—En asuntos cotidianos intentaría obedecerte, pero recuerda: mi matrimonio es mucho más importante para mí que para ti.
El rey Casmir se inclinó despacio. Con los años, muchos infelices habían visto esa expresión antes de sufrir el tormento en las mazmorras del Peinhador.
—¿Así que deseas oponerte a mi voluntad? —tronó Casmir.
Madouc habló con mayor cautela que nunca.
—¡Hay algunas circunstancias, majestad, que hacen imposible este plan!
—¿De qué circunstancias hablas?
—En primer lugar, desprecio al príncipe Brezante. Si está tan ansioso por casarse, que despose a la dama Vosse o a Chlodys. Segundo, recordarás que soy hija de madre semihumana y padre desconocido. Carezco de linaje; por esta razón, mis doncellas me llaman «bastarda», una realidad que no puedo negar. Si el rey Milo lo supiera, consideraría que el compromiso es una burla, un insulto para su dinastía.
El rey Casmir parpadeó y guardó silencio. Madouc se puso de pie y se apoyó tímidamente en la mesa.
—Por tanto, majestad, el compromiso no es posible. Debes trazar otros planes que no me incluyan.
—¡Bah! —masculló Casmir—. Esas circunstancias son meras pequeñeces. Ni Milo ni Brezante tienen por qué enterarse. A fin de cuentas, ¿quién se lo diría?
—La tarea recaería en mí —dijo Madouc—. Sería mi deber.
—¡Eres una descarada!
Madouc se apresuró a explicarse.
—¡En absoluto, majestad! Sólo hago uso de la buena fe y la franqueza que he aprendido de tu noble ejemplo. El respeto al honor por ambas casas reales me obliga a admitir mi condición, sean cuales fueren las consecuencias.
—Eso no significa nada —vociferó Casmir—. ¡Hablar de honor es frívolo y necio! Si necesitas un linaje, los heraldos maquinarán algo adecuado y yo te lo otorgaré por decreto.
Madouc meneó la cabeza sonriendo.
—El mal queso apesta, por magras que sean las raciones. Semejante linaje sería objeto de irrisión. Las gentes dirían que eres un monstruo de corazón negro, falso como un armiño, dispuesto a cualquier embuste o doblez. Todos se mofarían; yo sufriría un doble ridículo, y doble humillación, por permitir tan desfachatada falsedad. Además, te llamarían…
Casmir hizo un gesto brusco.
—¡Basta! ¡Es suficiente!
—Sólo te explicaba por qué mi verdadero linaje es tan importante para mí —dijo dócilmente Madouc.
Casmir estaba perdiendo la paciencia.
—¡Esto es una locura que no viene al caso! No permitiré que esas nimiedades me detengan. Ahora…
—Los hechos son innegables, majestad —exclamó plañideramente Madouc—. No tengo linaje.
—Entonces invéntalo, o encuentra uno que te parezca adecuado, y se te concederá por decreto. ¡Pero actúa con rapidez! Pide ayuda a Spargoy, el heraldo mayor.
—Preferiría la ayuda de otra persona.
—¡Quién desees! Realidad o fantasía, lo mismo da. Soy indiferente a tus caprichos. ¡Pero actúa deprisa!
—De acuerdo, majestad. Se hará tal como ordenas.
Casmir se asombró ante la mansedumbre de Madouc. ¿Por qué se había vuelto tan dócil?
—En el ínterin, iniciaré deliberaciones de cara a tu compromiso. ¡Esto debe continuar!
Madouc soltó un grito de protesta.
—Majestad, ¿no acabo de explicarte que no es posible?
Casmir parecía hincharse. Madouc se movió un paso detrás de la mesa, para poner la máxima distancia entre ella y el rey.
—Nada ha cambiado, majestad —declaró—. Buscaré mi linaje por todas partes, pero aunque descubra que mi padre es el rey de Bizancio, el príncipe Brezante sigue siendo tan odioso como antes. Si me dirige una sola palabra, le diré que soy una huérfana bastarda a la que el rey Casmir desea ligarlo mediante una argucia. Si no lo disuado, le mostraré el «Cosquilleo-Salto-del-Trasgo» para que brinque por los aires.
El rey Casmir, las mejillas rojas y los ojos desorbitados, avanzó tres pasos para atrapar a Madouc y darle una buena tunda. Madouc retrocedió cautamente la misma distancia. Casmir continuó persiguiéndola dando tumbos, pero Madouc se las arreglaba para mantener siempre la mesa entre ambos.
Casmir se detuvo al fin, jadeando de cólera y agotamiento.
—Debes excusarme por huirte, majestad —dijo Madouc sin aliento—, pero no me interesa recibir otra paliza.
—Llamaré a los lacayos —dijo Casmir—. Te llevarán a una habitación a oscuras, y te aporrearé a gusto y quizá te haga otras cosas. Nadie me desafía impunemente —avanzó otro paso, clavando los ojos en Madouc, como queriendo paralizarla con la mirada.
Madouc se echó a un lado y habló con voz trémula:
—Te ruego que no hagas esas cosas, majestad. Notarás que no he utilizado mi magia contigo, pues sería irrespetuoso. No sólo domino el «Siseo» y el «Cosquilleo», sino también… —Madouc buscó inspiración, y no tardó en encontrarla—, sino también un irritante hechizo llamado «Conjunción de insectos», que sólo aplico a personas que me molestan.
—¿Sí? —preguntó el rey Casmir con voz amable—. Hablame de ese hechizo —y avanzó un paso.
Madouc retrocedió deprisa.
—Cuando me veo obligada a infligir sufrimiento a un vil canalla, los insectos lo acosan desde todas partes. Vienen de día y de noche, de arriba y de abajo, del cielo y de la tierra.
—Una perspectiva inquietante.
—¡Cierto, majestad! Por favor, no te me acerques de modo sigiloso, pues me asustas y podría invocar la «Conjunción» por error.
—¿De veras? Habíame más sobre ese maravilloso hechizo.
—¡Primero vienen las pulgas! Saltan por la rubia barba del canalla, y por el pelo; infestan sus ricas vestimentas hasta que él se desgarra la piel de tanto rascarse.
—¡Qué irritante! ¡Quédate quieta y cuéntame más!
El rey Casmir hizo un movimiento repentino. Madouc dio un brinco y habló con desesperada precipitación:
—Cuando duerme, grandes arañas se arrastran por su cara. Los gorgojos anidan en su piel y le caen de la nariz. Encuentra escarabajos en la sopa y cucarachas en el potaje. Los moscardones le entran por la boca y ponen huevos en sus oídos; cuando sale, lo asedian mosquitos, polillas y saltamontes. Las avispas y abejas lo pican a discreción.
El rey Casmir frunció el ceño.
—¿Y tú controlas ese espantoso hechizo?
—¡Ya lo creo! Y hay cosas peores. Si el canalla cae al suelo, de inmediato es cubierto por un hervidero de hormigas. Naturalmente, sólo usaría este hechizo para protegerme.
—¡Desde luego! —El rey Casmir sonrió con dureza—. ¿Pero de veras dominas un sortilegio tan poderoso? Sospecho que no.
—Con toda franqueza, he olvidado un par de sílabas —declaró Madouc—. Sin embargo, mi madre las conoce muy bien. Puedo llamarla cuando lo necesite, y ella transformará a mis enemigos en sapos, topos o salamandras, según yo le indique. ¡Y esto debes creerlo, pues es verdad!
El rey Casmir miró largamente a Madouc. Hizo un brusco ademán que podía significar cualquier cosa.
—Márchate. Lárgate de mi vista.
Madouc se inclinó en una delicada reverencia.
—Agradezco tu gentil clemencia, majestad.
Pasó cautelosamente por el lado de Casmir; luego, echando una furtiva mirada por encima del hombro, salió corriendo de la habitación.
El rey Casmir atravesó lentamente la galería, subió la escalera y, tras una pausa, continuó por el corredor hasta la sala de estar de la reina. El lacayo le abrió la puerta de par en par; el rey Casmir entró. Al descubrir a la reina Sollace en pleno coloquio con el padre Umphred, el rey se paró en seco y lanzó una mirada fulminante. El sacerdote y la reina se volvieron y de inmediato bajaron la voz. El padre Umphred se inclinó con una sonrisa. Casmir, ignorando el saludo, marchó hacia la ventana, donde se plantó para contemplar el paisaje.
Tras una pausa respetuosa, la reina Sollace y el padre Umphred reanudaron la conversación. Al principio en voz baja, para no interrumpir las cavilaciones del rey; luego, al ver que éste no parecía prestar atención, continuaron con voz normal. Como de costumbre, hablaban de la nueva catedral. Los dos convenían en que los adornos y mobiliarios debían ser riquísimos y de magnífica calidad; sólo lo mejor era adecuado.
—El foco de todo, lo que podríamos llamar el nódulo inspirador, es el altar —declaró el padre Umphred—. ¡Allí es donde miran todos los ojos, la fuente de la cual mana la Palabra Santa! ¡Debemos asegurarnos de que sea igual o superior al de cualquier otro de la Cristiandad!
—Opino lo mismo —dijo la reina Sollace—. ¡Cuán afortunados somos! ¡Es una oportunidad reservada a muy pocos!
—¡Exacto, querida reina! —El padre Umphred miró de soslayo la figura corpulenta plantada ante la ventana, pero el rey Casmir parecía absorto en sus propios pensamientos—. He preparado algunos dibujos. Lamentablemente olvidé traerlos.
La reina Sollace no ocultó su decepción.
—¡Descríbelos, por favor! ¡Me encantaría oírte!
El padre Umphred se inclinó.
—Vislumbro un altar de rara madera soportado por columnas con volutas de mármol rosado de Capadocia. A ambos lados se yerguen candelabros de siete brazos, altos y majestuosos, como transfigurados ángeles luciferinos. ¡Tal será el efecto! En su día se forjarán con oro puro. Por el momento serán de yeso cubierto con pan de oro.
—¡Haremos lo que sea preciso!
—Debajo del altar está situado el píxide, en una mesa de delicada madera con un friso tallado que representa a los doce arcángeles. El píxide será un recipiente de plata con incrustaciones de carbunclos, lapislázuli y jade; reposará sobre un paño bordado con signos sagrados, simulando el lienzo sacro conocido como «Tasthapes». Detrás del altar, la pared se dividirá en doce paneles, cada cual esmaltado con dibujos de color puro representando una escena portentosa, para regocijo del observador y para gloria de la Fe.
—¡Puedo verlo, como en una visión! —exclamó la reina con fervor—. Su concepción me conmueve profundamente!
El padre Umphred, tras echar otra mirada de soslayo a la ventana, dijo:
—Querida reina, evidentemente eres sensible a las influencias espirituales, y mucho más de lo común. Pero pensemos en cómo disponer nuestras reliquias sagradas. Podemos construir una habitación para guardarlas… Por ejemplo, aliado del vestíbulo. O quizá presentarlas a una visión más general en uno de los cruceros, o ambas cosas, en el caso de que adquiramos varios de estos objetos sagrados.
—Por ahora —dijo la reina—, sin nada que exhibir, no podemos trazar planes serios.
El padre Umphred hizo un gesto de reproche.
—¡Ten fe, querida reina! ¡Ella te ha sostenido en el pasado! Estos objetos existen, y los conseguiremos.
—¿Pero cómo puedes estar seguro de ello?
—Con fe y perseverancia, los encontraremos dondequiera que estén. Algunos aún están por descubrir. Otros se hallaron y se perdieron, y hay que descubrirlos de nuevo. Te mencionaré la Cruz de San Elric, quien fue cocido y devorado por el ogro Magre, miembro a miembro. Para fortalecerse durante la ordalía, el santo construyó una cruz con las dos tibias desechadas. Este crucifijo fue antaño uno de los tesoros del Monasterio de San Bac, en Dun Cruighre. ¡Quién sabe dónde está ahora!
—¿Y cómo lo hallaremos?
—Mediante una búsqueda atenta y dedicada. También mencionaré el Talismán de Santa Uldme, quien se empeñó en convertir a Phogastus, un gnomo del Lago Negro de Meira. Sus esfuerzos fueron ímprobos; de hecho, dio a luz cuatro hijos de Phogastus
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, cada cual con una hematites redonda en lugar de un tercer ojo. Las cuatro piedras fueron arrancadas e incrustadas en un talismán, ahora inhumado en alguna cripta de la isla Whanish. También es un objeto de gran potencia, pero una persona valerosa e intrépida podría conquistarlo. En el Pico Alto de Galicia hay un monasterio fundado por el herético obispo Sangiblás. En sus criptas los monjes conservan uno de los clavos que atravesó los pies de Nuestro Salvador. Podría mencionar muchas reliquias similares. Las que no se han perdido son reverenciadas y custodiadas con gran celo. Podrían ser difíciles de obtener.
—¡Nada bueno se obtiene sin rigores! —exclamó resueltamente la reina Sollace—. ¡Es la lección de la vida!
—¡Verdad! —salmodió el padre Umphred—. ¡Majestad, has aclarado sucintamente toda una maraña de confusas ambigüedades!
—¿No se ha dicho nada sobre el Grial? —preguntó la reina Sollace—. Me refiero a ese utensilio sagrado usado por el Salvador en la Ultima Cena, y en el que José de Arimatea recibió la sangre de las divinas heridas. ¿Qué se sabe del sacro recipiente?
El padre Umphred frunció los labios.
—Los informes no son precisos. Sabemos que fue llevado a la abadía de Glatonbury por José de Arimatea, y luego trasladado a Irlanda y depositado en una capilla del islote Inchagoill, en Lough Corrib; ante el temor a los paganos, de allí fue traído a las Islas Elder por un monje llamado Sisembert, y se supone que ahora está bajo custodia secreta: en un lugar misterioso al que sólo irían los más valientes o los más temerarios.
El rey Casmir había escuchado la conversación. Dio media vuelta para mostrar una expresión de divertido cinismo. La reina Sollace lo miró inquisitivamente, pero el rey calló. La reina se volvió hacia el padre Umphred.
—Si pudiéramos reunir una hermandad de nobles paladines, consagrados al servicio de su reina… Yo los enviaría en gloriosa misión, con grandes honores para quien triunfara en la empresa.
—¡Un excelente plan, majestad! ¡Inflama la imaginación!
—¡Si consiguiéramos el Grial, sentiría que los esfuerzos de mi vida han valido la pena!
—Sin duda es la mejor reliquia.
—¡Debemos conseguirla! La gloria de nuestra catedral resonaría por toda la Cristiandad.
—¡Cuán cierto, querida reina! Ese cáliz es una excelente reliquia. Llegarían peregrinos desde lejos para maravillarse, para orar, para bendecir a la santa reina que ordenó tan gran iglesia.
El rey Casmir no aguantó más. Dio un paso adelante.
—¡Ya he oído bastantes sandeces! —Se dirigió al sacerdote señalando la puerta con el pulgar—. ¡Lárgate! ¡Deseo hablar con la reina!
—¡Cómo digas, majestad! —El padre Umphred se recogió la sotana y se marchó bamboleándose. Dobló en seguida, entrando en un guardarropa contiguo a la sala. Tras una rápida ojeada, entró en un armario y extrajo una pequeña cuña de la pared, lo cual le permitía escuchar la conversación.