Ni el más recio de los hombros hubiese podido echar abajo la puerta. La gran cerradura debía resistir a cualquier kit de manicura y los postigos metálicos estaban, por supuesto, cerrados desde el interior. Amadore se había encerrado.
Rodeé la fortaleza a buen paso; advertí una amplia aspillera en uno de los flancos, a la altura de dos hombres. A ojo de buen cubero, si comprimía, si de veras comprimía el pecho, mi carcasa podría pasar por allí.
Di media vuelta e hice saltar la grava al arrancar con fuerza. Protegido por una curva, más lejos en la carretera, giré en un camino de tierra, quité el contacto; esperé unos cuantos minutos antes de correr a campo traviesa, la frente alzada y la espalda curvada. Acabé pegado contra la torre, justo debajo de esa aspillera que me ofrecía su boca.
Agarrado a una hiedra, apoyándome sobre una celosía de madera, ascendí dos metros antes de colgarme al borde de la abertura. Tras una dolorosa tracción de bíceps, volteé hacia el lado; me contorsioné hasta casi cascarme los riñones, me arañé los muslos y los antebrazos antes de que se me tragase la rendija.
Tinieblas. Frente a mí, un agujero horizontal, un túnel tan estrecho que mi cuerpo encogido sólo podía respirar mediante el ínfimo movimiento de codos y pies. Los aludes de oscuridad me sepultaron, cualquier luz detenida de cuajo por la masa de mis hombros.
Progresaba al ritmo del soldado herido, la nariz en el polvo, la camisa deshilachándose en las paredes laterales.
De pronto, el corazón me explotó. Mis dedos palpaban restos con plumas, huesos desmenuzándose, picos afilados.
Rodamiento de piedra. El genio luminoso surgió del mechero. Entorné los ojos, mientras la llama ya se apagaba en una corriente de aire. En el medio segundo de claridad, los había visto. Y todos los órganos se me habían contraído.
Palomas fulminadas. Montones de palomas reventadas… Una palabra me restalló en la cabeza. «Araña». En mi interior saltaron señales de alarma. ¡Huir! ¡De inmediato! La cadencia respiratoria se triplicó. «Viuda negra europea…, mígala…,
Atrax robustus
…». Imposible dar media vuelta. Marcha atrás. Meter la cabeza entre los hombros, empujar con los codos y rascar con los pies. Como un viejo navío, la inversión de los vapores empezó.
Mi cuerpo apenas había empezado a retroceder cuando
eso
me cayó en la parte inferior de la espalda. Un murmullo de carne, que se empezó a mover en dirección a mi nuca. Una lentitud de depredador meticuloso. La guardiana de la tumba.
La descarga de adrenalina en las fibras fue fulminante, los músculos se negaron a hacer acopio de sangre. Mi nariz se alzaba a dos dedos de un pájaro podrido y círculos de porquerías me abrasaban los labios.
No moverse más. La muerte colgaba de la punta de su hilo de seda. Me subía por la columna vertebral. Las patas crujían prudentemente sobre mi camisa, en ese perfecto cuatro tiempos de las maquinarias de guerra, erizando surcos de pelos. La asesina se embriagaba con mi sudor, se deleitaba con mi horror. Si me pica, reviento. E iba a picarme… Y avanzaba, avanzaba, avanzaba…
De un tirón, me arqueé con un largo aullido ronco. La espalda y la cabeza chocaron violentamente contra la pared. La sustancia pringosa que atravesó el tejido me subió por el espinazo en un gran beso glacial. Volví a hacerlo una, dos, tres veces.
El latigazo del terror me propulsó hacia delante. Con la punta de los dedos, con la fuerza de las falanges, apartaba los cadáveres de los gorriones hacia un lado, reptaba a través de telas gruesas que se me pegaron al rostro como máscaras de terror. Mis uñas chocaron por fin con un pestillo. Con los dientes apretados, hice bascular la barra de hierro hacia el lado y, bajo la desenfilada de una trampilla, un gran arco luminoso perforó los grosores atenebrados. Me deslicé en ese corazón de vida sin pensar, al borde de la asfixia, cegado por esa seda asesina. La caída me aspiró, un metro de vacío que me dejó en el suelo con los riñones destrozados.
En cuanto a entrada discreta, había fracasado.
El confinamiento, bajo el control de neones centelleantes, medía apenas un metro cincuenta de alto. Ni una sola ventana. Apestaba. A mierda, a orines podridos. A ras del suelo, nubes de ratones galopaban, los bigotes tendidos al frente de sus pequeños cuerpos de algodón. Prietas las filas, tenían una escaramuza sobre hojas de lechuga aún frescas. Cualquiera hubiese intentado deshacerse de ellos, pero Amadore los mantenía.
Desenfundé la pistola y me quité la camisa y la funda de la pistola. De la araña ya sólo quedaba un rumor blanquecino, entreverado de la finura de las patas y de la bolsa reventada del abdomen. Me puse derecho y con el espinazo curvado, más bien roto, me dirigí hacia una puerta de madera. Me sangraban los codos, las rodillas, un hilillo púrpura me rodaba por los labios y un hematoma de color azul berenjena me amorataba el flanco derecho. Y pensar que me había hecho todo eso yo solito…
Tras la puerta, un sólido entorchado de escalones de piedra, que se elevaba hacia los cielos o se precipitaba a las profundidades. Opté por la parte inferior.
Planta baja. Tres habitaciones. Salón, cocina, cuarto de baño. Muebles viejos, sartenes gastadas, bañera antigua, con los cuatro pies de latón. El gran vacío de las cosas muertas.
Otra puerta, en el recibidor circular, protegía la entrada a una boca cavernosa. Eché un vistazo. A lo largo de una escalera de caracol, las paredes se enlutaban de pulsaciones violetas. Del fondo de ese pozo de tinieblas emanaba la curiosa respiración de lámparas de luz negra. Debían de estar ahí, bajo la tierra… Habría que afrontar la multitud de arañas y sólo tenía, para reconfortarme, ese trasudor infernal, que corría del hueco de mis palmas hasta los rigores fríos del arma.
Al hilo del descenso, los ladrillos reventaban bajo el soplo tibio del moho, que perlaba con ese silbido pálido del grisú amenazante.
A diez metros bajo la superficie, mi Glock registraba el espacio de las bóvedas mudas. En los subterráneos más siniestros aún, entre las fortalezas de cristal, una silueta se detuvo.
—¡No se mueva! —grité, el cañón al final del brazo.
El espectro se enrolló lentamente hasta confundirse con la oscuridad.
—No… ¡No he hecho nada! —dijo una voz.
Las luces negras colgadas del techo encendían mis manos como los guantes blancos de un payaso. Avancé con prudencia hacia Amadore, acurrucado en un rincón, tembloroso como un cordero recién nacido.
Alrededor, hileras de viveros gigantes, ávidos de sombra y humedad, donde temblaban, de vez en cuando, las hojas de arbustos en miniatura. Brotaban ahí, por docenas, invisibles bajo murmullos de vegetales o virutas de madera. Las arañas.
Agité mi placa de policía y con una seña insté a Amadore a levantarse.
—No… ¡No tiene derecho! —cloqueó.
Tendió un ancho cuello de búfalo sobre un cuerpo de hombros caídos, tipo boxeador venido a menos, con unos pequeñísimos ojos de garduña donde bailoteaba el miedo.
—¿Qué contienen esos viveros? —espeté golpeando con la culata del arma el plexiglás.
—A… Arañas. ¡Nada me impide poseerlas!
—Depende. ¿Son peligrosas?
—En absoluto.
—Acérquese, señor Amadore. Despacio…
Obedeció. Una vena se le hinchaba a lo largo de la arcada derecha. No era un modelo de belleza, el tipo, una fealdad de insecto malo. Le rodeé el puño con la mano, quité la tapa de una jaula y metí nuestros dos antebrazos en el interior, el suyo ligeramente más adelantado, para ser corteses.
Se puso a gritar.
—¡Pare! ¡Pare! ¡De…, de acuerdo!
Solté la presión.
—Muy bien, señor Amadore. Volvamos a empezar con mejores bases. ¿Esas arañas son peligrosas?
Apretó los dientes.
—¡Sí! ¡Joder! Ha estado a punto de…
Dio un golpecito al cristal. Dos patas exploradoras atravesaron la alfombra de hojas.
—¿Atrax robustus
? —me aventuré.
Los ojos le chisporrotearon.
—He tomado todas las precauciones, ¡incluso tengo sueros antivenenos! ¡Vivo en medio del campo, están encerradas y no pueden perjudicar a nadie!
—Se olvida de la amiguita del piso de arriba, en la especie de túnel que da al exterior…
—¿Mi
Steatoda nobilis
? ¿No me diga que la ha aplastado?
—Un buen puré blanco.
Lo acorralé contra el habitáculo de la
Atrax
, el pecho bien alto.
—¿Dónde las consigue?
El rostro del biólogo se descompuso.
—Yo… yo… ¿Qué va a hacerme?
Simpático, el joven, y maleable. Se imponía el tuteo.
—¿Sabes qué? —contesté apoyando una pesada mano sobre su hombro—, me importan un comino esos bichejos que escondes aquí. Si te apetece meterte el canguelo, es problema tuyo. A mí, lo que me interesa es cómo los obtienes.
Me miró dos veces.
—No…, no puedo hablar… Tendría problemas gordos.
—¡Por ahora, tu problema soy yo!
Amadore captó toda la sutileza de mi comentario cuando volví a rodearle el puño con la mano.
—¡No! ¡No lo vuelva a hacer! Es…, es en un mercadillo de insectos donde me lo encontré la primera vez… Debe de hacer cosa de un año…
—¿A quién?
—Un tío que no había visto nuca pero que, por lo visto, me conocía. Ese día se me acercó y me dijo que podía dar con cualquier variedad. ¿Lo entiende, señor…?
—Sharko…
Movió el brazo y acabé por soltarlo.
—… Señor Sharko, las pasiones llevan a veces mucho más allá de lo razonable. La gente tiene más miedo de las arañas que de la muerte y yo, en cambio, las admiro. Son modelos… perfectos. Actualmente, ningún acero, ninguna fibra sintética presenta una estabilidad comparable a la de su seda. Se estudia incluso para fabricar chalecos antibalas, ¿se lo imagina? Tenía la oportunidad de tener en mis manos los especímenes más extraordinarios del planeta; previo pago, por supuesto. Cualquier aracnófilo hubiese aceptado tal propuesta.
Los ojos de Amadore se iluminaban. Ante mí se desplegaba otro ser totalmente diferente, que había enderezado los hombros y abierto bien los ojos.
Pasé al tratamiento de usted.
—¿Qué sabe de ese proveedor?
—Nada de nada —contestó con un gesto resignado—. Es él quien se pone en contacto conmigo cuando hay mercadillos de insectos, cuando le parece bien. Entonces me pregunta si me interesa tal o tal otra especie. Si es el caso, me cita cada vez en un lugar diferente… A veces espero una, dos o tres semanas. Esto… le va a parecer extraño, pero me he dado cuenta de que dependía del ciclo lunar.
Fruncí el ceño.
—¿Cómo que del ciclo lunar?
—He debido de ver a ese tipo una decena de veces. Siempre procedíamos al intercambio una noche de luna nueva. Lo he comprobado en un calendario. Justo en la luna nueva…
—Los ciclos lunares… No tiene ningún sentido… ¿Las arañas son sensibles a eso?
—En absoluto. Yo también he buscado una explicación, pero no he encontrado ninguna. Seguirá siendo un misterio…
Una tela vibró, a ras de mi cabeza. Dos patas oscuras rayadas de amarillo se despertaron al borde de una fisura. Di tres pasos hacia atrás.
—No tenga miedo —dijo el biólogo—. Son pequeñas arañas de la cruz, que se encuentran en todos los jardines. Nada del otro mundo.
Me desplacé ligeramente, las manos sobre el pecho.
—¿Cómo se abastece?
—Ni idea. Me muestra una lista de arácnidos y yo escojo.
—¿A cuánto se los vende?
Amadore desapareció en las tinieblas, metió lentamente la mano en un manto de virutas y recogió una migala de mandíbulas rosadas, a la que acarició.
—A su izquierda, la
Latrodectus mactans
, una viuda negra de Sudamérica, me costó más de mil euros. La
Atrax robustas
, el doble.
Me llevó debajo de otra bóveda, iluminada por bombillas rojas, cerrada por un gigantesco cristal de plexiglás. Del otro lado, el infierno. Pirámides de sedas entrecruzadas, insectos dentro de capullos, carcasas digeridas.
—Este magnífico espécimen de nephila es el más caro de mi colección, cerca de los cuatro mil euros. Es una variedad tropical que posee el hilo más resistente del mundo. Su tela es capaz de detener a seres humanos a ritmo de andar. Mírela trabajar, en el rincón, arriba a la derecha. Necesita una hora y cuarto para tejer ciento cuarenta metros de seda perfecta. ¡Una pura maravilla!
Se me erizaron los pelos, preso en ese frío intenso que me subía por el espinazo.
—Miles de euros que se pudren en un sótano. Confieso que me cuesta entenderlo —comenté con un gesto nervioso.
Amadore me clavó la mirada, y los ojos se le llenaron de furia.
—Y una litografía más fea que una cagada de paloma, ¿cree que tiene sentido? ¡Las arañas siempre han impuesto el respeto! Son arquitectos nobles, los indios navajos se inspiran en ellas para construir sus hogares. Los biólogos utilizan el veneno de las
Atrax
para crear cereales que envenenan a los insectos. ¡Tenemos tanto que aprender de ellas! Están en todas partes. Se encuentran dos millones en un campo y más de treinta en las casas más limpias que pueda imaginar. Están fuera de nosotros y dentro de nosotros. En lo que dura una vida, aquí en Francia, una persona se traga una decena durante el sueño. ¡Es verídico! ¡Me encanta contar eso a las mujeres! ¡Imagínese la cara que ponen! ¡Diez arañas que uno se traga, en plena noche, sin darse cuenta!
Tragué saliva ruidosamente y me obligué a permanecer concentrado.
—¿Qué aspecto tiene su proveedor?
—Unos cuarenta años, no muy alto, quizás un metro setenta. Tipo mexicano, con acento hispano y muchas sortijas en los dedos. Un tío nervioso, del tipo que da miedo, bigote negro y mirada inquietante.
No se trataba del asesino, mucho más imponente según la apicultora.
Dejamos atrás los túneles de arañas, hacia la superficie, y acogí las grandes bocanadas ardientes del astro como una liberación.
—¿La llamada anónima… era usted, antes? —me preguntó el biólogo mientras abría los postigos.
Asentí entornando un poco los ojos.
—Hoy es sábado. Debe de haber un mercadillo hoy, ¿no?
Sacudió con fuerza la cabeza.
—No, no y no. Lo veo venir. ¡No pienso ir!
—¿No me va a decepcionar ahora, señor Amadore? Araña pequeña se volverá grande…
—Es usted…