Read Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (23 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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El hada hizo una mueca de asombro.

—Eso nunca se me había ocurrido.

—Entonces entra y veremos. Primero te serviré vino de granadas. Luego nos quitaremos la ropa y nos calentaremos la piel a la luz del fuego.

—¿Y después?

—Luego averiguaremos qué amor es el más fogoso. —El hada remedó un gesto de ultraje.

—No debería mostrarme ante un extraño.

—Pero yo no soy un extraño. Ahora, al mirarme, te derrites de amor.

—Estoy asustada. —El hada se marchó deprisa y Shimrod no la vio nunca más.

Llegó la primavera. La nieve se derritió y las flores ataviaron el prado. Una mañana de sol, Shimrod dejó su residencia y recorrió el prado disfrutando de las flores, el follaje verde y brillante, y los trinos de las aves. Descubrió un camino que conducía al norte internándose en el bosque.

Bajo robles de grueso tronco y extensas ramas, siguió el sendero: hacia atrás, hacia adelante, por una loma, en un oscuro valle, y a través de un claro bordeado por altos y plateados abedules y salpicado de azules botoncillos. El camino llevaba hasta una estribación de rocas negras, y al cruzar el bosque Shimrod oyó gritos y lamentos puntuados por golpes reverberantes. Corrió entre los árboles y descubrió en las rocas una laguna de aguas verdes. Al lado, un gnomo de barba larga, con un garrote de gran tamaño, golpeaba a una criatura flaca y velluda que colgaba como un felpudo de una cuerda atada entre dos árboles. Con cada golpe la criatura suplicaba misericordia.

—¡Basta! ¡Detente! ¡Me estás rompiendo los huesos! ¿No tienes piedad? ¡Me has confundido con otro! ¡Yo me llamo Grofinet! ¡Basta! ¡Usa la lógica y la razón!

Shimrod se acercó.

—¡Deja de pegarle!

El alto y corpulento gnomo dio un brinco de sorpresa. No tenía cuello; la cabeza se apoyaba directamente sobre los hombros. Usaba un chaquetón sucio y pantalones; un taparrabos de cuero protegía enormes genitales.

—¿Por qué golpeas al pobre Grofinet? —dijo Shimrod.

—¿Por qué uno hace algo? —gruñó el gnomo—. ¡Porque persigue un propósito! ¡Por hacer un trabajo bien hecho!

—Es una buena respuesta, pero deja muchas preguntas sin contestar —dijo Shimrod.

—Tal vez, pero no importa. Lárgate. Quiero aporrear a este bastardo, híbrido de dos malos sueños.

—¡Es un error! —exclamó Grofinet—. Se debe resolver antes de que me hagas daño. Bájame al suelo para que podamos hablar con calma, sin prejuicios.

El gnomo lo golpeó con el garrote.

—¡Silencio!

En un espasmo frenético, Grofinet se liberó de las ligaduras. Echó a correr por el claro con sus piernas grandes, dando brincos, mientras el gnomo lo perseguía con el garrote. Shimrod los siguió y empujó al gnomo a la laguna. Unas burbujas aceitosas subieron a la superficie y la laguna quedó nuevamente tersa.

—Ha sido un acto diestro —dijo Grofinet—. Estoy en deuda contigo.

—No ha sido gran cosa —repuso Shimrod con modestia.

—Lo lamento, pero no comparto tu opinión.

—Es verdad —dijo Shimrod—. He hablado sin pensar, y ahora debo despedirme de ti.

—Un momento. ¿Puedo preguntar con quién estoy en deuda?

—Me llamo Shimrod. Vivo en Trilda, a un kilómetro y medio de aquí a través del bosque.

—¡Sorprendente! Pocos humanos visitan solos esta comarca.

—Soy una especie de mago —dijo Shimrod—. Los semihumanos me eluden. —Miró a Grofinet de hito en hito—. Debo decir que nunca vi a nadie como tú. ¿Cuál es tu especie?

—Las personas educadas rara vez comentan esos temas —repuso altivamente Grofinet.

—¡Mis disculpas! No he querido ser vulgar. Te digo adiós una vez más.

—Te llevaré a Trilda —dijo Grofinet—. Esta región es peligrosa. Es lo menos que puedo hacer.

—Como desees.

Los dos regresaron al prado de Lally. Shimrod se detuvo.

—No necesitas acompañarme más. Trilda está a pocos pasos de aquí.

—Mientras caminábamos, reflexioné —dijo Grofinet—. He pensado que tengo una gran deuda contigo.

—No lo menciones más —declaró Shimrod—. Me alegra haberte ayudado.

—Para ti es fácil decirlo, pero esa carga pesa sobre mi orgullo. Estoy obligado a ponerme a tu servicio, hasta que quedemos en paz. No te niegues. ¡Soy terminante! Sólo tienes que darme techo y comida. Me responsabilizaré de las tareas que de lo contrario podrían distraerte, e incluso realizaré trucos menores.

—Ah, también eres mago.

—Un mero aficionado a esas artes. Si quieres, puedes enseñarme más. A fin de cuentas, dos mentes educadas son mejores que una. ¡Y nunca olvides la segundad! Cuando una persona mira atentamente hacia adelante, descuida sus espaldas.

Shimrod no pudo disuadir a Grofinet, y Grofinet se quedó a vivir con él.

Al principio, Grofinet y sus actividades lo distraían; en la primera semana Shimrod estuvo diez veces a punto de echarlo, pero siempre lo disuadían las virtudes de Grofinet, que eran notables. Grofinet era muy pulcro y obediente; no cometía irregularidades ni molestaba a Shimrod, sino que en realidad le distraía con su ingenio. Su mente era fértil y desbordaba de entusiasmo. Los primeros días Grofinet actuó con exagerada timidez; aun así, mientras Shimrod procuraba memorizar las interminables listas del Orden de los Mudables, Grofinet se paseaba por la casa hablando con compañeros imaginarios, o al menos invisibles.

El enfado de Shimrod pronto se convirtió en diversión, y se sorprendió esperando la próxima ocurrencia de Grofinet. Un día Shimrod ahuyentó una mosca de su mesa de trabajo; de inmediato Grofinet se convirtió en alerta enemigo de moscas, polillas, abejas y demás insectos alados, y no les permitía entrar en casa. Incapaz de capturarlos, trataba de echarlos abriendo la puerta de par en par, y entretanto entraban muchos más. Shimrod reparó en los esfuerzos de Grofinet e impregnó Trilda con un pequeño tósigo que puso en fuga a todos los insectos. Grofinet quedó muy complacido de su éxito.

Al fin, aburrido de alardear de su triunfo sobre los insectos, Grofinet tuvo un nuevo antojo. Pasó varios días fabricando unas alas de mimbre y seda amarilla que luego se sujetó al delgado torso. Shimrod, desde la ventana, le vio correr por el prado, agitando las alas y brincando en el aire con la esperanza de volar como un pájaro. Sintió la tentación de usar su magia para remontarlo en el aire, pero se contuvo temiendo que Grofinet se lastimara en un exceso de entusiasmo. Más tarde, Grofinet dio un gran salto y cayó en el lago de Lally. Las hadas de Tuddifot Shee se desternillaron de risa, agitando las piernas en el aire. El malhumorado Grofinet tiró las alas y regresó cojeando a Trilda. Luego, se dedicó al estudio de las pirámides egipcias.

—¡Son bellísimas y hablan bien de los faraones! —declaró Grofinet.

—Así es.

A la mañana siguiente Grofinet se explayó sobre el tema.

—Esos imponentes monumentos son fascinantes por su simplicidad —declaró.

—En efecto.

—Me pregunto cuál será el tamaño.

—Unos noventa metros por lado —dijo Shimrod, encogiéndose de hombros.

Luego Shimrod se dio cuenta de que Grofinet tomaba medidas en el prado.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Nada importante.

—¡Espero que no planees construir una pirámide! Nos taparía la luz del sol.

Grofinet se detuvo.

—Tal vez tengas razón. —Renunció a sus planes de mala gana, pero pronto se interesó en otra cosa. Por la noche, cuando Shimrod entró en la sala para encender las lámparas, Grofinet salió de las sombras—. Bien, Shimrod, ¿me has visto al pasar?

Shimrod había estado pensando en otra cosa, y Grofinet permanecía muy a un lado.

—En realidad —dijo Shimrod—, no logré verte.

—En ese caso —dijo Grofinet—, he aprendido la técnica de la invisibilidad.

—¡Maravilloso! ¿Cuál es tu secreto?

—Uso la fuerza de la voluntad para situarme fuera de toda percepción.

—Debo aprender ese método.

—La clave es el puro impulso intelectual —dijo Grofinet, y añadió esta advertencia—: Si fracasas, no te sientas defraudado. Es un logro difícil.

—Ya veremos.

Al día siguiente Grofinet experimentó con su nuevo truco. Shimrod lo llamaba, preguntando si se había vuelto invisible otra vez, y Grofinet salía de un rincón con aire triunfal.

Un día Grofinet se colgó de las vigas del cielo raso del taller con un par de correas, meciéndose como si estuviera en una hamaca. Shimrod no lo habría visto al entrar, pero Grofinet había olvidado recoger su cola, que oscilaba en el centro del cuarto y terminaba en un penacho de piel leonada.

Por último Grofinet decidió olvidar sus previas ambiciones para convertirse en un mago de veras. Con esta finalidad frecuentaba el taller para observar las actividades de Shimrod. Sin embargo, tenía mucho miedo al fuego; cada vez que Shimrod provocaba una lengua flamígera, Grofinet salía despavorido, y al fin abandonó los planes de ser mago.

Se acercó el solsticio de verano, y una serie de vividos sueños turbaron el reposo de Shimrod. El paisaje era siempre el mismo: una terraza de piedra blanca que daba a una playa de blanca arena y un calmo mar azul. Una balaustrada de mármol cerraba la terraza, y olas bajas lamían la playa.

En el primer sueño Shimrod estaba apoyado en la balaustrada, mirando el mar. Por la playa se acercaba una doncella de pelo oscuro, con una bata sin mangas de tela suave y marrón. Shimrod notó que era alta y esbelta. El pelo negro, sujeto con un hilo rojo oscuro, le llegaba casi hasta los hombros. Los brazos y los pies descalzos eran gráciles; la piel era de color oliváceo claro. Shimrod la consideró exquisitamente bella. Además tenía un aire misterioso y provocativo que parecía implícito en su misma existencia. Al pasar, dedicó a Shimrod una oscura sonrisa que no era seductora ni intimidatoria, y luego siguió caminando por la playa hasta perderse de vista. Shimrod se movió en sueños y despertó.

El segundo sueño era igual, sólo que Shimrod llamaba a la doncella y la invitaba a su terraza; ella titubeaba, ladeaba la cabeza sonriendo y pasaba de largo.

La tercera noche, se detuvo y habló.

—¿Por qué me llamas, Shimrod?

—Quiero que te detengas y al menos hables conmigo.

—No —dijo la doncella, intimidada—. Sé poco sobre los hombres, y estoy asustada, pues siento un extraño impulso cuando paso.

En la cuarta noche, la doncella del sueño se detuvo, titubeó y se acercó despacio a la terraza. Shimrod bajó para salirle al encuentro, pero ella se paró en seco y Shimrod descubrió que no podía acercarse más, lo cual parecía natural en el contexto del sueño.

—¿Hoy hablarás conmigo? —preguntó.

—No tengo nada que contarte.

—¿Por qué caminas por la playa?

—Porque me agrada.

—¿De dónde vienes y adonde vas?

—Soy una criatura de tus sueños. Entro y salgo de tus pensamientos.

—Criatura de los sueños o no, acércate y quédate conmigo. Corno el sueño es mío, tienes que obedecer.

—Ésa no es la naturaleza de los sueños.

Alejándose, ella miró por encima del hombro, y al despertar Shimrod recordó su expresión con exactitud. ¡Encantamiento! ¿Pero con qué propósito?

Shimrod salió al prado, evaluando cada aspecto de la situación. Alguien intentaba enredarlo con medios sutiles, sin duda para perjudicarlo. ¿Quién podía realizar ese hechizo? Shimrod recordó a las personas que conocía, pero nadie parecía tener razones para seducirlo con una doncella tan extrañamente hermosa.

Regresó al taller y trató de obrar un portento, pero le faltaba el distanciamiento necesario y el portento se artilló en una lluvia de colores discordantes.

Esa noche permaneció hasta tarde en el taller mientras un viento frío y oscuro suspiraba entre los árboles del fondo de la residencia. No quería dormir, aunque al mismo tiempo sentía un cosquilleo de excitación que en vano intentaba aplacar.

—Muy bien —se dijo en un arrebato de audacia—, enfrentemos el asunto y veamos adonde conduce.

Se acostó en el diván. Tardó en dormirse; pasó horas dormitando agitadamente, atento a cada fantasía que se le cruzaba por la mente. Al fin concilió el sueño.

Pronto empezó a soñar. Shimrod estaba en la terraza; por la playa vio a la doncella, los brazos desnudos, los pies descalzos, el pelo negro al viento. Se acercó sin prisa. Shimrod aguardó impasiblemente, apoyado en la balaustrada. Demostrar impaciencia no daba buenos resultados, ni siquiera en un sueño. La doncella se acercó; Shimrod bajó la ancha escalera de mármol.

El viento se calmó, y también el oleaje; la doncella de pelo negro se detuvo a esperar. Shimrod fue hacia ella y olió una ráfaga de perfume: el aroma de las violetas. Ambos estaban muy cerca; él la podría haber tocado.

Ella le miró la cara, sonriendo.

—Shimrod —dijo—, ya no podré visitarte.

—¿Quién te lo impedirá?

—Mi tiempo es breve. Debo ir a un lugar detrás de la estrella Achernar.

—¿Vas por tu propia voluntad?

—Estoy hechizada.

—Dime cómo romper el encantamiento. —La doncella titubeó.

—Aquí no.

—¿Dónde, pues?

—Iré a la Feria de los Duendes. ¿Nos veremos allá?

—¡Sí! Hablame del encantamiento para que pueda preparar un conjuro. —La doncella se alejó despacio.

—En la Feria de los Duendes —dijo, y se marchó. Miró hacia atrás sólo una vez.

Shimrod la observó pensativamente. Desde atrás llegó un sonido rugiente, como el de muchas voces enfurecidas. Sintió el trepidar de pasos pesados y se quedó petrificado, sin poder moverse ni mirar por encima del hombro.

Despertó en su diván de Trilda, con el corazón palpitante y un nudo en la garganta. Era la hora más oscura de la noche, mucho antes del alba. El fuego del hogar estaba bajo. De Grofinet, que roncaba suavemente en su profundo almohadón, sólo se veía un pie y una cola flaca.

Shimrod avivó el fuego y regresó al diván. Se quedó escuchando los ruidos de la oscuridad. Desde el prado llegó el triste y dulce silbido de un ave que despertaba, tal vez un búho.

Luego cerró los ojos y durmió el resto de la noche.

El momento de la Feria de los Duendes se acercaba. Shimrod empacó sus artefactos mágicos, libros, filtros y artilugios en una caja, sobre la cual obró un hechizo de ofuscación: la caja primero se escondió y se dobló siete veces al compás de una secuencia secreta, de modo que al final parecía un pesado ladrillo negro que Shimrod ocultó bajo el hogar.

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