Luto de miel (6 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Luto de miel
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Los remilgos del asesino me daban vueltas en la azotea y me habían obligado a saltarme un buen número de normas. Al punto en que estaba, opté por ahondar la búsqueda en el interior…

Como último recurso, divisé álbumes de fotos que hojeé rápidamente… Playa, montaña, boda, gilipolleces de pareja… Primer plano de la hija. Dieciocho años, rubia incendiaria. Escultural… En otras instantáneas, el hombre, con un pez en la punta de un arpón. Otra vez él, con una máscara y un tubo de buceo… Siempre el mismo, con las aletas en los pies, a orillas de… ¡A orillas de un foso de buceo!

En un arrebato, volví al correo. Búsqueda visual… ¡Ahí! «Club de buceo de Meaux.
[2]
»

***

¡«Vigila los males»! ¡Con su fosa de buceo, «el abismo y sus aguas negras»! El mensaje escupía sus últimos cartuchos. Nuevo chirriar de neumáticos…

***

Treinta minutos después, al límite de quedarme sin gasolina, metí el vehículo en un aparcamiento de tierra roja antes de llegar a un pequeño local, perdido sobre un suelo calizo donde sólo se esparcían hierbas rebeldes y sílex erosionados. Unos paneles oxidados indicaban la dirección del foso.

Me hundía en los tramos de oscuridad, atento a los adoquines de tiza y los agujeros severos que, durante un buen rato, atravesaban el ojo de la linterna.

Delante, bajo las luces violetas del alba, el manto blanco de la carrera tocaba el horizonte. Una escalera tallada en lo vivo me propulsó aún más lejos.

Ahí, al fondo, salió el pozo de tinieblas, no más ancho que un depósito, con aguas de color negro ceniza. En los bordes, una inscripción:
FOSA DE MEAUX. PROFUNDIDAD,
30 M.

Alrededor, las colgaduras sombrías de la noche que llegaba a su fin, llanuras calcáreas. ¿Qué había que descubrir aquí? ¿Otro mensaje? ¿Una pista? ¿O… un cadáver?

Un ruido, cercano, muy cercano. Apagué y me agaché, Glock a punto sobre pupila dilatada. Nada más. Sólo una brisa abrasante, rica en calor, hinchada por la ausencia de obstáculos. Con prudencia, me acerqué a la sima, y volví a encender la linterna, para escudriñar los abismos, morder diamantes de polvo que luchaban con partículas silenciosas. En cualquier momento podía surgir una mano y arrastrarme hacia siniestros infinitos.

Entonces volvieron a estallar. Las burbujas… A treinta metros de profundidad, «la Mitad» soplaba el aire únicamente de forma alterna. Bajo montañas de agua, Olivier Tisserand, profesor de buceo en el club de Meaux, administraba aire. ¿Qué fuerza maléfica lo retenía abajo?

Esta vez, ninguna indecisión. Llamé a la brigada, les pedí que contactaran urgentemente con la comisaría de Meaux, enviasen una ambulancia y preparasen una cámara hiperbárica.

Las burbujas otra vez, perlas de vida. ¿Qué hacer? ¿Esperar?

Me lancé hacia la planicie de rocas, subí con pies y uñas las cuestas áridas, arañándome las palmas, agotándome los pulmones, atravesando recto por la cantera hacia el local de buceo.

Habían forzado el candado. Rodé sobre la pared interior, destrípela sala con diagonales luminosas, me acerqué a unas formas sombrías, vibrantes, que golpeaban con saña el cristal polvoriento de una ventana.

Se me apareció el rostro de la muerte. Las esfinges. Siete grandes esfinges negras. Aglutinadas sobre un cristal.

Jadeando, me apoderé de una botella de aire comprimido y una linterna sumergible. No había tiempo para enfundarse un traje. Escondí mi arma encima de un armario, me desvestí en un abrir y cerrar de ojos, me puse la botella en la espalda con la ayuda de las correas y, con las aletas en la mano, el cuchillo de buceo anudado alrededor de la pierna, hice el trayecto inverso. En calzoncillos y mocasines.

La inmersión… Había obtenido el certificado de nivel dos en la unidad de lucha contra las bandas, pero databa del siglo pasado.

¡Treinta metros! Un edificio de diez pisos invertido. La profundidad de todas las trampas. Vértigo, sensación de soledad, trastornos de la vista. Los gases intestinales que se comprimen, el aire que se desliza entre los empastes y hace explotar los dientes. Mi cuerpo corría el riesgo de pasarlas canutas.

Mi mirada abarcó los alrededores. Nada en la lejanía de las rocas. Ni rastro de girofaro, ninguna sirena. Bajo mis pies, las burbujas de aire escaseaban. Diez segundos entre las expiraciones. Final de botella.

Pegarse bien la máscara. Regular el descompresor. Inspirar por la boca, expirar por la nariz… Inspira, expira, inspira, expira…

Unos segundos más que transcurren… La esperanza de oír voces, de no tener que hundirme solo en el coloso de agua…

Ya no me quedaba otra. Pronto las burbujas desaparecerían. ¡Adelante!

Cuando mi rostro golpeó el agua, el oxígeno de la botella me secó la garganta, la angustia me conmocionó, esa angustia de los claustrofóbicos que priva de aire y hace mella en los sentidos. Una inmersión nocturna es un descenso al interior de uno mismo, a un universo peligroso poblado de monstruos demoníacos.

Estaba totalmente majara. No tenía arma, salvo el cuchillo. Podía pagarlo con la vida.

Diez metros. Negro arriba, negro abajo. El tímpano que se hunde hacia la oreja media. Dolor… Maniobra de Valsalva: boca cerrada, nariz apretada, expirar.

El silencio… Rompe el silencio. Expira… Concéntrate en el baile de las burbujas, el ronquido de la sangre que hincha las arterias… El fondo… Objetivo: el fondo… Vencer esa falla mortal. Encontrar la fuente de vida.

Trampa. ¿Has pensado en la trampa? Delante, detrás. Podían alcanzarme desde cualquier lado. En cualquier momento. Cuchillazo. Descompresor cortado. Muerto.

Veinte metros. Una luciérnaga. Una luciérnaga en un gran cielo hostil. Bloques de agua intentando aplastarme, triturarme, pulverizarme. La máscara me oprimía el rostro, me aspiraba los ojos. Todo el organismo se contraía. Pulmones, tubo digestivo, estómago.

Ganas de vomitar. Bajaba demasiado deprisa. Quince metros por minuto, dicen las tablas. No más. No más o reventarás, implosionado… El silencio… Rompe el silencio…

Borbotones de las burbujas. La sangre que corre. Tam-tam del corazón.

¿Cuánto queda por bajar? ¿Cuánto? Estaba perdido. Las nociones de arriba y abajo se invertían… Las burbujas, céntrate en las burbujas. Suben, así que bajas. Claustrofobia. El frío de los abismos que paraliza los músculos, petrifica la carne. Los oídos que zumban, sangre en las sienes… Expirar. Expirar. Cinco por ocho, cuarenta. Seis por ocho, cuarenta y ocho. Nueve por ocho… Ochenta… No… Setenta… Setenta y dos… Miedo, muerte, dolor. Risas. Metal… Éloïse. Te quiero, te quiero… Franck… Franck Sharko, comisario en la Brigada Criminalística. Shark, el tiburón. El tiburón vive en el agua… Inspira… Vivo en el agua… Expira… Mosquito, trompa, picada… Inspira. Negro dentro, negro fuera. Expira…

La blancura de un pie se me apareció. Un rumor, un destello de pesadilla. Luego una pierna entera. Instantánea multiplicación por tres del ritmo cardíaco. Sesenta, ciento veinte, ciento ochenta… Pánico. Me ahogo. ¡Aire, aire! ¿Cómo se respira? ¡Aire!… ¡La boca! Inspira por la boca, expira por la nariz… Otra vez. Vuelve a empezar… Escucha tu corazón…, bum, bum…, bum, bum…, bum, bum… Inspira, expira, inspira, expira…, inspira…, expira… Ya está… Respira profundamente… Sigues vivo.

El hombre yacía bajo mí, en traje, los miembros encadenados por una gruesa cuerda unida a mosquetones soldados a las paredes. Sólo lo percibía a trompicones, al azar de la linterna. Ahora respiraba sin cesar, soltando rastros plateados de burbujas.

Al lado tenía dos botellas de oxígeno, dos chispas de vida de donde serpenteaba un descompresor.

Mi linterna iluminó unos ojos fuera de las órbitas. Inyectados en sangre. Un terror de animal agonizante brillaba en su interior. Preso de un pánico fulgurante, agitó la cabeza, se retorció para deshacerse de su prisión de cuerdas. El descompresor patinó, especies de gruñidos apagados. El agua se adentró en su boca a la velocidad de una presa que se rompe.

Le bloqueé la barbilla, retuve la respiración y lo obligué a ingurgitar mi aire. Mordió el descompresor, intentó arrancarlo. ¡Joder, respira, vas a palmarla! No tenía otra opción. Puñetazo en la sien. Aturdido, absorbió un gran trago de aire. Ya está. Tranquilízate…

Mi turno… Respiraba. Su turno… Mi turno… Su turno…

Cuchillazo, amarras que saltan… No le solté ni las manos ni los pies. Porque libre, intentaría ahogarme. Su turno… Mi turno… Inspira, expira. Tienes que vivir, ¿me has oído? ¡Vive! Su turno… ¡Traga el aire! ¡Trágatelo! ¡Empápate de esa puta vida! Lo cogí por las axilas y di vigorosas patadas. Percibí una fuerte resistencia, algo se bloqueaba. No era normal. ¿Qué le seguía reteniendo? Un último aletazo nos alejó del fondo.

Entonces el hombre desapareció tras una pantalla de burbujas. Miles de burbujas. Vociferaba, tan fuerte que parecía romper las paredes del silencio. Rechazaba el oxígeno, los ojos se le movían bajo la máscara. El fondo. Miraba fijamente el fondo.

Dirigí la linterna hacia el fondo. La luz se tornó naranja. Mezcla de amarillo y rojo. El amarillo de la linterna, el rojo de la sangre. La pierna izquierda le sangraba. A chorros.

¡Ya no había tiempo para reflexionar! ¡Lanzarse! ¡Lanzarse hacia arriba! ¡Deprisa! ¡Lo más deprisa posible! ¡Olvidarse de las paradas de descompresión! Treinta metros… El nitrógeno acumulado en su cuerpo iba a precipitarse en las arterias. Se le hincharían burbujas en el corazón. Los pulmones podían explotar. Pero era eso o la caricia cálida de una hemorragia… En cuanto a mí, también podía pasarlas canutas. El nitrógeno no libraba a nadie…

Aleteé como si fuese a romperme los tendones. Todos mis órganos pedían socorro, los pulmones me quemaban, el cerebro se dilataba bajo el cráneo. El diafragma se contrajo. Imposible respirar… ¡Oxígeno! ¡Inspira! ¡Inspira!

¡Imposible!… La apnea. Quedan diez metros… El hombre se había desmayado, saturado de agua.

Un dolor increíble en los oídos. Los tímpanos a punto de estallar…

Luces, arriba. Haces cruzados, vivos, palpitantes… Pétalos de voces… Gritos ahora… La superficie del agua que estalla… La cabeza que me da vueltas… Una sensación de alejamiento.

Y luego… nada más…

***

Ojos abiertos. Ahí, en la nebulosa, expresiones ateridas, miradas agobiadas. Una máscara de oxígeno sobre la nariz. ¿Cuánto tiempo grogui? Alrededor, la tiza. La cantera…

Me levanté, un poco aturdido. A mi lado, Tisserand, inmóvil. Electrodos, pegados con ventosas, sobre el torso. El traje de buceo recortado. Un choque eléctrico, el cuerpo que se arquea… Se acabó.

El día ardió sobre un baño de sangre.

Bajo los rayos del astro, la roca porosa bebió lentamente la serpiente roja, languidecida alrededor del hombre inerte…

Capítulo 8

Deberían haber caído trombas de agua, hacer un viento que arrancase los árboles y despegase los tejados. Debería haberse arremolinado en el aire un monstruo furioso, un tornado, un ciclón. Entonces, a lo mejor, me habría sentido acorde con esa forma de revuelta, quizá mi cólera se podría haber liberado, en vez de acurrucarse bajo mi piel hasta el punto de hacerla temblar.

En un espejismo de tiza, los ambulancieros engullían en la funesta funda su cadáver, cuya mano izquierda de dedos crispados aún sobresalía. El terror lo acompañaba hasta en la muerte, esa muerte espantosa surgida como una gran mandíbula blanca bajo edificios líquidos.

Un hilo de pesca enrollado alrededor de su muslo, en el interior del traje, había desencadenado la hemorragia. Pequeños agujeros practicados en el neopreno habían permitido introducir el invisible cabo y atarlo a la rejilla del fondo, bajo el agua. Una estratagema temible que había seccionado limpiamente la arteria femoral, una vez iniciado nuestro ascenso.

Sin duda el mártir, con sus gritos de agonía, había intentado avisarme…

A lo lejos, dos rostros de un negro intenso, sostenidos por cuerpos firmes, tensos, que incluso el sol naciente no lograba iluminar. Leclerc y Del Piero desembarcaban, mancillados por un despertar de lo más brutal. El comisario de división no esperó ni siquiera a estar a mi altura para soltarme:

—¡Me has sacado del catre enchufándome un cadáver entre los brazos, así que ahora vas a tener que explicarme muy despacio qué ha ocurrido!

En cierto sentido, la situación podía desestabilizar a cualquiera. Dejaba a Leclerc el día antes en un estado cercano al de un neumático reventado y me recuperaba a sesenta kilómetros de ahí, en un caos de piedras, emergiendo de los abismos para extraer a un tipo cuya existencia, claramente, había acortado.

A su izquierda, Del Piero se ajustaba su impecable traje sastre. Incluso sacada del sueño de forma precipitada, se había dado el tiempo de hacerse la raya negra con el delineador de ojos y retorcer su cabellera pelirroja en un grueso moño. El orden y la belleza.

Retomé la historia desde el principio… El mensaje grabado en una columna de la iglesia… Mi visita a casa de Paul Legendre… «El tímpano de la Cortesana»… La superposición de los códigos, que me había llevado a Chaume-en-Brie… Y luego allí, ante el abismo y sus aguas negras.

—¿Y dice que le han robado ese segundo trozo del código, lo que implica que no tenemos ningún rastro de él?

Con la clase de una buena bruja, la comisaria golpeaba ahí donde dolía.

—Fue mala suerte… —repliqué sin disimular un gran cansancio—. En el lugar inapropiado…, en el momento inapropiado…

—De ahí la utilidad de intervenir en equipo. ¿Por qué cree que existen los procedimientos?

—Me…

—¿Me permite? —intervino Leclerc llevándome aparte. De un movimiento seco, Del Piero se giró y encendió la llama de un mechero.

—Escucha, Shark —dijo el comisario de división—. Vamos a hacer lo habitual en este tipo de situación. Vas a acompañarnos a la central para que grabemos tu declaración e intentemos aclarar este follón.

—Un interrogatorio como es debido, ¿verdad?

—Pero ¿qué te has creído? ¿Que estás por encima de la ley? ¡Pierdes indicios, penetras en plena noche en casa de la gente sin orden judicial, registras la barraca y venimos a encontrarte, cubierto de sangre, con un moribundo en brazos! ¡Cualquiera estaría ya en retención! ¡Considérate afortunado de que lo tomemos con calma! ¡Joder! ¿A qué juegas?

A pocos metros, en la orilla del foso ensangrentado, Del Piero pataleaba, brazos cruzados y pitillo en los labios. Por supuesto, disfrutaba de toda la conversación.

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