Asegurándose de no ser vista, Madouc recorrió con rapidez la galería. Atravesó el túnel de la Muralla de Zoltra, el podrido portal, y entró en el jardín.
Se detuvo para mirar y escuchar. No se veía ninguna criatura viviente ni se oía ningún sonido excepto el sordo mugido del oleaje. «Qué raro», pensó Madouc. A la pálida luz invernal el jardín lucía menos melancólico que en sus recuerdos.
Madouc descendió por el sendero hasta la playa. El borrascoso oleaje se estrellaba pesadamente contra los guijarros. Madouc se volvió para mirar el jardín. La conducta de Suldrun resultaba más incomprensible que nunca. Según Cassander, no había sido capaz de afrontar los peligros y penurias de una vida vagabunda. Pero ¿a cambio de qué? Una persona astuta, resuelta a sobrevivir, habría podido reducir o eludir los peligros. Pero Suldrun, tímida y apática, había preferido languidecer en aquel oculto jardín hasta morir.
—En cuanto a mí —se dijo Madouc—, habría saltado esa cerca en un santiamén. Después de eso, habría fingido ser varón y leproso. Fingiría ampollas en la cara, para ahuyentar a quien se me acercara, y apuñalaría con un cuchillo a quien no sintiera repugnancia. ¡Si hubiera sido Suldrun, hoy estaría viva!
Madouc volvió camino arriba. Los trágicos acontecimientos del pasado le ofrecían una lección. Primero, Suldrun había aspirado en vano a la misericordia del rey Casmir. La moraleja era obvia: una princesa de Lyonesse debía casarse como deseaba Casmir o ser blanco de su despiadado enojo. Madouc hizo una mueca. El parecido entre el caso de Suldrun y el de ella era alarmante. Aun así, le gustase o no, Casmir tenía que convencerse de que no podía involucrarla en sus proyectos imperiales.
Madouc salió del jardín y tomó el camino de regreso. Un banco de nubes negras se aproximaba desde el Lir, y cuando Madouc se encontraba ya cerca del castillo la sorprendió una ráfaga húmeda, azotándole la falda. El día se oscureció y la tormenta llegó con truenos, relámpagos y lluvia. Madouc se preguntó cuándo terminaría el invierno.
Pasó una semana tras otra, y al fin el sol abrió boquetes de luz en las nubes. El día siguiente amaneció brillante y diáfano.
El rey Casmir, abatido por el mal tiempo, decidió salir a tomar el aire con la reina Sollace, y de paso exhibirse ante los habitantes de la ciudad de Lyonesse. Pidió el carruaje ceremonial, que pronto frenó ante el castillo. Los miembros de la familia real ocuparon sus sitios: el rey Casmir y la reina Sollace mirando hacia delante; el príncipe Cassander y la princesa Madouc enfrente.
La procesión inició la marcha. Un heraldo enarbolaba los emblemas reales, que consistían en un negro Árbol de la Vida sobre campo blanco, con una docena de granadas escarlatas colgando de las ramas. A continuación iban tres jinetes con armadura, cota de malla y yelmo de hierro, empuñando alabardas, seguidos por el carruaje abierto con su real cargamento. En la retaguardia marchaban tres jinetes con armadura.
La procesión avanzó por el Sfer Arct, lentamente, de modo que la gente de la ciudad pudiera salir a mirar y soltar ovaciones.
Al pie del Sfer Arct, la procesión viró a la derecha y continuó por el Chale hasta el emplazamiento de la nueva catedral. Allí el carruaje se detuvo y la familia real se apeó para inspeccionar la obra. El padre Umphred se les acercó de inmediato.
No era un encuentro accidental. El padre Umphred y la reina Sollace habían realizado extensos cálculos sobre cómo hacer para que el rey se interesara por la catedral. El padre Umphred, de acuerdo con sus planes, se apresuró a proponer un paseo por la obra inconclusa.
—Ya veo bastante desde aquí —respondió bruscamente el rey Casmir.
—¡Cómo desees, majestad! Aun así, todos los matices de Sanctíssima Sollace serán más visibles desde cerca.
El rey Casmir echó una ojeada.
—Vuestra secta no es numerosa. El edificio es demasiado grande para su fin.
—Creemos honestamente lo contrario —dijo jovialmente el padre Umphred—. En todo caso, la magnificencia y la grandeza ¿no están más en consonancia con la Sanctíssima Sollace que una tosca capilla de madera y lodo?
—No me impresionan ni la una ni la otra —replicó Casmir—. He oído decir que en Roma y en Rávena las iglesias están tan atiborradas de ornamentos de oro y chucherías enjoyadas que no hay espacio para nada más. Ten la certeza de que ni un penique de las arcas reales de Lyonesse se invertirá en esas extravagancias.
El padre Umphred rió forzadamente.
—Majestad, opino que una catedral enriquecerá a la ciudad, y no al contrario. Por eso mismo, si es espléndida obrará el mismo efecto, pero con mayor rapidez —el padre Umphred tosió delicadamente—. Recordarás que en Roma y en Rávena el oro no vino de quienes construyeron las catedrales, sino de quienes iban a adorar.
—¡Ja! —El rey Casmir estaba interesado a pesar de sus prejuicios—. ¿Y cómo se logró ese milagro?
—No es un misterio. Los adoradores esperan conseguir favores de la Divinidad mediante sus aportes financieros —el padre Umphred extendió las manos—. ¡Quién sabe! ¡Quizá la creencia esté bien fundada! Nadie ha demostrado lo contrario.
—Aja.
—¡Una cosa es segura! Cada peregrino que llegue a la ciudad de Lyonesse saldrá con el espíritu enriquecido, aunque más pobre en bienes mundanos.
El rey Casmir estudió la inconclusa catedral con nuevos ojos.
—¿Cómo esperas atraer a peregrinos ricos y generosos?
—Algunos vendrán a adorar y a participar en los ritos. Otros pasarán horas en el silencio de la gran nave, como sumergiéndose en una santa infusión. Otros vendrán a maravillarse de nuestras reliquias, para sentir la majestuosidad de su presencia. Estas reliquias son de importancia crucial, pues atraen a peregrinos de sitios remotos con gran eficacia.
—¿Reliquias? ¿De qué hablas? No tenemos ninguna, que yo sepa.
—Es un tema interesante —dijo el padre Umphred—. Hay reliquias de muchas clases, y se pueden clasificar en diversas categorías. Las primeras y más preciadas son las que se asocian directamente con el Señor Jesucristo. En el segundo rango, de gran excelencia, hallamos objetos asociados con alguno de los Santos Apóstoles. En el tercer rango tenemos reliquias de la antigüedad, a menudo preciosas y raras: por ejemplo, la piedra con la que David mató a Goliat, o una sandalia de Sadrac con quemaduras en la suela. En el cuarto rango hay interesantes objetos asociados con algunos de los santos. También están lo que llamaré reliquias incidentales, más interesantes por asociación que por esencia sagrada. Por ejemplo, una zarpa del oso que devoró a san Gandolfo, o una ajorca del brazo de la prostituta que Jesús defendió frente al templo, o la oreja disecada de uno de los cerdos gadarenos. Lamentablemente, muchas de las mejores y más maravillosas reliquias han desaparecido, o jamás se hallaron. Por otra parte, a veces aparecen artículos de calidad garantizada, e incluso se ponen en venta. Uno debe ser cauto, por cierto, cuando efectúa tales compras.
El rey Casmir se acarició la barba.
—¿Cómo saber si las reliquias son genuinas?
El padre Umphred frunció los labios.
—Si un objeto falso se guardara en un terreno santificado, un rayo divino destruiría el artículo engañoso y también al culpable del fraude, o eso me han dicho. Peor aún, el humillado hereje languidecería por siempre en los pozos más hondos del infierno. Esto es bien sabido, y es nuestra salvaguarda y garantía.
—Hmm. ¿Y ese rayo divino desciende a menudo?
—No conozco el número de casos.
—¿Y cómo propones adquirir tus reliquias?
—Por diversos medios. Algunas llegarán como obsequios; enviaremos agentes para buscar las demás. La reliquia más codiciada es el Santo Grial, que el Salvador usó en la Última Cena, y que José de Arimatea utilizó para recibir la sangre de las divinas heridas. Luego lo llevó a la abadía de Glastonbury, en Gran Bretaña; desde allí fue trasladado a una isla sagrada de Lough Corrib, en Irlanda. Alguien lo trajo desde allí a las Islas Elder para resguardarlo de los paganos, pero se desconoce el paradero actual.
—Interesante historia —dijo el rey Casmir—. Te convendría conseguir ese Grial para tu exhibición.
—¡Sólo nos resta esperar y soñar! Si poseyéramos el Grial, al instante seríamos la iglesia más orgullosa de la Cristiandad.
La reina Sollace no pudo contener un grito de excitación. Volvió sus húmedos ojos hacia el rey Casmir.
—Señor, ¿no está claro? Debemos tener las mejores y más excelentes reliquias. ¡Ninguna otra cosa servirá!
El rey Casmir se encogió de hombros.
—Haz lo que te plazca, mientras no extiendas documentos a pagar por el tesoro real. Ésa es mi firme resolución.
—¿Pero no está claro? ¡Cada pequeña suma pagada ahora se nos devolverá centuplicada! ¡Y todo contribuirá a la mayor gloria de nuestra maravillosa catedral!
—¡Exactamente! —añadió el padre Umphred con voz meliflua—. Como de costumbre, querida reina, tu comentario es sabio y penetrante.
—Regresemos al carruaje —dijo el rey Casmir—. He visto todo lo que quería ver, y oído más de la cuenta.
Los meses del año siguieron su curso y el invierno se convirtió en primavera. Varios acontecimientos animaron ese período. El príncipe Cassander se vio envuelto en un escándalo y fue enviado al fuerte Mael, cerca de la frontera de Blaloc, a reflexionar sobre sus desmanes mientras se apaciguaba.
Desde Ulflandia del Sur llegaron nuevas de Torqual. Había conducido su banda en una incursión contra la aislada y aparentemente indefensa fortaleza de Framm, pero había caído en una emboscada tendida por tropas ulflandesas. En la escaramuza Torqual perdió la mayor parte de sus hombres y tuvo suerte de escapar con vida.
Otro acontecimiento importante para Madouc, fue el compromiso de su agradable y pretendidamente informal preceptora, Lavelle. Los preparativos para su boda con Garstang de Twanbow la obligaron a marcharse de Haidion para regresar a Pridart.
La nueva preceptora de Madouc fue la dama Vosse, hija solterona de un primo segundo del rey, Vix de Mayosilvestre Tetratorre, una localidad cercana a Slute Skeme. Rumores malévolos sugerían que Vosse había sido engendrada por un vagabundo godo durante una de las ausencias de Vix; fuera como fuese, la dama Vosse no se parecía a sus tres hermanas menores, que eran esbeltas, morenas, amables y lo bastante atractivas como para hallar esposo. En cambio Vosse era alta, con pelo gris hierro, huesos grandes, un rostro cuadrado de granito, ojos grises bajo cejas grises y un temperamento exento de aquella ligereza que agraciaba a Lavelle a los ojos de Madouc.
Tres días después de la partida de Lavelle, la reina Sollace llamó a Madouc a sus aposentos.
—¡Adelante, Madouc! He aquí a la dama Vosse, la cual asumirá los deberes que Lavelle ha abandonado con cierta premura. De aquí en adelante, Vosse supervisará tu educación.
Madouc estudió a la dama Vosse.
—Por favor, majestad, creo que tal supervisión ya no es necesaria.
—Me alegraría que así fuera. En todo caso, la dama Vosse se cerciorará de que seas una experta en las materias adecuadas. Al igual que yo, sólo se conformará con la excelencia, y debes consagrar todas tus energías a esta finalidad.
—Me han dicho que la dama Lavelle —terció la dama Vosse— tenía pautas flexibles que no lograban comunicar la exactitud de cada lección. Lamentablemente, la víctima de tal laxitud es la princesa Madouc, que ha tomado por costumbre el holgazanear.
—¡Me complace oír esas palabras, que tanta dedicación prometen! —dijo la reina Sollace—. Madouc jamás ha amado la exactitud ni la disciplina. Estoy segura, dama Vosse, que tú remediarás esa carencia.
—Haré lo posible —Vosse se volvió hacia Madouc—. Princesa, no exijo milagros. ¡Sólo necesitas esmerarte!
—En efecto —dijo la reina—. Madouc, ¿entiendes este nuevo principio?
—Una pregunta —replicó Madouc—. ¿Yo soy la princesa real?
—Sí, desde luego.
—En ese caso, la dama Vosse debe obedecer mis reales órdenes y enseñarme lo que yo desee aprender.
—¡Ja! —exclamó Sollace—. Tus argumentos son válidos hasta cierto punto, pero aún eres demasiado inexperta para saber lo que te conviene. La dama Vosse es muy sabia en este sentido, y dirigirá tu educación.
—¡Por favor, majestad! ¡Podría ser una educación errónea! ¿Debo aprender a ser como la dama Vosse?
Vosse habló con voz mesurada:
—¡Aprenderás lo que yo decida enseñarte! ¡Lo aprenderás bien! ¡Y eso redundará en tu bienestar!
La reina Sollace agitó la mano.
—Eso es todo, Madouc. Puedes irte. No hay más que decir sobre el tema.
La conducta de Madouc no tardó en dar a la dama Vosse motivos de queja.
—No me propongo derrochar tiempo ni palabras blandas contigo. Lleguemos a un entendimiento: si no obedeces mis instrucciones con precisión y sin objeciones, acudiré de inmediato a la reina y le pediré autorización para zurrarte como es debido.
—Ésa sería una conducta inapropiada —señaló Madouc.
—Ocurriría en privado y nadie lo sabría, excepto tú y yo. Más aún, a nadie le importaría… salvo a ti y a mí. Te aconsejo que tengas cuidado. Es posible que me concedan ese privilegio, y yo lo aceptaría con gusto, pues tu contumacia es tan ofensiva como tu risueña insolencia.
—Esos comentarios son insultantes —observó Madouc—, y te prohíbo presentarte ante mí hasta que pidas disculpas. Además, ordeno que te bañes con mayor frecuencia, pues apestas a cabra o algo similar. Puedes marcharte.
La dama Vosse miró a Madouc sin poder creer lo que oía. Giró sobre sus talones y se marchó de la habitación. Una hora más tarde Madouc tuvo que presentarse en los aposentos de la reina Sollace, y allí se dirigió con pasos lentos y embargada por malos presentimientos. La reina Sollace reposaba en un sillón tapizado mientras Ermelgart le cepillaba el cabello. A un lado estaba el padre Umphred, leyendo un libro de salmos. Al otro lado, rígida sobre un banco, estaba la silenciosa dama Vosse.
—Madouc —graznó la reina Sollace—, estoy disgustada contigo. La dama Vosse me ha referido tu insolencia y tu insubordinación. ¡Ambas parecen estudiadas y deliberadas! ¿Qué tienes que decir en tu defensa?
—La dama Vosse no es una persona agradable.
La reina rió incrédulamente.
—Aunque tu opinión fuera acertada, ¿qué importancia tiene, mientras ella cumpla con su deber?