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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (24 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Grofinet observaba perplejo desde la puerta.

—¿Por qué haces todo esto?

—Porque debo marcharme de Trilda durante un tiempo, y los ladrones no robarán lo que no pueden encontrar.

Grofinet reflexionó sobre la observación, meneando la cola al ritmo de sus pensamientos.

—Es un acto prudente, desde luego. Aun así, mientras yo vigile, ningún ladrón se atreverá siquiera a mirar en esta dirección.

—Sin duda —dijo Shimrod—, pero con dobles precauciones nuestra propiedad estará doblemente a salvo.

Grofinet, sin más que decir, salió a mirar el prado. Shimrod aprovechó para tomar una tercera precaución e instaló un Ojo Doméstico en las sombras para que observara lo que ocurría en la casa.

Shimrod preparó una pequeña mochila e impartió las últimas instrucciones a Grofinet, quien dormitaba al sol.

—¡Grofinet, una última palabra!

—Habla, te escucho —dijo Grofinet alzando la cabeza.

—Iré a la Feria de los Duendes. Quedas a cargo de la seguridad y la disciplina. No debes invitar a ninguna criatura salvaje ni de otra especie. No escuches los halagos ni las palabras dulces. Informa a todos y cada uno de que esta es la residencia Trilda, donde no se permite entrar a nadie.

—Entiendo perfectamente —declaró Grofinet—. Mi visión es aguda; tengo la fortaleza de un león. Ni siquiera una pulga entrará en la casa.

—Bien, me marcho.

—¡Adiós, Shimrod! ¡Trilda estará segura!

Shimrod se internó en el bosque. Una vez fuera de la visión de Grofinet, sacó cuatro plumas blancas del morral y se las pegó a las botas. Canturreó:

—Botas emplumadas, cumplid mis deseos y llevadme adonde quiero.

Las plumas aletearon, elevaron a Shimrod y lo llevaron a través del bosque, bajo robledales atravesados por haces de luz solar. Celidonias, violetas y campanillas crecían a la sombra; ranúnculos, velloritas y amapolas rojas brillaban en los claros.

Recorrió kilómetros. Atrás quedaron las fincas de las hadas: Áster Negro, Catterlein, Feair Foiry y Shadow Thawn, sede de Rhodion, rey de todas las hadas. Vio casas de duendes bajo las gruesas raíces de roble, y las ruinas antaño ocupadas por el ogro Fidaugh. Shimrod se detuvo a beber de una fuente y una voz lo llamó desde detrás de un árbol.

—Shimrod, Shimrod, ¿cuál es tu destino?

—Más allá del prado —dijo Shimrod poniéndose en marcha. La voz suave lo siguió—: Vaya, Shimrod, deberías esperar al menos un instante, quizá para alterar lo que va a suceder.

Shimrod no respondió ni se detuvo, pues sospechaba que todo lo que se ofreciera en el Bosque de Tantrevalles debía costar un precio exorbitante. La voz se convirtió en murmullo y dejó de oírse.

Pronto llegó al Gran Camino del Norte, una avenida apenas mas ancha que la primera, y se dirigió rápidamente hacia el norte.

Se detuvo a beber agua junto a una estribación de rocas grises y bajos arbustos cargados con rojas y oscuras bayas de donde las hadas extraían su vino, a la sombra de torcidos y negros cipreses que crecían en grietas y resquicios. Shimrod se agachó para recoger las bayas, pero al ver el aleteo de atuendos transparentes lo pensó mejor y volvió al camino. Le arrojaron un puñado de bayas pero Shimrod pasó por alto la impertinencia, así como las risas burlonas que siguieron.

El sol estaba bajo y Shimrod entró en una región de pequeñas rocas y riscos, donde crecían árboles nudosos y deformes, el sol tenía el color de la sangre diluida y las sombras eran borrones azules. Nada se movía, ningún viento agitaba las hojas; no obstante, ese extraño territorio era sin duda peligroso y le convenía dejarlo atrás antes del anochecer; Shimrod corrió hacia el norte a gran velocidad.

El sol se hundió en el horizonte; colores tristes cubrieron el cielo. Shimrod trepó a la cima de un monte pedregoso. Dejó en el suelo una caja pequeña que se expandió hasta parecer una cabaña. Entró, cerró y atrancó la puerta, comió de la despensa y durante media hora observó las procesiones de lucecitas rojas y azules que titilaban en el suelo del bosque. Luego volvió a su diván.

Una hora después, dedos o garras que arañaban cautelosamente la pared, luego la puerta y al fin la ventana, lo despertaron. La cabaña tembló cuando la criatura trepó al techo.

Shimrod encendió la lámpara, desenvainó la espada y esperó. Transcurrió un instante, un largo brazo del color de la masilla bajó por la chimenea. Dedos viscosos como patas de rana entraron en el cuarto. Shimrod atacó con la espada, cortando la mano a la altura de la muñeca. El muñón manó sangre verde y oscura; un alarido llegó desde el techo. La criatura cayó al suelo y nuevamente se hizo el silencio.

Shimrod examinó el miembro cortado. Había anillos en los cuatro dedos; el pulgar tenía un grueso anillo de plata con un cabujón turquesa. Una inscripción que Shimrod no entendía rodeaba la piedra. ¿Magia? Si lo era, no había logrado proteger la mano.

Arrancó los anillos, los lavó, se los guardó en el morral y volvió a dormir.

Por la mañana Shimrod encogió la cabaña y reanudó la marcha por el camino, que se interrumpía a orillas del río Tway. Cruzó de un brinco. El camino continuaba junto al río, que por momentos se ensanchaba en plácidas lagunas que reflejaban sauces llorones y juncos. Luego el río giraba hacia el sur y el sendero hacia el norte.

A media tarde llegó al poste de hierro que indicaba la intersección conocida como Rincón de Twitten. El letrero de El Sol Risueño y La Luna Plañidera colgaba en la entrada de una posada larga y baja, construida de madera labrada. Debajo del letrero, una pesada puerta con pasantes de hierro daba paso al comedor.

Al entrar, Shimrod vio mesas y bancos a la izquierda, un mostrador a la derecha. Allí trabajaba un joven alto de cara angosta con pelo blanco y ojos plateados. Shimrod sospechó que tenía sangre de semihumano en las venas. Se acercó al mostrador y el joven le atendió.

—Deseo alojamiento, si hay lugar disponible.

—Creo que está lleno, señor, a causa de la feria, pero será mejor que pregunte a Hockshank, el posadero. Yo soy el camarero y carezco de autoridad.

—Ten la bondad de llamar a Hockshank.

—¿Quién pronuncia mi nombre? —dijo una voz.

Un individuo de hombros gruesos, piernas cortas y sin cuello salió de la cocina. Un pelo espeso que parecía paja le cubría la cabezota redonda; los ojos dorados y las orejas puntiagudas también indicaban sangre de semihumano.

—Yo mencioné tu nombre, señor —repuso Shimrod—. Deseo alojamiento, pero entiendo que tal vez ya esté todo ocupado.

—Así es. Habitualmente puedo brindar toda clase de alojamiento a diversos precios, pero ahora las opciones son limitadas. ¿Qué tienes en mente?

—Desearía un cuarto limpio y aireado, sin insectos, una cama confortable, buena comida y precios entre bajos y moderados.

Hockshank se frotó la barbilla.

—Esta mañana una nátride de cuernos de bronce picó a uno de mis huéspedes. Éste se inquietó y echó a correr por el Camino Oeste sin arreglar cuentas. Puedo ofrecerte su habitación, con buena comida, a un precio moderado. O tal vez prefieras compartir un sitio con la nátride por una suma menor.

—Prefiero la habitación —dijo Shimrod.

—Eso elegiría yo —dijo Hockshank—. Por aquí, entonces. —Condujo a Shimrod hasta su cuarto que éste encontró apropiado para sus necesidades.

—Hablas con buena voz y tienes porte de caballero —dijo Hockshank—. Aun así, detecto en ti el olor de la magia.

—Tal vez emane de estos anillos.

—¡Interesante! —dijo Hockshank—. Te canjearé los anillos por un fogoso unicornio negro. Algunos dicen que sólo una virgen puede montar esa criatura, pero no lo creas. ¿Qué le importa la castidad a un unicornio? Aunque tuviera esa delicadeza, ¿cómo lo comprobaría? ¿Acaso las doncellas estarían dispuestas a presentar las pruebas? Creo que no. Podemos desechar la idea como una fábula cautivadora, pero nada más.

—En todo caso, no necesito un unicornio. —Hockshank, defraudado, se marchó.

Shimrod regresó al comedor poco después, y allí cenó a sus anchas. Otros visitantes de la Feria de los Duendes formaban grupos, comentando sus mercancías y negociando trueques. Reinaba poca alegría. No se bebía cerveza en abundancia ni se hacían bromas. Por el contrario, los visitantes se acomodaban sobre las mesas, murmurando, susurrando y mirando a los lados con suspicacia. Algunos echaban la cabeza hacia atrás, ofendidos, clavando los ojos en el cielo raso, o agitaban el puño, contenían el aliento o soltaban exclamaciones ante precios que consideraban excesivos. Comerciaban amuletos, talismanes, curiosidades y rarezas de valor real o supuesto. Dos usaban las túnicas rayadas azules y blancas de Mauretania, otros la tosca túnica de Irlanda. Algunos hablaban con el monótono acento de Armórica y un hombre rubio de ojos azules y rasgos angulosos podía haber sido un lombardo o un godo oriental. Otros exhibían indicios de sangre de semihumano: orejas puntiagudas, ojos de raro color, dedos adicionales. Había pocas mujeres, y ninguna se parecía a la doncella que Shimrod había ido a conocer.

Shimrod terminó de cenar y fue a su cuarto, donde durmió sin turbaciones toda la noche.

Por la mañana desayunó damascos, pan y tocino, y luego se dirigió sin prisa al claro que había detrás de la posada, que ya estaba rodeado de un círculo de puestos.

Durante una hora Shimrod paseó por todas partes, luego se sentó en un banco entre una jaula de bellos y jóvenes duendes de alas verdes y un vendedor de afrodisíacos.

El día transcurrió sin acontecimientos notables; Shimrod regresó a la posada.

El día siguiente también transcurrió en vano, aunque la feria había alcanzado el punto álgido de actividad. Shimrod aguardó sin impaciencia; por la misma naturaleza de estos asuntos, la doncella demoraría su aparición hasta que la inquietud de Shimrod le hubiera erosionado la prudencia, si aparecía siquiera.

El tercer día por la tarde, la doncella entró en el claro. Llevaba un manto acampanado y negro sobre un vestido tostado. La cogulla, echada hacia atrás, permitía ver la guirnalda de violetas blancas y rojas que le ceñía el pelo. Miró alrededor con actitud soñadora, como preguntándose por qué había ido. Clavó los ojos en Shimrod, miró hacia otra parte y volvió a mirarlo.

Shimrod se puso de pie y se le acercó.

—Doncella de mi sueño, aquí estoy —dijo con voz galante.

Ella lo miró sonriendo, por encima del hombro. Se volvió despacio hacia él. Shimrod creyó notarla más segura de sí misma, más una criatura de carne y hueso que la doncella de abstracta belleza que había recorrido sus sueños.

—También yo, tal como lo prometí —dijo ella.

La espera había puesto a prueba la paciencia de Shimrod.

—No viniste deprisa —observó.

—Sabía que esperarías —dijo la doncella con aire divertido.

—Si sólo viniste para reírte de mí, no me complace.

—De un modo u otro, aquí estoy.

Shimrod la estudió con frialdad, algo que pareció irritarla.

—¿Por qué me miras así? —preguntó la doncella.

—Me pregunto qué quieres de mí. —Ella volvió la cabeza con tristeza.

—Eres cauteloso. No confías en mí.

—Si confiara en ti, me creerías tonto.

—Pero un tonto galante y temerario.

—Soy galante y temerario por sólo haber venido.

—En el sueño no eras tan desconfiado.

—¿Entonces tú también soñabas cuando caminabas por la playa?

—¿Cómo podría entrar en tus sueños a menos que tú estuvieras en los míos? Pero no debes hacer tales preguntas. Tú eres Shimrod, yo soy Melancthe. Estamos juntos y eso define nuestro mundo.

Shimrod le cogió las manos y se le acercó; el aroma de las violetas impregnaba el aire.

—Cada vez que hablas presentas una nueva paradoja. ¿Por qué me has llamado Shimrod? En mis sueños no revelé ningún nombre.

Melancthe rió.

—¡Se razonable, Shimrod! ¿Crees posible que entrara en el sueño de alguien de quien ni siquiera sé el nombre? Eso violaría los preceptos de la cortesía y el decoro.

—Es un punto de vista nuevo e interesante —dijo Shimrod—. Me sorprende que tuvieras ese atrevimiento. Debes saber que en los sueños, a menudo, no se respeta el decoro.

Melancthe ladeó la cabeza, hizo una mueca y sacudió los hombros como una niña tonta.

—Intento evitar los sueños indecorosos.

Shimrod la condujo a un banco un poco apartado del bullicio de la feria. Los dos se sentaron, casi tocándose las rodillas.

—¡Deseo saber toda la verdad!

—¿A qué te refieres, Shimrod?

—Si no puedo hacer preguntas o, mejor dicho, si me niegas las respuestas, ¿cómo puedo no sentir inquietud y recelo en tu compañía?

Ella se inclinó hacia él y él reparó nuevamente en el olor de las violetas.

—Viniste aquí por propia voluntad, para conocer a alguien que sólo conocías en tus sueños. ¿No fue un acto de compromiso?

—En cierto sentido, sí. Me sedujiste con tu belleza. Sucumbí gratamente. Entonces, tal como ahora, ansiaba poseer belleza tan fabulosa y tal inteligencia. Al venir aquí asumo un compromiso implícito, en el reino del amor. Al encontrarme aquí, también hiciste el mismo juramento implícito.

—Yo no hablé de juramentos ni promesas.

—Tampoco yo. Ahora debemos hacerlos, para que todas las cosas se puedan sopesar con justeza.

Melancthe rió incómodamente y se movió en el banco.

—Tales palabras no acudirán a mis labios. No puedo decirlas. Estoy comprometida, en cierto modo.

—¿Por tu virtud?

—Sí, si así quieres decirlo —Shimrod le cogió las manos.

—Si hemos de ser amantes, la virtud debe quedar a un lado.

—No es sólo la virtud. Es el miedo.

—¿De qué?

—Me resulta demasiado extraño hablar de ello.

—No se debe temer el amor. Hemos de desprenderte de ese miedo.

—Me estás acariciando las manos —dijo Melancthe en voz baja.

—Sí.

—Eres el primero que lo hace.

Shimrod le miró la cara. La boca, roja como una rosa contra el color oliva de la cara, era fascinante en su flexibilidad. Se inclinó para besarla, temiendo que ella volviera la cabeza para evitarlo. Le pareció que la boca de Melancthe temblaba al tocar la suya. Ella se apartó.

—¡Esto no significa nada!

—¡Sólo significa que, como amantes, nos besamos!

—En realidad, no ha ocurrido nada —Shimrod, perplejo, sacudió la cabeza.

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