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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 3 - Madouc (20 page)

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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Shimrod examinó dubitativamente el anillo de fino alambre que Murgen había dejado en la mesa.

—¿Este anillo someterá a Zagzig y lo volverá pasivo?

—Exactamente. Luego puedes traerlo a Swer Smod, donde lo interrogaremos a gusto.

—¿Y si se resiste?

Murgen fue hasta la repisa y trajo una espada corta en una funda de cuero negro y gastado.

—Ésta es la espada Tace. Úsala para tu protección, aunque prefiero que traigas a Zagzig con vida a Swer Smod. Ahora ven al guardarropa; debemos prepararte un disfraz, pues no es conveniente que te identifiquen como Shimrod el mago. Si hemos de infringir nuestro propio edicto, al menos hagámoslo con sigilo.

Shimrod se puso de pie.

—Acuérdate de aconsejar a Vus y Vuwas que me brinden una bienvenida más civilizada a mi regreso.

Murgen quitó importancia a la queja.

—Primero lo primero. Por el momento, Zagzig debe ser tu única preocupación.

—Como tú digas.

3

El río Evander, al desembocar en el Océano Atlántico, bordeaba una ciudad muy antigua, conocida por los poetas de Gales, Irlanda, Dahaut, Armórica y otras partes como «Ys la Bella», «Ys de los Cien Palacios» e «Ys del Océano»: una ciudad tan romántica, suntuosa y rica que todos la reclamaban como suya.

A pesar de todo, Ys no era ciudad de gran ostentación, magníficos templos ni ocasiones públicas; estaba envuelta en misterios, viejos y nuevos. La única concesión que las gentes de Ys hacían al afán de exhibición eran las estatuas de héroes míticos alineadas alrededor de los cuatro Consanctos, detrás de la plaza central. Los habitantes, en un idioma que no se hablaba en ninguna otra parte, se autodenominaban «yssei», gentes de Ys. Según la tradición habían llegado a las Islas Elder en cuatro compañías; en el curso de la historia las compañías habían conservado su identidad, para transformarse en cuatro sociedades secretas, con funciones y ritos más celosamente guardados que la vida misma. Por ésta y otras razones, la sociedad se regía según unas costumbres intrincadas y una delicada etiqueta, demasiado sutil para la comprensión de los extranjeros.

La riqueza de Ys y sus gentes era proverbial, y derivaba de su función como centro de comercio y navegación entre el mundo conocido y los lugares remotos del sur y el oeste. A lo largo del Evander y por las riberas de ambas orillas, los blancos palacios yssei relucían a través del follaje de los viejos jardines. Doce puentes de arcadas cruzaban el río; avenidas pavimentadas con losas de granito bordeaban cada margen; los caminos que orillaban el río permitían remolcar barcazas cargadas de frutas, flores y toda clase de productos para las gentes que vivían lejos del mercado central. Los mayores edificios de Ys eran los cuatro Consanctos, detrás de la plaza, donde los factores de los cuatro clanes atendían sus asuntos.

Las gentes de Ys consideraban a la zona portuaria una comunidad aparte; la llamaban «Abrí», o «Lugar de Forasteros». En el distrito del puerto había tiendas, almacenes, fundiciones, forjas, astilleros, talleres de confección de velas, cordelerías, depósitos, tabernas y posadas.

La Posada del Sol Poniente era una de las mayores y mejores, y se identificaba con un letrero que mostraba un sol rojo hundiéndose en un mar lapislázuli, bajo nubes amarillas. Frente a la Posada del Sol Poniente había mesas y bancos para quienes deseaban beber o comer al aire libre mientras miraban la plaza. Al lado de la puerta se asaban sardinas sobre brasas relucientes, y el aroma atraía a clientes que de otra manera habrían pasado de largo.

Al caer la tarde, Shimrod, disfrazado de soldado itinerante, llegó a Ys. Se había oscurecido la tez y se había ennegrecido el pelo, y un sencillo sortilegio de dieciocho sílabas le había alterado los rasgos, dándole un aire curtido, artero y saturnino. Portaba la espada Tace y una daga, armas ambas adecuadas para la imagen que deseaba proyectar. Fue directamente a la Posada del Sol Poniente, donde, a juzgar por el informe de Rylf, Zagzig el shybalt había ido cumpliendo con una cita previa. Cuando Shimrod se aproximó, el olor de las sardinas asadas le recordó que no había comido desde la mañana.

Shimrod atravesó la puerta y entró en la sala, donde se detuvo para observar a los presentes. ¿Cuál de aquellas personas sería el shybalt de Xabiste? Ninguna estaba a solas en un rincón, ninguna se encorvaba con aire vigilante sobre su copa de vino.

Shimrod fue al mostrador. El posadero, un hombre bajo y rechoncho, de ojos negros y cautos y cara roja y redonda, inclinó cortésmente la cabeza.

—¿Qué necesitas, señor?

—En primer lugar, deseo alojamiento para un par de días —dijo Shimrod—. Prefiero una habitación tranquila y una cama sin bichos. Luego tomaré la cena.

El posadero se enjugó las manos en el delantal, echando un vistazo a la gastada indumentaria de Shimrod.

—Desde luego es posible satisfacerte. Pero antes, un detalle. Con el correr de los años, canallas inescrupulosos me han robado a derecha e izquierda, arriba y abajo, hasta que mi generosidad natural se agrió y me volvió excesivamente prudente. En pocas palabras, deseo ver el color de tu dinero antes de continuar con la transacción.

Shimrod le arrojó un florín de plata.

—Tal vez me quede aquí varios días. Esta moneda de buena plata cubrirá mis gastos.

—Por lo menos te abrirá una cuenta —dijo el posadero—. Precisamente, tenemos preparada una habitación como la que requieres. ¿Qué nombre consignaré en mi registro general?

—Puedes llamarme Tace —dijo Shimrod.

—Pues bien, caballero Tace. El muchacho te conducirá a tu habitación. ¡Fonsel! ¡Deprisa! ¡Conduce al caballero a la cámara grande del oeste!

—Un momento —dijo Shimrod—. Me pregunto si un amigo mío llegó ayer a esta hora, o tal vez un poco más tarde. No sé bien qué nombre estará usando.

—Ayer vinieron algunos visitantes —dijo el posadero—. ¿Qué aspecto tiene tu amigo?

—Es un hombre común. Viste ropa, usa sombrero en la cabeza, se calza con zapatos.

El posadero reflexionó.

—No recuerdo a ese caballero. Al mediodía vino Fulk de Thwist; es muy corpulento, y un gran quiste le sobresale de la nariz. Un tal Janglart llegó por la tarde, pero es alto y delgado como una estaca, muy pálido, con una larga barba blanca que le cuelga de la barbilla. Mynax el vendedor de barcos es un hombre común, pero nunca le vi usar sombrero: siempre lleva un casco cilíndrico de cuero de oveja. Nadie más tomó una habitación para pasar la noche.

—No importa —dijo Shimrod. Probablemente el shybalt habría pasado la noche encaramado a un alto tejado en vez de soportar el encierro de un cuarto—. Mi amigo llegará a su debido tiempo.

Shimrod siguió a Fonsel hasta la habitación, que le pareció satisfactoria. Luego regresó abajo, salió al frente de la posada y se sentó a una mesa, donde tomó su cena: primero, una docena de sardinas humeantes y crujientes, recién salidas de la parrilla, y a continuación un plato de judías y tocino con una cebolla, junto con una hogaza de pan fresco y cerveza.

El sol se hundió en el mar. Los clientes entraban y salían, pero ninguno despertó las sospechas de Shimrod. El shybalt quizás hubiera cumplido su misión y se hubiera marchado. En tal caso debía volver inevitablemente su atención hacia Melancthe, la cual vivía en una villa blanca a poca distancia playa arriba, y que previamente había actuado a requerimiento de Tamurello, por razones que Shimrod nunca había comprendido del todo. Al parecer, él nunca había sido amante de Melancthe, y había preferido al hermano, Faude Carfilhiot. Quizá la relación no habría agradado a Desmëi, si ella hubiera estado viva y consciente. Era una verdadera maraña de posibilidades improbables y sorprendentes realidades. El papel de Melancthe, en vez de aclararse con los hechos, resultaba más ambiguo que nunca. Quizá ni siquiera ella lo conociera. ¿Quién había sondeado siquiera el nivel más superficial de la conciencia de Melancthe? Shimrod no, desde luego.

El crepúsculo descendía sobre Ys del Océano. Shimrod se levantó de la mesa y echó a andar por el camino del puerto, y después de dejar los muelles se encaminó hacia el norte por la playa blanca.

La ciudad quedó atrás. Aquella noche no había viento y el mar estaba en calma. Olas serenas lamían la playa con un rumor sordo y sedante.

Shimrod se acercó a la villa blanca. Un muro de piedra blanquecina encerraba un jardín de asfódelos, heliotropos, tomillo, tres cipreses delgados y un par de limoneros.

Shimrod conocía bien la villa y el jardín. Los había visto primero en un mismo sueño, noche tras noche. En esos sueños Melancthe se le había aparecido por primera vez, una doncella morena de sobrecogedora belleza y llena de contradicciones.

Esa noche Melancthe no parecía estar en casa. Shimrod atravesó el jardín, cruzó la terraza de mosaico, y golpeó la puerta. No recibió respuesta, ni siquiera de la criada. Dentro no se veía ninguna luz. No se oía nada salvo el golpear del oleaje.

Shimrod abandonó la villa y regresó por la playa hasta la plaza y la Posada del Sol Poniente. En el comedor encontró una mesa poco visible junto a la pared y allí se sentó.

Shimrod estudió uno por uno a los parroquianos. En general parecían lugareños: comerciantes, artesanos, labriegos de la campiña circundante, marineros de los buques del puerto. No había ningún yssei, pues éstos se mantenían apartados de la muchedumbre de la ciudad.

Una persona solitaria que estaba unas mesas más allá llamó la atención de Shimrod. Tenía un físico corpulento, pero era de estatura mediana. Las ropas eran corrientes: una bata de campesino de tosca tela gris, pantalones amplios, zapatos de punta curva y tobilleras triangulares. Llevaba un sombrero negro de alas angostas y pico alto sobre una melena de pelo castaño. Sólo el destello de unos movedizos ojillos negros animaba aquel rostro blando y sereno. Sobre la mesa tenía un pichel de cerveza que aún no había saboreado. La postura era rígida y extraña; el pecho no se movía. Por estos y otros indicios, Shimrod supo que se trataba de Zagzig, el shybalt de Xabiste, incómodamente disfrazado de habitante de la Tierra. Zagzig había cometido la negligencia de no despojarse de las dos patas intermedias de la polilla, que se agitaban en ocasiones bajo la blusa gris. La nuca de Zagzig también lucía escamas de polilla, pues no había logrado equiparse con un adecuado envoltorio de piel humana.

Shimrod decidió que, como de costumbre, la mejor opción era la más simple: esperaría para ver qué sucedía.

Fonsel, el camarero, al pasar junto a Zagzig con una bandeja, rozó por accidente el sombrero negro de éste, tumbándolo sobre la mesa: no sólo reveló la maraña de pelo castaño sino un par de antenas plumosas que Zagzig había olvidado quitarse. Fonsel lo miró boquiabierto, mientras Zagzig se encasquetaba el sombrero con furia e impartía una lacónica orden. Fonsel hizo una mueca, asintió y se marchó echando una confusa mirada por encima del hombro. Zagzig miró hacia ambos lados para ver si alguien había presenciado el episodio. Shimrod fingió estar interesado en una hilera de viejos platos azules que colgaban de la pared. Zagzig se calmó y adoptó la posición anterior.

Transcurrieron diez minutos. Abrieron la puerta y apareció un hombre alto vestido de negro. Era flaco, de hombros anchos, tieso y pálido; llevaba el pelo negro cortado sobre la frente y sujeto con una soga sobre la nuca. Shimrod estudió al recién llegado con interés. «He aquí —pensó—, a un hombre de inteligencia ágil e implacable». Una cicatriz cruzaba la huesuda mejilla acentuando el aire amenazador de su lúgubre semblante. Por el pelo, la palidez y el aire de desdeñosa suficiencia, Shimrod dedujo que el recién llegado era un ska
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de Skaghane o de la Costa Norte.

El ska miró en torno suyo. Clavó los ojos en Shimrod, luego en Zagzig, estudió la habitación, escogió una mesa y se sentó. Fonsel se le acercó a la carrera para preguntarle qué deseaba y le sirvió cerveza, sardinas y pan, casi antes de que el otro atinara a pedirlas.

El ska comió y bebió sin prisa; cuando hubo terminado, se reclinó en la silla y estudió nuevamente a Shimrod y a Zagzig. Dejó sobre la mesa una esfera de serpentina verde oscuro, de una pulgada de diámetro, sujeta a una cadena de eslabones de hierro. Shimrod había visto antes esos adornos; eran emblemas de casta usados por los patricios ska.

Al ver el talismán, Zagzig se puso de pie y se acercó a la mesa del ska.

Shimrod llamó a Fonsel.

—No vuelvas la cabeza —le dijo en voz baja—, pero dime el nombre de ese alto ska que está sentado allá.

—No lo sé con certeza —dijo Fonsel—. Nunca lo vi antes. Sin embargo, oí que un cliente, en tono muy confidencial, usaba el nombre «Torqual». Si se trata de ese Torqual de tan mala reputación, tiene gran descaro al presentarse aquí, donde el rey Aillas estaría encantado de hallarlo y retorcerle el cogote.

Shimrod dio al muchacho un penique de cobre.

—Tus observaciones son interesantes. Tráeme una copa de buen vino pardo.

Mediante un pase mágico, Shimrod aumentó la agudeza de su oído, de tal modo que los susurros de dos jóvenes amantes en un rincón lejano le resultaron audibles, así como las instrucciones del posadero a Fonsel para que aguara el vino de Shimrod. Sin embargo, la conversación entre Zagzig y Torqual se había silenciado mediante una magia tan potente como la suya, y no pudo oír nada de su conversación.

Fonsel le sirvió una copa de vino con un gesto grácil.

—¡Aquí tienes, señor! ¡Nuestra mejor cosecha!

—Me alegra oírlo —dijo Shimrod—. Soy inspector de posadas, por autoridad del rey Aillas. Aun así, y aunque no lo creas, a menudo me sirven pésima bebida. Hace tres días, en Mynault, un posadero y su criado conspiraron para aguarme el vino, un acto que el rey Aillas ha calificado de ofensa contra la humanidad.

—¿De veras? —preguntó el trémulo Fonsel—. ¿Y qué sucedió?

—Los alguaciles se llevaron al posadero y al criado a la plaza pública, los sujetaron a un poste y les propinaron una buena azotaina. No tendrán prisa por repetir su delito.

Fonsel cogió la copa.

—De pronto veo que, por error, te he servido de la jarra equivocada. Un instante, señor, y en seguida resuelvo este problema.

Fonsel se apresuró a servir otra copa de vino, y un instante después el posadero se acercó a la mesa, enjugándose las manos en el delantal.

—Confío en que todo esté en orden, señor.

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