Luto de miel (19 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Luto de miel
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Mi cuerpo se clavó en su dirección, mis pasos se alargaron, primero discretamente, tanto me miraban, los ojos turbios, las muecas desafiantes.

Pero una vez fuera de la vista, en la gran curva subterránea, empecé a dar grandes zancadas. El aire fresco me oxigenó correctamente los músculos, mi respiración ganó fluidez, lejos del dolor sufrido en Montmartre. Enseguida cogí el ritmo de un buen corredor de fondo.

De repente, tres detonaciones sonaron y casi me hicieron estallar los tímpanos. Una bala rebotó encima de mi cabeza, otra deflagró por detrás, a ras de mi hombro.

Me pegué contra el hormigón, jadeando, cogí un puñado de piedras, que tiré contra las bombillas.

La oscuridad. Bramidos de multitud, desde el andén.

Me lancé en plena vía, mientras ahí, al final de la curva, el sombrero desaparecía por un conducto lateral. Tiré de las piernas, empujé los dedos de los pies, tan rápido como podía. Pisándome los talones, el clamor se alzaba, la huida encendía el acero, bajo los gritos la gente corría, azuzada por el pánico. Las ratas abandonaban el barco.

El conducto de ventilación, encima, ahí donde había desaparecido el otro. Me abalancé sobre una vieja escalera de metal, tiré de una rejilla y me hundí en la apertura infame.

Era un conducto amplio donde casi se tenía uno en pie. El aire circulaba en su interior pesado, ruidoso, quemado poresas paredes abrumadoras, huyendo bajo tierra. Los tramos se sucedían, en esa negrura de tinta, donde los pasos del Hombre del Sombrero llevaban un compás siniestro. Una bifurcación, justo delante. Izquierda… Había girado a la izquierda. Su soplo resonaba furioso, sibilante, amplificado por el eco.

De repente, ya no se oían pasos. Me agaché a tiempo, guiado por el instinto de poli, mientras el fuego de la pólvora iluminaba la boca de tinieblas, seguido por dos más, muy cercanos. Las balas deflagraron en la elipsis, rayando el hormigón con pequeñas llamas rojas y cizalladuras ensordecedoras. La batida se reemprendió de inmediato.

Seis balas. Había contado seis balas. En principio, el revólver estaba vacío.

En principio.

Un largo grito desgarró la oscuridad, seguido de gemidos incesantes. Aceleré el paso, describiendo grandes remolinos con los brazos delante de mí para guiarme.

Más adelante, mi pie golpeó escombros, el bíceps derecho se rasguñó con barras de hierro. Al resbalar, la oreja rozó con un pico de acero tendido como un arma mortal. Olí el olor a sangre fresca, ahí donde se debía de haber espoloneado el tío.

Berreé a mi vez, el dolor duplicó mi saña y me puse a correr, sin precauciones, sin saber si un agujero se me iba a tragar u otro obstáculo destrozarme la crisma. El conducto no se acababa, pero los pasos se tornaban más pesados, los jadeos se transformaban en gruñidos de animal.

De repente hubo viento, y luego el gran torbellino del vacío… La caída me aspiró. Mi manó se asió en un último reflejo a un panel de señalización verde, propulsando mi cuerpo suspendido contra los ladrillos. Bajo mis pies, una línea de metro. Semáforos, lámparas locas y… un temblor… Una onda devastadora subía de los raíles, el terrible rugido de un metro que se acercaba.

Me pegué a la pared, siempre colgado, tiré de los antebrazos, me agarré al borde del conducto de ventilación.

El Hombre del Sombrero se abalanzaba recto, en ese túnel estrecho de vía única, cojeando, sin aliento. Se desmoronó, se levantó, se volvió a desmoronar, arrastrando la pierna. Entreví, bajo un reguero de sangre, una barra metálica que le atravesaba el muslo. Se subió al lado, mientras el hierro vibraba y el frotamiento loco ensordecía.

El tren surgió con toda su masa, propulsado a toda velocidad. Grité, el hombre vociferó, las dos manos hacia delante como si quisiese frenar la bestia.

En un maremoto de chispas, la mordedura de los frenos me barrenó los tímpanos.

Bajo un vapor rojo, entrevi ese sombrero blanco que volaba como una paloma y ese cuerpo, a ras de la pared, casi intacto, las piernas volatilizadas…

El metro se detenía, al fondo, lleno de rostros pegados al cristal trasero.

Me dolía el corazón, la tráquea me quemaba, me daba vueltas la cabeza, hinchada de sufrimiento. Me dejé caer al suelo. Mi garganta soltó un estertor maldito, mientras las rodillas golpeaban una traviesa. Engendraba la muerte a cada paso que daba. Y los chirridos… Los chirridos de los frenos se pusieron a gemir otra vez en mi cabeza…

La mordedura del acero sobre el disco. Los gritos de mis amadas. Su boca abierta de par en par en el momento del choque.

Me arranqué el cabello a dos manos; un puñado se quedó entre mis dedos.

Tambaleándome, con las facciones desencajadas por la rabia, el horror, el llanto, me levanté, avancé, me incliné sobre el busto, desviando la mirada de ese rostro de ojos implorantes, de esa expresión paralizada, que aún clamaba.

Metí una mano temblorosa en la chaqueta, le registré el bolsillo, y saqué una pequeña libreta. Ni papeles, ni dinero, ninguna identidad. Tan sólo esa libreta. Un triste fragmento de vida…

Giré las páginas con el corazón en la punta de los labios, mientras el conductor venía a lo lejos, chillando unos «¡Dios mío! ¡Dios mío!» por encima de los clamores sordos de los pasajeros.

Entorné los ojos, bajo esa luz sintética.

Horas de citas, lugares. Aparcamiento Este Orly, pasillo 4B, 3 de junio, 22:45. 1 cobra.

O también Parque Brossolette, Melun. 7/3, 1:15. 2 tsétsé. Gran coleccionista, buen precio.

De repente se me comprimió el cuerpo.

19 de junio. Llamar a Ronan, ver posibilidad
Cochliomyia hominivorax
.

25 de junio. I/V Guinea para entrega del 27.
Plasmodium falciparum
. Escarabajos de las colmenas: 27 de junio. Entrega.

Coordenadas: 49° 20' 29" Norte, 03° 34' 20" Este.

Cita a las 24:00.

Cerré los ojos y me desplomé contra las paredes negras de mugre.

El Hombre del Sombrero y el asesino habían tenido un encuentro hacía veinte días para una entrega mortal. Un lugar de cita del que tenía bajo los ojos las coordenadas GPS. Por fin le teníamos… Quizá…

A mi alrededor parpadeaban lámparas de alerta. Rojo, una vez más y siempre rojo.

En esas incandescencias mórbidas, mi reloj marcaba la una y catorce.

Al Hombre del Sombrero le había arrancado las piernas el último metro.

Capítulo 21

No me concedí el tiempo de respirar, de replegarme en ese túnel de tinieblas. Una vez dada la alerta, en cuanto los equipos penetraron en los conductos de ventilación e invadieron el Ubus, salí volando a ese lugar de cita secreta. Quemado por la rabia, por esa violencia gratuita, esa locura creciente, ya no me dirigía la inteligencia, la reflexión. En absoluto. Ahora, cazaba, acosaba, de manera brutal, con las tripas. Nada ni nadie podría haberme impedido llegar hasta el final.

Ni siquiera Del Piero, que, cuando olió mi cólera, la furia sorda que surgía de mis pupilas, prefirió acompañarme y ponerse al volante. Vestida para la ocasión. Tejanos negros, sudadera beige y botas militares. Lejos del tótem en traje sastre.

Puerta de Charenton. Maisons-Alfort. Créteil. Luego la estación de Villeneuve-Saint-Georges, larga nave gris que roncaba en sus flancos. Del Piero se tragaba el asfalto, acelerador a fondo, la mirada centrada en el horizonte, donde se desvanecían las últimas estrellas.

En esas visiones de renacimientos, bajo el ascenso del astro que ahuyentaba la noche, ya no sentía el alivio del día naciente. Las pesadillas sangrientas y los gritos seguían atormentándome. En lo más profundo de mi ser, el ciclo de la vida ya no existía. Giré unos ojos vacíos hacia Del Piero, acariciando mi alianza con la punta de los dedos.

—¿Tiene familia, hijos?

No contestó enseguida, como embarazada por esa brusca interrupción en el silencio.

—Divorciada… Pero tengo dos hijos preciosos, Jason y Amandine…

Hice una larga inspiración, la nuca apoyada en el reposacabezas.

—En tal caso, no debería estar aquí…

Conservó en el punto de mira la rectitud del asfalto, imperturbable, salvo ese pequeño movimiento de mandíbula y esa contracción ínfima que delataban la profundidad de sus tormentos.

—Hay una niña que me visita, por las noches —seguí susurrando—. Es increíble… Ahora que le estoy hablando, me doy cuenta de que ignoro incluso su nombre.

Me llevé las manos a la frente.

—Es tan… extraño… Los trenes… Cómo supo lo de los trenes… No sabía nada de eso…

—¿Y…?

Sacudí la cabeza.

—Es… esa niña me recuerda todo lo que he perdido, hace mella en mi interior y, sin embargo, no puede imaginarse hasta qué punto deseo contar con su presencia cada noche. Hasta me dejo la puerta de entrada abierta. Sólo en la ausencia uno se da cuenta del valor de las cosas y de la importancia de los seres…

La comisaria me calibró con una expresión sombría.

—¿Por qué me cuenta eso?

—No espere a sentir una ausencia de ese tipo. Este oficio no tiene salida, es un ogro que le arrebatará a sus allegados. He seguido la pista de asesinos toda mi vida. El último destrozó la mente de mi esposa y nos destrozó la existencia. El excesivo…

—¿El Ángel Rojo, verdad?

Miré la luz cenital. —Cada día, albergué la esperanza de que Suzanne se encontraría mejor, que se repondría de los malos tratos, de las torturas físicas y morales que padeció durante tan largos meses. Me convencía a mí mismo de que los traumas acaban por curarse, forzosamente, que de ver a nuestra pequeña Éloïse encontraría la fuerza de luchar contra su mal invisible. Creí en ello, creí realmente en ello… Y he aquí el resultado hoy…—. La miré fijamente.

—Créame… Este oficio le robará a su familia.

Desvió la mirada, la boca ligeramente abierta, envuelta en ese silencio tan elocuente. La observé una última vez, a la espera de una réplica, de un sobresalto, de un «lo sé, comisario, pero soy como usted». Sólo hubo el dolor mudo. Apoyé la frente en la ventana del copiloto, la mirada sobre los campos muertos, tan siniestros…

—Pronto llegaremos… —dijo finalmente, señalando el dorsal negro de un bosque gigantesco.

—No está convencida, ¿verdad? ¿Piensa que esta pista no nos llevará a ninguna parte?

—Esas coordenadas GPS nos plantan en pleno bosque. Qué podríamos descubrir… que no sean bosques…

—Los mapas topográficos no pueden revelar lo que nuestros ojos percibirán.

—Quizá… Pero reconozca que hay motivos para ser escéptico.

—¿Entonces, por qué ha venido? ¿Por qué haber reclamado a Sibersky y Sánchez para que nos acompañasen, cuando había curro para todo el mundo en el Ubus y en esos túneles?

Se le crisparon los labios.

—Pues…, no sé bien por qué… Desde el principio, sólo ha tenido buenas… intuiciones…

—Mis intuiciones… Por supuesto…

Debajo, el Sena palpitaba, ebrio de tranquilidad, mientras enfrente el bosque de Sénart esgrimía sus mandíbulas de color verde sombrío. Bajo las primeras frondosidades, la oscuridad aumentó, luchando contra el alba lejana ya roja de calor. Tras una bifurcación, la carretera nos plantó en las profundidades inciertas de lo lúgubre. Sánchez y Sibersky aparcaron a nuestro lado.

—¿Y ahora qué? —le pregunté a Del Piero mirando el GPS portátil.

Salió y anunció, bajo la luz pálida de los faros:

—El aparato indica dos kilómetros, norte-noreste. Es decir… Esa dirección…

No había sendero. Un muro de cortezas en un delirio de hojas.

—¿Qué jodido sentido tiene esto? —vociferó Sibersky—. ¡Aquí no hay nada!

—¿Y qué esperabas? —repliqué con irritación—. ¿Una pista balizada con antorchas?

Sánchez se apoyó en el capó de su coche.

—¿Y es necesario ser cuatro para ir a coger setas? —añadió con una expresión provocativa—. ¡Empiezo a estar hasta las narices de esta jornada!

—Son las cinco de la madrugada. ¡Tu jornada tan sólo acaba de empezar! Vamos allá… ¡Y cierra el pico!

Bajo la protección de mi Maglite, abría la marcha, y Sánchez, con razón, la cerraba.

En esas murallas vegetales, los robles se retorcían en espirales atormentadas, los animales se escondían levantando bramidos lejanos o crujidos bien cercanos. El lugar llamaba a otro estilo de miedo, ese terror infantil que surge de monstruos ensangrentados y de lobos míticos. En la respiración lenta del bosque, nuestros corazones latían al unísono.

Rodeamos charcas de bruma espesa donde restallaban gritos de pájaros, nos tragamos repechos, encabalgamos escarpaduras de humus… El bosque crecía, tendido en arcos murmullantes, al hilo del GPS que nos guiaba por esa boca de ogro.

Apenas trescientos metros antes del objetivo. Nuestros pasos se ralentizaron, nuestras espaldas se encorvaron a pesar de la duda, en esas tinieblas angustiantes, una vez se apagaron las linternas. Entonces avanzamos al tuntún, las palmas sobre las armas, guiados por esa única lamparilla verdosa que brillaba del aparato electrónico.

En los diez últimos metros, tan sólo se alzaban ya nuestros alientos sibilantes de angustia y esa muerte, dispuesta a surgir de nuestros revólveres… Cinco… Tres… Uno… «49° 20' 29" Norte, 03° 34' 20" Este». No había error. Habíamos llegado. Las haces luminosas brotaron. Troncos, frondosidades, montones de ramajes.

—¡El emplazamiento de un puto árbol! ¡Joder! ¡Joder, qué puta mierda!

Fuego artificial de insultos, surgidos de cuatro bocas irritadas.

—¡La pista se detiene aquí! —se enrabió Del Piero sin ocultar su desengaño—. ¡Tan sólo era el estúpido lugar de una cita! ¡Nada más! ¡Me lo temía!

La miré con desdén, con una expresión antipática.

—¡Yo nunca le pedí que viniera!

Sánchez se perdió en gestos osados, Sibersky daba vueltas sobre sí mismo, las manos al cielo.

—¡Todas estas albuferas, estas aguas estancadas! —observé sin ceder a la decepción—. El lugar aislado, la proximidad con Issy-les-Moulineaux. ¡Todo encaja! ¡Podría haber escogido algo muchísimo más sencillo! ¡Un aparcamiento, un parque, una zona industrial! ¿Por qué un lugar de tan difícil acceso? ¡La prudencia no lo puede explicar todo!

Miré fijamente a Del Piero.

—¡Este bosque tiene que ocultar necesariamente viviendas no clasificadas!

—¡Es imposible! —replicó un pelín irritada—. Está bajo el control de la Oficina Forestal, los mapas topográficos se ponen regularmente al día. Créame, no hay ni casas, ni subterráneos, ni galerías secretas. Vegetación… Únicamente vegetación…

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