La voz del rey se oía cerca.
—… Los hechos son indiscutibles. Madouc no es nuestra nieta; su madre es un hada; su padre es un patán del bosque. Ella se niega rotundamente a comprometerse con Brezante, y no veo manera de imponer mi voluntad.
—¡Qué extrema insolencia! —exclamó Sollace—. Ya has invitado al rey Milo y a su reina a Haidion, y también al príncipe Brezante.
—Así es, lamentablemente. No vendrá mal agasajarlos. Pero no deja de ser un ultraje.
—Estoy indignada. Esa mocosa no debe salirse con la suya.
El rey Casmir torció la cara y se encogió de hombros.
—Si Madouc fuera una persona común, lo estaría lamentando en este preciso instante. Pero su madre es un hada, y no me atrevo a afrontar sus hechizos. Es un problema práctico.
—Si fuera bautizada y recibiera educación religiosa… —dijo esperanzadamente la reina Sollace.
El rey Casmir la interrumpió.
—Ya hemos hablado de eso. Ese plan es absurdo.
—Supongo que tienes razón; con todo… Pero no importa.
Casmir se dio un puñetazo en la palma de la otra mano.
—¡Estoy abrumado de problemas! Me acucian como la peste, cada cual más siniestro que el otro, con la sola excepción del más agudo, que me carcome día y noche.
—¿Y cuál es?
—¿No lo imaginas? Es el misterio del hijo de Suldrun.
La reina Sollace miró al rey sin comprender.
—¿Es un problema tan angustiante? Yo olvidé el asunto hace tiempo.
—¿No lo recuerdas? Se llevaron al hijo de Suldrun y nos dieron a otro bebé.
—Claro que me acuerdo. ¿Y qué pasa con eso?
—¡El misterio persiste! ¿Quién es el otro niño? Él es el mencionado en la profecía de Persilian, pero ignoro su nombre y su paradero. Él se sentará legítimamente ante Cairbra an Meadhan y reinará desde Evandig. Es lo esencial de la profecía.
—Cuya fuerza ya se habrá desvanecido.
—La fuerza de tales predicciones jamás se desvanece, hasta que se cumplen… o se eluden. Si yo supiera el nombre del niño, podría tramar alguna treta para salvaguardar el reino.
—¿Y no hay ninguna pista?
—Ninguna. Es varón, y ahora tendrá la misma edad que Madouc. Es todo lo que sé. Pagaría un alto precio por saber el resto.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Sollace—. Ahora no queda nadie que lo recuerde. ¿Por qué no solicitar una profecía más favorable?
Casmir soltó una risa amarga.
—No es fácil confundir a las Nornas —fue a sentarse en el diván—. Ahora, a pesar de todo, debo acoger al rey Milo. Él espera un compromiso. ¿Cómo explicarle que Madouc desprecia al bobo de su hijo?
La reina Sollace soltó una exclamación gutural:
—¡Tengo la respuesta! Madouc aún puede sernos útil… quizás incluso más que antes.
—¿Cómo?
—Nos oíste hablar de nuestra necesidad de reliquias sagradas. Proclamemos que a quien salga a buscarlas y regrese con una reliquia auténtica le aguarda una rica recompensa. Si trae el Santo Grial, podrá exigir un generoso don del rey, incluso la mano de la princesa Madouc.
Casmir iba a mofarse de la idea, pero cerró la boca. La propuesta no era mala en sí misma. Si los peregrinos traían oro, y las reliquias traían peregrinos, y Madouc —aun indirectamente— traía reliquias, el asunto era cabal. Casmir se puso de pie.
—No tengo nada que objetar a tu plan.
—¡Quizá sólo estemos postergando el problema! —dijo dubitativamente la reina Sollace.
—¿Por qué?
—Supongamos que un gallardo caballero trajera el Santo Grial y pidiera la mano de la princesa Madouc en matrimonio y ese don se le otorgara pero Madouc se resistiera… ¿Qué haríamos?
—Entregaría a esa rebelde. Puede escoger entre el matrimonio o la esclavitud; a mí me da lo mismo. A partir de ese momento, el asunto escapa de nuestras manos.
Sollace batió las palmas.
—¡Pues hemos resuelto todos nuestros problemas!
—No todos —Casmir se puso de pie y se marchó de la cámara.
Al día siguiente, en el rellano de la gran escalera, el padre Umphred abordó al rey Casmir.
—Majestad, por favor, debo hablar contigo.
Casmir observó al sacerdote de arriba abajo.
—¿Qué ocurre ahora?
El padre Umphred miró a ambos lados para cerciorarse de que nadie escuchaba.
—Majestad, durante mi estancia en Haidion como consejero espiritual de la reina, y merced a mis otros deberes, me he puesto al corriente de muchos acontecimientos de mayor o menor importancia. Tal es la naturaleza de mi posición.
Casmir soltó un gruñido.
—No me cabe la menor duda. Sabes más sobre mis asuntos que yo mismo.
El padre Umphred rió cortésmente.
—Recientemente me han dado a entender que estás interesado en el hijo de Suldrun.
—¿Y qué si es así? —replicó rudamente Casmir.
—Yo podría descubrir el nombre de ese niño, y su actual paradero.
—¿Y cómo lo harías?
—No estoy seguro en este momento. Pero el caso no se limita sólo a la información.
—Aja. Quieres algo a cambio.
—No lo negaré. Mi gran ambición es el arzobispado de la diócesis de Lyonesse. Si lograra convertir al rey de Lyonesse al cristianismo, ello constituiría un fuerte argumento para mi elevación a dicho puesto en el próximo Sínodo de Cardenales en Roma.
Casmir frunció el ceño.
—En pocas palabras, si me hago cristiano, me dirás el nombre del hijo de Suldrun.
El padre Umphred asintió y sonrió.
—Has captado la esencia de mi exposición.
—Eres un demonio artero —dijo Casmir con voz ominosa—. ¿Alguna vez te han estirado en el potro?
—No, majestad.
—¡Eres audaz hasta el extremo de la temeridad! Si no fuera porque la reina Sollace ya nunca me daría paz, contarías tu historia sin condiciones, entre jadeos y alaridos.
El padre Umphred sonrió mórbidamente.
—No me propongo ser atrevido ni irrespetuoso. En verdad esperaba que mi ofrecimiento te complaciera, majestad.
—Insisto: tienes suerte de que la reina sea tu protectora. ¿Qué se requiere para la conversión?
—Sólo el bautismo, y recitar algunas palabras de la letanía.
—Aja. No es gran cosa —el rey Casmir reflexionó y habló con voz huraña—. ¡Esto no cambiará nada! ¡No alardees de tu triunfo! No manejarás las donaciones recibidas por la iglesia. Todos los fondos serán controlados por la tesorería real, y ni un céntimo irá a los papas de Roma.
El padre Umphred intentó una protesta.
—Majestad, eso es un escollo para una administración cabal.
—También es un escollo para los arzobispos deshonestos. Más aún, no toleraré enjambres de monjes itinerantes que, como moscas al olor de la carroña, acudan para celebrar juergas a costa de los fondos públicos. Tales vagabundos serán azotados y condenados a la esclavitud, para que realicen labores útiles.
—¡Majestad! —exclamó el azorado padre Umphred—. ¡Algunos de esos sacerdotes errantes son hombres santos de primerísimo rango! ¡Llevan el Evangelio a lugares inhóspitos del mundo!
—Que sigan errando sin detenerse… hasta Tormous o Skorne, o la Alta Tartaria, pero que yo no vea sus abultadas barrigas ni sus lustrosas calvas.
El padre Umphred suspiró.
—Estoy obligado a dar mi acuerdo. Haremos lo que podamos.
—¡Alégrate, sacerdote! —dijo sombríamente Casmir—. Hoy gozas de buena suerte. Has ganado tu regateo y tu gordo cuerpo se ha salvado del potro. ¡Ahora dame tu información!
—Es preciso verificarla —dijo el padre Umphred—. La tendré preparada mañana, después de la ceremonia.
El rey Casmir dio media vuelta y se dirigió a sus aposentos.
Al día siguiente, al mediodía, Casmir se dirigió a la pequeña capilla de la reina. Guardó silencio mientras el padre Umphred lo rociaba con agua bendita y recitaba frases en un latín viscoso. Luego, a petición del padre Umphred, Casmir murmuró un padrenuestro y algunas letanías. Luego el padre cogió una cruz y avanzó sobre Casmir con la cruz en alto.
—¡De hinojos, hermano Casmir! ¡Con humildad, transportado por la alegría, besa la cruz y consagra tu vida a actuar dignamente y a la gloria de la Iglesia!
—Sacerdote —replicó el rey—, cuida esa lengua. No quiero tontos en mi presencia —miró el interior de la capilla y dirigió un gesto a los que habían asistido a la ceremonia—. ¡Dejadnos!
La capilla quedó desierta a excepción de Casmir, el sacerdote y la reina Sollace. Casmir interpeló a la reina.
—Querida reina, me agradaría que, por el momento, te marcharas tú también.
La reina Sollace frunció la nariz. Tiesa de pomposa indignación, salió de la capilla.
El rey Casmir se volvió hacia el sacerdote.
—Bien, dime lo que sabes. Si es una falsedad o una necedad, languidecerás largo tiempo en la sombra.
—¡Majestad, he aquí la verdad! Hace mucho tiempo un joven príncipe fue arrojado a estas playas por el mar, casi ahogado, al pie del jardín de Suldrun. Su nombre era Aillas, ahora rey de Troicinet y otras partes. Suldrun le dio un hijo, a quien llevaron al Bosque de Tantrevalles para protegerlo. Allí las hadas cambiaron a ese niño, que se llamaba Dhrun, por Madouc. Aillas fue encerrado en la mazmorra, pero escapó mediante algún recurso que desconozco. Ahora siente un odio visceral por ti. Su hijo, el príncipe Dhrun, tampoco te profesa afecto.
Casmir escuchó boquiabierto. La información era más sorprendente de lo que esperaba.
—¿Cómo es posible? —murmuró—. ¡El niño debería tener la edad de Madouc!
—El niño Dhrun vivió un año en el shee de las hadas, según el cálculo del tiempo humano. Pero este año equivale a siete años o más del tiempo de los semihumanos. Así se resuelve la paradoja.
Casmir gruñó para sus adentros.
—¿Tienes pruebas de lo que dices?
—No tengo ninguna prueba.
Casmir no insistió. Conocía datos que lo habían intrigado durante mucho tiempo. ¿Por qué, por ejemplo, Ehirme, la ex criada de Suldrun, había sido llevada a Troicinet con toda su familia, para gozar de una generosa fortuna? Aún más desconcertante era un hecho que le había inspirado mil conjeturas: ¿cómo podía Aillas tener una edad tan cercana a la de su hijo Dhrun? Ahora todo se explicaba.
Los hechos eran ciertos.
—¡No digas nada a nadie! —dijo Casmir con tono amenazador—. ¡Sólo yo debo saberlo!
—Majestad, tú hablas y yo obedezco.
—Lárgate.
El padre Umphred salió de la capilla con aire presuntuoso. Casmir se quedó mirando la cruz de la pared sin verla. Para él esa cruz no significaba mucho más que el día anterior.
—¡Aillas me odia con buenas razones! —murmuró—. Y Dhrun es quien se sentará en Cairbra an Meadhan… antes de haber fenecido. ¡Así sea! Ocupará el trono Evandig y desde allí gobernará, aunque sólo sea para mandar a un paje a por pañuelos. Y así, antes de haber fenecido, ocupará su legítimo puesto y reinará.
La noche llegó al castillo de Haidion. El rey Casmir, sentado a solas en el Gran Salón de la Torre Vieja, saboreó una austera cena compuesta de carne fría y cerveza.
Al concluirla comida, se volvió en el asiento para escrutar el fuego.
Evocó años pasados en un desfile de imágenes fugaces y fluctuantes: Suldrun como una niña de cabello dorado; Suldrun como la había visto por última vez, apesadumbrada pero desafiante. Luego evocó al joven demacrado que había arrojado con tal furia a la mazmorra. El rostro tenso y blanco, desleído por el tiempo, se asemejaba ahora al semblante del joven Aillas. ¡Cómo debía de odiarlo Aillas! ¡Cuántos deseos de venganza abrigaría!
Casmir emitió un gruñido de consternación. Los hechos recientes se debían ver desde una nueva perspectiva. Aillas, al ocupar el trono de Ulflandia del Norte y del Sur, había frustrado los planes de Casmir, y lo mismo acababa de hacer con Blaloc. ¡Qué artero disimulo habían demostrado Aillas y Dhrun durante su visita! ¡Con cuánta afabilidad habían promovido alianzas de paz, al tiempo que lo despreciaban y conspiraban para su perdición!
El rey se irguió en la silla. Era hora de responder de forma dura y contundente, aunque controlada, como siempre, por la prudencia. Casmir no era amigo de cometer actos precipitados que luego pudieran perjudicar sus propios intereses. Al mismo tiempo, debía descubrir un método para neutralizar la profecía de Persilian y viciar su contenido.
El rey sopesó sus opciones. Era obvio que la muerte de Aillas convendría a sus intereses. En tal caso, Dhrun ocuparía el trono. En tales circunstancias, podría concertarse un encuentro en Avallon, con uno u otro pretexto. Dhrun se sentaría en Cairbra an Meadhan, y de algún modo él lo persuadiría para que impartiera una orden desde el trono Evandig. El resto sería rutina: un movimiento en las sombras, un destello de acero, un grito, un cuerpo en el suelo… y Casmir continuaría con sus planes, libre de temores y casi sin oposición.
El plan era claro y lógico, y sólo requería ciertos pasos previos.
Primero: era preciso liquidar a Aillas, aunque actuando con prudencia. El asesinato de un rey era asunto peligroso, y los intentos frustrados acostumbraban dejar huellas que delataban al instigador, lo cual no sería ventajoso.
Un nombre vino por sí solo a la mente de Casmir.
Torqual.
Casmir reflexionó. Torqual tenía magníficas aptitudes, pero no era fácil de controlar. A decir verdad, era imposible de controlar. A menudo parecía un enemigo en vez de un aliado, y apenas se dignaba conservar una cínica fachada de cooperación.
Con pesar, Casmir dejó de lado Torqual. Casi de inmediato se le ocurrió otro nombre, y esta vez se reclinó en el asiento, meneando la cabeza pensativamente, sin sentir ninguna aprensión.
Se trataba del caballero Cory de Falonges
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, un hombre de la misma calaña que Torqual. El deseo de cooperación del caballero Cory, sin embargo, podía darse por sentado, pues ahora estaba en una mazmorra del Peinhador esperando el golpe del hacha de Zerling. Si accedía a los deseos del rey Casmir, Cory tenía mucho que ganar y nada que perder.
Casmir hizo una breve seña al lacayo que aguardaba junto a la puerta.
—Trae al caballero Erls.
Erls, canciller y asesor de confianza de Casmir, entró en la sala a los pocos minutos: un hombre maduro de ojos penetrantes y rasgos afilados, cabello plateado y tez marfileña. Casmir no sentía gran simpatía por el meticuloso Erls, pero este hombre lo servía con precisa eficacia y Casmir pasaba por alto todo lo demás.