Luto de miel (16 page)

Read Luto de miel Online

Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Luto de miel
4.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sibersky avanzaba, más adelante, en esa gran vía rectilínea. Yo seguía corriendo, a la sombra de las fachadas, hasta reunirme con el teniente en el dolor del jadeo demasiado corto.

—¡Ahí! —dijo Sibersky, indicando una silueta cien metros más adelante.

—¿Madi… son, Sánchez? ¿Dónde… están?

—Sánchez vigila a Amadore, Madison sigue las rondas, por si las moscas…

De repente la forma se desvaneció.

—¡Mierda!

Sibersky se lanzó a la primera, le pisaba los talones, con la respiración sibilante. No tardó en dejarme atrás, cinco, diez, veinte metros, sobrevolando el asfalto con esa zancada joven y entrenada. Giró en el ángulo invisible de una minúscula callejuela. Al fondo, el mexicano obstruía el paso con cubos de basura que tiraba al suelo antes de seguir huyendo. El teniente inspiraba fuerte, el arma empuñada, los brazos vigorosos, el cuerpo tendido en la carrera. Yo sacaba la lengua pero resistía. El segundo soplo llegaba, más allá del dolor y el alquitrán de los cigarrillos. Por fin se aceleró mi ritmo.

En el estrechamiento, unos niños se pegaron a la pared, una mujer entró precipitadamente en su casa. Tras una curva, la callejuela se estrechó en un estrangulamiento de asfalto. La oscuridad caía sucia, gris, sobre las paredes mugrientas. Sibersky había ganado terreno, el fugitivo estaba muy cerca, luchando contra una rejilla tambaleante. Su estertor se oía claramente ahora; se izó con la punta de los dedos, gruñó, rodó del otro lado. El teniente se precipitó con un grito, superó el obstáculo, dopado por la rabia. En cuanto a mí, corría recto, la valla se dobló bajo el peso de mis cien kilos. Gritos anónimos, transeúntes que se dispersan, chirridos de neumáticos. Enfrente, una arteria de letreros luminosos, pubs, restaurantes. En el punto de mira, las cúpulas límpidas del Sagrado Corazón. Del otro lado de la calle, dos hombres a la fuga, en las tinieblas de otro hilo estrecho. Corté recto, sin doblegarme ni pensar, los dientes apretados. Se me hinchaban los pies, me quemaban los talones. Más allá, un abismo de escalones me aspiró mientras, en la pendiente, dos seres furibundos luchaban. Vi a uno agarrar al segundo, tirarlo contra una barandilla, sacudirlo una vez más antes de que la caída se lo tragase. El tipo de los anillos rodó por seis escalones gimiendo. Ahí, con gruñidos de bestia, el poli dominaba, ambas rodillas sobre un espinazo doblegado.

Acabé de bajar a paso lento, con una bonita bilis en los labios y el cuerpo destrozado. Me espachurré en el suelo, el aliento en el de ese cuerpo esposado, mientras Sibersky se recuperaba contra un poste, desplomado, las piernas abiertas. Nos quedamos los tres sin decir palabra, derribados por el fuego de los pulmones, como bestias agonizantes.

Tras recuperar un semblante de calma y dos o tres neuronas aún válidas, agarré al hombre por la espalda y lo levanté.

Desde su mirada torva, me echaba humo con una expresión de desafío, con la sonrisa de los que odian, y luego me escupió a la cara, profiriendo un salivoso «¡hijo de perra!
[4]
». Le asesté un puñetazo en el pecho, el mejor sesga-sonrisas.

—No…, ¡no es el momento de ponerme nervioso! —Me cabreé sacudiéndolo con fuerza.

El cacheo corporal reveló una pistola, una barrita de hachís y tres mil euros en metálico…

—¡Está bien, Umberto… Valdez! Tengo que hacerte algunas preguntitas y no dispongo de mucho tiempo. Así que espero que…

Otro golpe le hizo tragarse el rictus.

—… cooperarás.

—Que… te… jodan… —Se ahogó en una ráfaga de perdigones.

Hablaba con ese acento de general de guerrilla. La boca se le deformaba bajo las «r» marcadas en la garganta.

Lo cogí por el cabello y le levanté la cabeza, bajo la mirada alucinada de Sibersky.

—¡Cuéntanos qué hacías en ese mercadillo!

Aún se rió maliciosamente, más allá del dolor.

—Un paseo… ¿Acaso algo me lo impide?

Me giré hacia el teniente.

—¿Has cogido tu buga?

—He venido con el de Madison.

—¡Perfecto! Llama a Madison y Sánchez. ¡Diles que el tío se ha escapado y que pueden regresar a casa!

El teniente abrió los ojos de par en par.

—Pero…

—¡Haz lo que te digo, joder! ¡A este hijo de puta lo vamos a sangrar! —Volví a secarme la frente y añadí—: Mientras tanto, voy a buscar el coche. ¡Espérame con este desgraciado en lo alto de las escaleras!

Sibersky se llevó a Valdez a un rincón y me agarró por la camisa.

—¡Está fuera de sí! ¿Qué mosca le ha picado?

—¡Vigílalo y cierra el pico!

Volví a aparecer quince minutos después, tras el volante, tenso al punto de destrozarme los nervios. Sibersky comprimió a Valdez en la parte trasera y se sentó a su lado.

—Sánchez y Madison, ¿lo has arreglado? —espeté mirando por el retrovisor.

—Sí. No están al corriente de nada, pero…

—A partir de ahora, no más preguntas. ¿De acuerdo?

—Está… bien, confío en usted… —dijo sin ninguna convicción.

El mexicano empezaba a agitarse.

—¿Pero qué es esta historia? —chilló—. ¡Eh, hombre! ¿Adónde me llevas? Y tú, ¿no dices nada? ¿Y mis derechos?

—Tus derechos, ¡nos los pasamos por el forro! —repliqué con una risita perversa.

Arranqué a todo gas, acariciando con la mano una mochila llena de sorpresas.

Necesitaba un lugar aislado. El cartel «centro de recogida», cerca de la puerta de la Chapelle, me venía de perlas. Así que subí por la avenida del mismo nombre y giré en una calle sin vida, sobrecargada de prefabricados y pequeñas empresas, que nos llevó a las fronteras del monstruo de basuras. Detrás, Valdez, sorprendentemente, había dejado de moverse.

Faros apagados, Maglite, mochila. Vamos allá. Pero Sibersky, que había salido del vehículo metiendo en vereda al mexicano, me detuvo.

—¿Qué está haciendo?

—¡Ese desgraciado va a hablar, y enseguida! ¡Quédate aquí y vigila que no me moleste nadie!

Me asió por el hombro.

—¡No podemos hacer esto! ¡Comisario!

Lo aparté con firmeza.

—¡No tenemos tiempo! ¡Debe soltar prenda! ¡Inmediatamente! ¡Y apártate de mi camino!

Boté a Valdez del coche y lo propulsé delante de mí. Sibersky se quedó apoyado en el capó, sin palabras.

—¿A qué juegas, hombre? ¿Quieres asustarme? ¡Eres poli! ¡No me harás nada!

—No sabes de lo que soy capaz… —le susurré al hueco del oído—. Ya no tengo nada que perder, nada de nada… En cambio, tú vas a perder los cojones.

Tras haber superado la barrera de seguridad, lo arrastré a la alineación de volquetes; él, basura entre las basuras. Lo aplasté contra una chapa reluciente de aceite, mi linterna en sus ojos.

—Tus insectos, ¿cómo los consigues?

—¡Que te jodan! ¡Hijo de puta!

Mi puño impactó en su flanco izquierdo, y se dobló antes de soltar una risa infame.

—¡Me parece que estás seriamente perturbado, hombre! ¿Cuál es tu problema? ¿Te chutas? ¡A los drogatas los huelo a kilómetros, tío! ¡Eh, teniente! ¡Tu colega se coloca!

Volvió a tensar su mirada de basura, abrasada por un odio instintivo hacia los polis. Tenía los hoyuelos reventados de cicatrices y tiraban de esa piel volcánica quemada por el azufre de las peleas.

Lo obligué a sentarse y me quité la mochila. Saqué dos pañuelos, que le metí en la boca. Gritaba ahogado, escupiendo un furor sordo, cuando tres vueltas de cinta aislante lo amordazaron de verdad.

—Si te decides a rajar, asentirás con la cabeza…

Respiraba violentamente por la nariz, la frente alta arrugada de cólera, y daba golpes con los talones con la agresividad de los toros locos. Me senté sobre sus muslos, con la nariz a dos centímetros de la suya. Las rodillas le crujieron.

—Sabes, médicos especialistas del dolor han demostrado que el peor de los sufrimientos físicos es la sofocación seca. Cuando todo el organismo reclama aire, con la lengua que se hincha en la boca, el corazón que late cada vez más fuerte, hasta explotar en el pecho. ¡Brrr! No me gustaría estar en tu lugar.

Metí la mano con prudencia dentro de la cartera. Cuando extraje un pequeño ataúd de plexiglás, los ojos del mexicano se desencajaron.

—¿La reconoces?
Latrodectus mactans
, la viuda negra más peligrosa del mundo. Un puto concentrado de veneno. Creo que no ha apreciado mucho que la encierren. Parece… nerviosa. Bueno… A menos que estés al corriente, voy a explicarte lo que provocará su mordedura…

Le desabroché la camisa, le apoyé la caja sobre el pecho y retiré el pequeño candado.

La araña se apretujaba sobre sí misma, dispuesta a saltar, las mandíbulas llenas de veneno.

—¡Me encantan! ¡Me encantan estos bichitos!

Mis manos se alzaron al cielo, mientras sus mejillas se hinchaban de miedo. Me tomaba por un loco. Mucho mejor.

—Diez minutos después de la mordedura, vas a sentir un dolor enorme, primero en la zona picada, luego por todo el cuerpo. Contracciones musculares violentas, opresión torácica… simpático después de todo… Luego… Lo llaman neurotoxinas… Parece ser que paraliza uno por uno los músculos respiratorios, lentamente, muy lentamente. ¿Sabes a qué lo comparan? ¡A un tipo sin aliento al que metieron bajo el agua y sólo tuviese una pajita muy fina para respirar! ¿A que es divertido?

Puse la punta de los dedos sobre el pestillo. La asesina se afilaba los colmillos.

—En menos de media hora, sin atención médica, eres hombre muerto. Tu cadáver se pudrirá en el fondo de esos volquetes. Te dejo cinco segundos para pensar. Cuando acabe de contar, abro.

Se desencadenó una tempestad en sus retinas, le sobresalían venas de la frente y las sienes. Al ultimátum no había reaccionado.

—Eres más duro de lo que pensaba… Pero no sabes con quién te la juegas, capullo.

La araña vio desaparecer la trampilla, palpó y luego se aventuró sobre el territorio de pelos, y las ocho patas desmenuzaron esas vibraciones de pecho. Era un monstruo de pesadilla, con el tórax desmesurado moteado de manchas rojas y las patas tan corvas que parecían agujas.

El pánico retorció las tripas del mexicano, un olor de defecación se sobrepuso al de las basuras. Cuando movió la cabeza para indicar que se rendía, el depredador mordió en pleno centro del pectoral izquierdo. El grito de Valdez atravesó las capas de cinta.

Aplasté al horror con el pie, su cuerpo se comprimió mientras las patas se retraían. Me agaché y acerqué mi rostro al del mexicano.

—¿Es que no me creías capaz, capullo? ¡Golfo de los cojones!

Lo solté con desprecio, al darme cuenta de que aún seguía apretándole la garganta.

—Ahora voy a quitarte la cinta. Dime lo que quiero oír y llamo a una ambulancia. Si gritas, te amordazo y te tiro en el volquete, ¿vale?

Asintió apresuradamente. Arranqué la cinta aislante, así como buena parte de su bigote, y luego le retiré los pañuelos de la boca.

Escupió las tripas antes de soltar:

—¡Joder! ¡Estás chalado! ¡No me dejes morir! ¡Hijo de puta!

—Te repito la pregunta. Tus arañas, ¿cómo las consigues?

Se ahogó otra vez, los ojos clavados en los dos minúsculos puntos rojos de su torso.

—¡Sanctus Toxici! ¡El santuario de los venenos! ¡Un lugar bajo tierra!

—¿Dónde, bajo tierra?

—Joder! ¡Me van a machacar vivo si hablo!

—Ésa debería ser la menor de tus preocupaciones ahora…

Evaluó rápidamente el comentario y luego contestó:

—Parece… una parada de metro fantasma… Un túnel de raíles, sin acceso exterior, tapiado. Inaccesible… Pero hay un medio de bajar. Un pasadizo secreto…

—¿Dónde? ¡Estás perdiendo unos segundos preciosos!

Sacudió la cabeza. Le perlaban grandes gotas por las sienes morenas.

—¡No lo sé exactamente! La cita…, en el sótano de un bar africano…, el Ubus… En el distrito veinte… Después, te vendan los ojos… Tienes que andar varios minutos…

Pegué mi frente a la suya.

—¿Y qué hay ahí abajo?

—¡Me cago en ti, hijo de puta! ¡No tengo tiempo!

—¡Yo tampoco!

Las palabras se le solaparon en la boca.

—¡Todo tipo de cosas extrañas! ¡Animales venenosos, cobras, escorpiones negros, insectos peligrosos! También drogas, pero no las clásicas…, sustancias a base de veneno… En los pasadizos anexos, hacen otras cosas… Brujería, magia negra, vudú. Mejor evitarlo…

Se golpeó la cabeza contra la chapa.

—¡La ambulancia! ¡Lo he soltado todo!

—No todo. ¿Has encasquetado alguna vez mosquitos infectados?

—¿Cómo?

—¡Paludismo, fiebre amarilla! ¿Quién lo vende?

Lo agarré por el cuello. Arrancó.

—Ya he… oído hablar… de eso… No sé… si es verdad… ¡Aaargg! Hostia, ya… ¡Aaargg! ¡Ya empieza! ¡Joder! ¡No me dejes morir!

Eché un vistazo al reloj.

—Seis minutos. Actúa más deprisa de lo que pensaba… ¡Bichito bueno! ¿Cómo se entra ahí?

—Sin mí… no… entrarás…

Esperé sin soltar palabra. Los labios se le torcían en un ocho desastroso.

—En el… bar… Pregunta… Opium. Habla del… «beso de la araña». Es… un código.

—¿Cuándo se lleva a cabo?

—Una vez… al mes…, durante… la luna nueva… Tienes que… darte prisa… Es la última… noche… antes del siguiente ciclo… El bar… cierra… dentro de horas… ¡Joder! ¡Joder!

—¿Me registrarán?

Su soplo se esfumaba. Síntomas de la paja en la boca.

—Sí. Si tienen… dudas…, tú… desaparecerás… ahí abajo…

Se desmoronó hacia el lado, los dientes prietos.

Saqué una jeringuilla de la mochila, mezcla de sal de calcio y de un suero antilatrodecto, y le hundí la aguja en el hombro.

—Dentro de unos minutos ya no sentirás nada. Gracias por tu ayuda…, hombre…

Sacudí la barrita de chocolate delante de sus narices.

—Voy a olvidarme de esto, en señal de agradecimiento y… a cambio de un pequeño servicio…

Se enderezó lentamente, medio tocado.

—Y… mi pasta… Devuélveme… la pasta… Sonreí.

—La guardo de momento… Vamos a llevarte a la central para que te interroguen siguiendo las reglas y repetirás lo que me has contado, pero… olvida lo que acaba de pasar. Mas cooperado, apoyaré tu defensa. Si me traicionas, con mucho gusto dejaré tu dirección en el Ubus y les dejaré muy claro que rajas con los polis… y… —Aplasté el índice sobre la foto de una mujer, en su cartera—. … sabré ocuparme de ella también. ¡Una arañita y listo!

Other books

Unravelled by Anna Scanlon
Apocalyptic Shorts by Darksaber, Victor
Winter Jacket by Eliza Lentzski
The Kiss by Joan Lingard
Scare Me by Richard Parker
Trust Me by Jones, D. T.
Chasing the Lantern by Jonathon Burgess