Neshratta abrió la boca.
—Mi señor… —meneó la cabeza—. Mi señor —musitó—, me encuentro mareada. Una copa de vino: te lo ruego.
El magistrado hizo a Shufoy un gesto de asentimiento, y el enano se dirigió a una pequeña hornacina, llenó una copa de plata repujada y se la llevó a Neshratta, que la asió y bebió de ella.
—¿Es cierto lo que estoy diciendo, mi señor Karnac? Por esa razón nunca importunaste a Ipúmer. Pudiste haberlo desafiado o hacer que le diesen una paliza, lo matasen o incluso que lo echasen de su cargo. La dama Neshratta, sin embargo, tiene una mente muy ágil, y no tardó en darse cuenta de que a su padre, en realidad, no le importaba lo que hiciese con el escriba, por lo que se cansó de él. Sólo decidió actuar cuando éste se tornó peligroso y amenazador.
»Mis señores Heti y Turo, vosotros participasteis en todo esto, al igual que Balet y Ruah. Ésa es la única explicación posible. Antaño, Ipúmer no habría durado ni un mes; pero en aquel momento estaba en marcha un juego mortal. Ahora, mi señor Karnac, vamos a remontarnos a días más felices. Tú eres de la vieja escuela, ¿no es así? Eres un hombre poco acostumbrado a coquetear. Las negociaciones relativas a los esponsales de la hija mayor de Peshedu debieron de ser formales, serias. No podías hacer el papel de joven enamorado; con todo, a la hora de pedir su mano recurriste a la única persona que te aconseja, actúa por ti y te ayuda: tu fiel sombra, el sirviente Nebámum.
—Eh…
Por vez primera desde que se habían conocido, Amerotke vio que Karnac era incapaz de decir nada.
—Dime, mi señor Karnac: ¿jurasteis Peshedu y tú por lo más sagrado que, si os topabais con el hombre responsable de la concepción ilícita de Neshratta, acabaríais con su vida?
El declarante asintió.
—¿Y se te pasó en algún momento por la cabeza, siquiera en tu peor pesadilla, que pudiese ser tu fiel Nebámum?
El caudillo miró hacia atrás. Su criado, por su parte, había alzado la cabeza. Su rostro, cuando menos, parecía más joven: las arrugas de preocupación que lo surcaban se habían suavizado. Lejos de mostrarse alterado, miraba de hito en hito a Amerotke con expresión fría.
—Mi señor Karnac, aquí no va a haber muestra alguna de violencia. —Entonces sostuvo la mirada de quien sabía que era el Adorador de Set—. Tú eres el asesino, ¿no es verdad?
La sonrisa de Nebámum se hizo más amplia.
—Aparentas ser lo que no eres —prosiguió el magistrado—. ¿No te das cuenta, general Karnac, de la víbora que has criado en tu regazo?
—Yo no te creo —musitó Heti—. Nebámum es uno de los nuestros.
—Nebámum
era
uno de los vuestros —replicó Amerotke.
Indicó con la mano al aludido que se adelantase. Éste parecía que iba a negarse, pero se puso en pie. Aún calzaba las botas de cuero, aunque, cuando se acercó para arrodillarse frente a él, el juez pudo comprobar que sus andares desgarbados habían desaparecido. Se ahinojó sobre los cojines sin dejar de estudiar con la mirada el rostro de Amerotke.
—Como puedes ver, he sobrevivido a tus víboras —comenzó a decir éste con suavidad.
—¿A qué te refieres? —lo interrumpió Karnac.
—Olvidaste —siguió diciendo Amerotke— que las serpientes no soportan el frío. No hay una sola que no se sienta atraída por el calor, como el que desprende el carbón de los braseros…
Nebámum hizo un gesto de asentimiento.
—Y también fue obra tuya el otro ataque, ¿no es verdad? —Amerotke se detuvo—. En Tebas te conoce todo el mundo, Nebámum, pues siempre andas de un lado a otro, trayendo y llevando cosas para tu amo. ¿Pagaste a un sicario para que lanzase unas cuantas flechas sobre tu cabeza con el fin de confundirme? Aquel a mañana no te separaste un instante de mi lado: ¿cómo pudiste contratarlo?
En el rostro de Nebámum se dibujó una sonrisa de desdén.
—Claro, mi señor Karnac ya te había dado instrucciones de que me pusieras al corriente de todo lo relativo al regimiento de Set; así que, oculto tras la máscara de Horus, negociaste con el asesino y le pediste que siguiera a Amerotke y a Nebámum, el criado de Karnac, y los asustase lanzándoles unas cuantas flechas. De cualquier modo, ese mismo asesino llevó a cabo una labor mucho más mortífera con el general Peshedu; ¿me equivoco? Eres un hombre muy rico, Nebámum. Probablemente tienes más oro y plata que yo mismo, después de tantos años de leal servicio a tu señor. La verdadera presa del asesino era el general Peshedu. En un rincón solitario del Nilo acabó con su vida y con la del barquero. Una muerte adecuada para el hombre que dispuso el aborto de tu hijo y la humillación y degradación de la mujer a la que amabas. Al igual que al resto, privaste a Peshedu de una vida honorable y una muerte digna. Sin un cadáver con el que pudiesen trabajar los embalsamadores, el viaje de su
ka
a través del mundo de los muertos no sería fácil. —Clavó los ojos en Nebámum—. Y no fue difícil organizado —murmuró—. Al cabo, Tebas cuenta con su propio gremio de asesinos, y tú dispones de las riquezas suficientes para contratar al mejor sin que medien preguntas. ¿Qué más da quién haga el trabajo, si lo hace bien y tú quedas a salvo?
—¿Qué es esto? —musitó el adalid—. De su rostro había desaparecido toda arrogancia. Parecía confuso, indefenso, un hombre de edad mediana cuyo mundo comenzaba a desmoronarse a su alrededor.
—¡Qué pregunta, mi señor Karnac! Es Nebámum, tu criado y, en muchos sentidos, hermano de sangre. Un hombre que ha crecido en el seno de tu familia, el muchacho que estaba contigo la noche que entrasteis en el campamento de los hicsos y os apoderasteis de la cabeza de Merseguer; un hombre que, cuando los demás erais recompensados y honrados —miró al aludido y no pudo menos de sentir cierta compasión—, no deseaba otra cosa que servirte fielmente el resto de su vida.
—Y así lo he hecho —lo interrumpió con calma Nebámum.
—Todos los grandes odios —convino Amerotke— tienen su origen en grandes amores. Tú eras la sombra de mi señor Karnac, su criado y consejero. No esperabas sino complacerte en su gloria: con eso te conformabas. Tu amo es un héroe y, si bien en muchos sentidos es un hombre duro con un corazón de piedra, creo que te habría dado cualquier cosa que le hubieses pedido.
Nebámum se mostró de acuerdo con sólo un movimiento de los ojos. Amerotke se preguntó qué había sucedido para que mantuviese una actitud tan serena. ¿Acaso su mente se había trastornado a causa del dolor, la rabia, el odio? Casi se habría dicho que estaba disfrutando con lo que decía el magistrado, como si considerara que tanto su amo como los miembros de las Panteras del Mediodía que quedaban con vida estaban cayendo públicamente en desgracia. «Yo soy —reflexionó Amerotke— parte de tu plan.»
—Hay algo, eso sí, que te pesa, ¿no es verdad? —susurró el juez—: El no haber podido vivir para matarlos a todos.
—Sí, mi señor Amerotke. Lo de las serpientes… —Se encogió de hombros—. Necesitaba tiempo. Sabía que el cerco se estaba estrechando después de que entrevistases a la dama Neshratta.
—Claro que lo sabías.
—Mi señor —terció Hatasu—, te agradecería que hablases un poco más alto. ¿Qué es todo eso de las serpientes?
—Cuando fui a ver a la dama Neshratta —declaró Amerotke girando la cabeza para mirarla—, ella afirmó, tratando de proteger a Nebámum, haber sido quien alquiló la habitación de la calle de las Lámparas de Aceite con el rostro cubierto por una máscara de Horus. Mentía: el arrendador está seguro de que se trataba de un hombre. Antes de salir de la casa de la Gacela Dorada, mi criado, Shufoy, reparó en que la dama Neshratta había estado llorando y parecía apenada. Mi señor Karnac, tú llegaste antes de que yo me fuera.
—Cierto —susurró él.
—Y Nebámum pidió que lo excusásemos unos instantes.
—Sí, dijo que deseaba ver a la esposa del general Peshedu para tranquilizarla.
—No creo que lo hiciera. En lugar de eso, se reunió en secreto con su amantísima Neshratta. Ella lo informó de lo que me había contado. Tú, Nebámum, te enfureciste al descubrir su mentira acerca de la figura de la máscara de Horus que visitó la calle de las Lámparas de Aceite: un terrible error, ya que la vinculaba directamente a la persona que hizo venir a Ipúmer a Tebas. Ella quedó compungida, y tú trataste de asesinarme.
Amerotke se distrajo cuando Neshratta tomó la copa de vino para beber de ella con avidez.
—¿Aún la amas? —quiso saber.
—Con todo mi corazón, mi señor juez. Como bien has dicho —señaló en tanto que su rostro dibujaba una amplia sonrisa—, los grandes amores pueden engendrar grandes odios. Por un lado, eras mi vengador; por el otro, se trataba de una carrera entre tú y yo. Lo siento. —Le flaqueó la voz.
—¿Ordenaste a Neshratta que matase a Ipúmer?
Nebámum levantó las cejas.
—Él debía ser mi espada, el arma que castigaría a Peshedu y a los otros. —Su rostro se tornó severo. Sus ojos brillaban de ira—. Me arrebataron a la única persona a la que he amado de verdad y se llevaron a mi hijo. Yo jamás les había pedido nada. A mí no me habían dado condecoración ni honor alguno: no los quería. Lo único que deseaba era a ella.
El magistrado sintió un escalofrío ante la tensión y el silencio que habían invadido la sala.
—Aún la amo, y siempre la amaré.
—Y yo a ti.
Neshratta se levantó con la copa en las manos. Nebámum se volvió para mirarla de frente. Amerotke quedó cautivado por la honda pasión que podía ver en los ojos de ella. La joven volvió a beber de la copa de vino.
—«Te quiero todo el día —siguió diciendo, citando un célebre poema amatorio—:
Te quise en la penumbra,
durante las largas horas de la noche.
Me consumí en solitario;
yacente, di vueltas pensando en ti.
Dime: ¿qué magia hay en tu voz
que deleita mi carne con su son?
Suplico a la noche
y le pregunto dónde estoy, amor.
Nebámum tomó el relevo:
Lejos de aquella cuyo amor me lleva,
paso tras paso, a tu deseo.
Amerotke prefirió no interferir. Neshratta tenía aún la copa entre las manos, y él sospechaba a medias lo que había hecho: para ella, era la mejor salida. Los dos amantes entonaron juntos el final del poema:
No hay voz amada que responda.
¡Qué solos estamos!»
El juez miró hacia atrás y vio a Hatasu paralizada con lo que le pareció un gesto de compasión en los ojos. Oyó un ruido. Neshratta había dejado la copa vacía en el suelo y se inclinaba hacia delante con las manos en el estómago hasta quedar tumbada. El magistrado tampoco intervino cuando Nebámum fue hacia ella y aferró su mano. La joven ya estaba agonizando, con la cabeza hacia abajo, tosiendo y farfullando algo. Como desde una gran distancia, Amerotke oyó los gritos de Jeay, las exclamaciones de los otros y los pasos apresurados de Asural. Demasiado tarde: el cuerpo de Neshratta se agitaba convulso en los brazos de su amante. El juez cerró los ojos y rezó por que los dioses se mostrasen comprensivos.
Cuando volvió a abrirlos, Nebámum tenía aún agarrada a Neshratta como si tratara de dominar el movimiento espasmódico de su cuerpo. Apretaba su mejilla contra la frente de ella sin dejar de musitar apelativos cariñosos. Nadie quiso interrumpirlos. Neshratta exhaló un sonoro suspiro y quedó inerte.
L
a sala quedó sumida en la confusión durante unos instantes. Senenmut llamó entonces a los alguaciles para que retirasen el cadáver de Neshratta. La joven yacía aferrada a los brazos de Nebámum. Amerotke sintió que la sangre le palpitaba en el cuello. Ya era tarde. Parecía dormida, con los ojos cerrados y los labios abiertos. Sólo la palidez de su piel y las extrañas manchas purpúreas que comenzaban a aparecer en la parte alta de sus mejillas hacían pensar en el modo en que había muerto. El juez examinó la manga de su túnica y halló un recipiente diminuto, de los empleados para contener perfumes exóticos, con el tapón puesto.
—Debió de haberlo preparado todo.
El visir había dejado a Hatasu sentada en el trono, observando sin perder detalle. Amerotke recelaba de lo que pudiese hacer Nebámum. Durante unos instantes tuvo lugar un forcejeo mientras trataban de hacer que soltase a la joven. El amante, con los ojos transfigurados por la rabia, no parecía dispuesto a soltarla.
—Déjala —le susurró el magistrado—. Ha hecho lo que deseaba hacer; lo sabía y estaba preparada.
El rostro de Nebámum no podía ser más trágico: no había derramado una sola lágrima, pero tenía el gesto trastornado propio de un hombre que se ha emborrachado de vida y que descubre que todo lo que ha saboreado se ha convertido en tierra en su boca. Por fin lograron sacar a Neshratta de entre sus brazos. Ayudaron a Jeay, que había caído al suelo y sollozaba inconsolable, a ponerse en pie. El juez ordenó que la llevasen a una sala contigua a fin de que estuviese cómoda a la vez; que protegida hasta que hubiese concluido el proceso.
El único momento en que Nebámum se dejó llevar por la violencia fue cuando Asural lo registró sin miramientos para ver si llevaba armas o veneno sin encontrar nada. Desde el vestíbulo llegó el murmullo de voces agitadas. Los demás integrantes de las Panteras del Mediodía permanecían en sus cojines, presas de la conmoción e incapaces de entender lo que estaba sucediendo.
Cerraron las puertas. Nebámum volvió a sentarse sobre sus talones y fijó la vista en un punto situado en el muro que Amerotke tenía a la espalda. Apartó una gota de sudor que le corría por la cara. «Un hombre poseído», pensó Amerotke.
—Debían haberla registrado. —Karnac había recuperado al fin el habla.
Su criado se volvió a medias con la mirada llena de odio.
—Siempre he pensado que acabaría así. —Su voz era severa—. Estaba condenado a acabar en tragedia. El orgullo, mi señor Karnac, es una flor horrible. —Abarcó con un gesto a sus compañeros—. ¡Vosotros lo habéis provocado! Vosotros y el resto de valerosos soldados de las Panteras del Mediodía. En lugar de dejar que la vida siguiese su curso, debíais defender vuestra gloria, vuestra posición, ¡vuestro poder!
Las palabras brotaban de sus labios como en un siseo malévolo. El reo seguía arrodillado cerca de Amerotke, pero éste no tenía miedo: estaba persuadido de que Nebámum no trataría de hacerle daño. Neshratta estaba muerta, y el criado de Karnac estaba resuelto a hablar.