteza cerebral parecían haber cerrado sus puertas. Mareado, temiendo desmayarme de un momento a otro, lo único que pensaba era en llegar cuanto antes a la cima Sur, donde me esperaba la tercera botella de oxígeno. Empecé a descender por la cuerda fija, rígido a causa del miedo que tenía. De pronto advertí que Anatoli y Martin me adelantaban y los vi bajar a paso vivo. Con la máxima cautela posible, descendí siguiendo la maroma de la cresta, pero quince metros más arriba de donde estaban las botellas de oxígeno la cuerda se terminó, y yo me resistí a seguir andando sin mascarilla.
Divisé a Andy Harris en la cima Sur rebuscando entre un montón de botellas anaranjadas.
—¡Eh, Harold! —grité—. ¿Puedes traerme una botella nueva?
—¡Aquí no queda oxígeno! —respondió él—. ¡Estas botellas están vacías!
La noticia me alarmó. Mi cerebro pedía oxígeno a gritos. No sabía qué actitud tomar. En ese momento llegó a mi altura Mike Groom, procedente de la cima. Mike había escalado el Everest sin oxígeno en 1993 y no le preocupaba mucho prescindir de él. Me pasó su botella y fuimos rápidamente hacia la cima Sur.
Una vez allí, y tras examinar el escondite, descubrimos que había al menos seis botellas llenas. Andy, sin embargo, se negaba a creerlo e insistía en que estaban todas vacías. Mike y yo no logramos convencerlo de lo contrario.
La única manera de saber cuánto oxígeno queda en una botella es conectándola al regulador y leyendo el indicador de nivel; posiblemente era así como Andy había verificado el contenido de los envases. Después de la expedición, Beidleman me dijo que si a Andy se le había atascado el regulador por culpa del hielo, el indicador pudo haber registrado que las botellas estaban vacías aunque estuvieran llenas, lo cual explicaría su extraña obstinación. Y si el regulador de Andy estaba atascado y no dejaba pasar oxígeno a la mascarilla, su aparente falta de lucidez quedaría explicada perfectamente.
Esta posibilidad —que ahora parece evidente— no se nos ocurrió entonces ni a Mike ni a mí. Considerándolo retrospectivamente, Andy se conducía de un modo muy extraño y su hipoxia era más grave de lo normal, pero yo entonces estaba tan impedido mentalmente que no pude registrar ese detalle.
A mi incapacidad para distinguir lo obvio, vino a sumarse el protocolo que caracterizaba la relación guía-cliente. Andy y yo teníamos una condición física y una técnica de escalada similares; de haber ascendido como compañeros en plano de igualdad, creo que no habría pasado por alto su situación. Pero en aquella expedición a Andy le había tocado hacer el papel de guía invencible; era el encargado de protegernos a nosotros, los clientes, y nos habían inculcado que no pusiéramos en duda la opinión de los guías. A mi inválido intelecto no se le ocurrió que Andy pudiera estar pasando serios apuros, ni que un guía pudiese necesitar mi ayuda urgentemente.
Al ver que Andy seguía obstinado en que no había botellas llenas en la cima Sur, Mike me miró significativamente. Yo me encogí de hombros y, volviéndome hacia Andy, dije: «Tú tranquilo, Harold. Es más el ruido que las nueces». Agarré una botella nueva, la acoplé a mi regulador y eché a andar montaña abajo. Dado lo que acaecería después, la facilidad con que abdiqué de toda responsabilidad —no digamos ya mi incapacidad para advertir que Andy podía estar en las últimas— fue un desliz que probablemente me atormentará hasta que me muera.
Sobre las 15:30 dejé la cima Sur por delante de Mike, Yasuko y Andy, y casi de inmediato me metí en una densa capa de nubes. Empezaba a nevar. Aquella media luz chata apenas me dejaba ver dónde terminaba la montaña y dónde empezaba el cielo; habría sido muy fácil resbalar por el borde de la cresta y… adiós a todo. Las condiciones atmosféricas no dejaron de empeorar mientras descendía del pico.
Al pie de los escalones rocosos de la arista Sureste, Mike y yo nos detuvimos para esperar a Yasuko, que tenía problemas con la cuerda fija. Mike intentó llamar a Rob por radio, pero el transmisor sólo funcionaba a ratos y Mike no logró contactar con nadie. Como él se ocupaba de Yasuko, y Rob y Andy acompañaban a Doug Hansen, di por hecho que la situación estaba controlada. Así pues, cuando Yasuko nos alcanzó, pedí permiso a Mike para seguir bajando yo solo. «Bien —respondió—; pero no te vayas cornisa abajo».
A las 16:45, cuando llegué al Balcón —el promontorio de la arista Sureste donde había estado viendo salir el sol con Ang Dorje—, me sorprendió encontrarme a Beck Weathers de pie en la nieve, tiritando. A esas alturas, yo le suponía en el campamento base. «¡Pero Beck! —exclamé—, ¿qué demonios haces aquí arriba?»
Unos años atrás, Beck se había sometido a una queratotomía radial
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para corregir su miopía. Ya en el Everest, descubrió un efecto secundario de esta intervención: la baja presión barométrica propia de las grandes alturas hacía que le fallara la vista. Cuanto más subía, más baja era la presión barométrica y peor veía.
La tarde anterior, según me confesó después el propio Beck, camino del campamento IV «había perdido tanta visión que no alcanzaba a ver más allá de un metro. Lo que hice fue pegarme a John Taske, y cuando él levantaba un pie, yo ponía la bota en la huella que dejaba».
Anteriormente Beck había hablado sin ambages de sus problemas oculares, pero con la perspectiva del asalto a la cima no quiso que Rob ni nadie supieran que la cosa se había agravado. A pesar de todo, estaba subiendo bien y se sentía más fuerte que al inicio de la expedición. En sus propias palabras, «no quería largarme antes de hora».