—Mandrágora.
Desconocía los secretos de la medicina, y no pudo menos de preguntarse para qué querría la viuda ingredientes tan repulsivos como sangre de lagarto, dientes de cerdo, jugo de tocino pestilente… Shufoy lo había puesto al corriente de los diversos remedios que vendían los embaucadores y hombres alacrán de Tebas. Reconoció algunos de los artículos, como la grasa de pájaro carpintero o el polvo de huesos molidos, y cuanto más examinaba la relación, más se convencía de que Felima no se había limitado a vender afrodisíacos. También conocía, por ejemplo, el uso de los higos mezclados con leche de una mujer que hubiese parido a un hijo varón, que se empleaba para saber si quien ingería el brebaje podría o no concebir: si vomitaba, quedaría preñada; si no, era estéril. En otro caso, se pedía al paciente que hiciese dos agujeros en el suelo y echase cebada en uno y trigo en el otro para después regarlos con las aguas de una embarazada y cubrirlos con tierra: si germinaba antes el trigo, sería niño; si lo hacía la cebada, niña.
Amerotke volvió a dejar en el suelo los trozos de papiro. No era extraño que Valu tuviese sospechas: las pociones explicaban las riquezas de Felima. Tal vez se había establecido en calidad de partera y vendía, amén de afrodisíacos, remedios para ayudar a concebir a las estériles. ¿Y si estaba envuelta en algo más abominable, como la brujería? La mente de Amerotke era un caldero en ebullición. Estaba a punto de profundizar en estas ideas cuando oyó un ruido y pensó que Shufoy y Prenhoe debían de estar de vuelta. Recogió los fragmentos de papiro que había dejado en el suelo. Sin embargo, no percibió pisada alguna ni los acostumbrados gritos que anunciaban la llegada de su sirviente, y estaba seguro de haber oído un ruido. ¿Se trataba quizá de un sacerdote o una doncella del tembló? Un escalofrío de terror acarició su espalda. Se relajó cuando llamaron a la puerta.
—¡Adelante!
La puerta se abrió de golpe y alguien lanzó un cesto al interior de la sala. Fue todo tan rápido que no pudo reaccionar. Del recipiente salieron víboras que se retorcían y avanzaban amenazantes. La puerta se cerró con idéntica brusquedad, y Amerotke se puso en cuclillas presa del pánico. Todo había sucedido en un instante: la puerta que se abría, el cesto que se vaciaba y aquellas sierpes mortíferas y ponzoñosas que se enroscaban en el suelo. El magistrado trató de no mover un solo músculo. Aquellos ejemplares podían comprarse en cualquier mercado, pues su carne y su piel se empleaban para varios fines. Tampoco le costó darse cuenta de que las habían aguijado, estimulado de manera deliberada. Debía de haber unas dos docenas, si no más, de distintas variedades, retorciéndose y deslizándose por la estancia, siseando furiosas, confusas y agitadas. Sabía que se sentirían atraídas por el calor o cualquier movimiento brusco, y suspiró aliviado al ver avanzar aquella masa de veneno serpenteante hacia el calor de los braseros. ¡Claro! El pavimento de mármol debía de parecerles tan frío como el hielo. Amerotke sintió calambres en las piernas: aquello era una pesadilla. Allí estaba, en su estancia del templo, a pocos metros de aquella hilera de veneno que no paraba de moverse. Ni siquiera se atrevía a respirar. Estudió la línea delgada y oscura que formaban los cuerpos de las serpientes, sus anchos hocicos, sus vacilantes lenguas y sus cabezas ligeramente levantadas. Hacía mucho que le habían enseñado cómo tratar con ellas: todo consistía en no molestarlas ni atraer su atención.
Las víboras comenzaron a separarse. Al ser de distintas especies algunas empezaron a atacarse entre sí y se apartaron del resto con un violento siseo. Amerotke dio gracias a Maat por la existencia de los braseros. Del mismo modo que el calor de una hoguera o de un animal suponía un peligro por atraer a las serpientes en el campo, él se estaba viendo salvado gracias a un montón de ascuas y al olor del caldo y el pan que descansaban en las cestas colocadas a poca distancia. Las sierpes se deslizaron con su característico movimiento diagonal por el suelo de la capilla. El juez cerró los ojos. Algunas habían permanecido cerca de la puerta. Finalmente, sin embargo, vio recompensada su paciencia: el espacio que quedaba entre las serpientes y la salida se hizo mayor, de tal modo que se formó un pasillo que se ampliaba por momentos. Se decidió a moverse y, con calma, tomó dos cojines a fin de protegerse las manos y se dirigió a gatas, sin precipitación alguna, hacia la puerta.
Por fin a salvo, lanzó los cojines a donde estaban los reptiles, se levantó de un salto, agarró el tirador de la puerta, la abrió y se precipitó al exterior sin olvidar cerrar la puerta tras de sí con tanta celeridad como le fue posible. Corrió en dirección al vestíbulo y cogió más cojines, así como todo lo que pudo encontrar. Entonces regresó a la carrera y bloqueó con ellos el hueco que quedaba entre la parte baja de la puerta y el suelo. Estaba empapado de sudor y su corazón palpitaba como si hubiese competido en una carrera ardua y prolongada. Se sentó en uno de los asientos de la ventana y, cruzando los brazos, trató de controlar el temblor de su cuerpo. Le parecía tener plomo en las piernas y sentía punzadas en la nuca. Durante unos instantes pensó que enfermaría. Le apetecía correr, abandonar el templo, pero ni tenía la fuerza ni le parecía prudente salir de allí dejando la sala llena de víboras silbantes.
Por fin logró dominar el terror que lo atenazaba. De cuando en cuando miraba la parte baja de la puerta para comprobar que todo estuviese en orden, y casi gritó de alivio cuando oyó las voces de Shufoy y Prenhoe, que, como siempre, discutían a gritos sobre uno de los sueños del escriba. Los vio llegar a grandes zancadas por el corredor.
—¡Mi señor Amerotke!
El enano dejó caer su parasol nuevo y corrió hacia su amo. Se agachó y levantó la mirada para observar su rostro, que, a despecho de la tenue luz, se veía pálido, ojeroso y demacrado. Prenhoe se dirigió a la puerta de la capilla.
—¡No! —gritó el magistrado.
Entonces les refirió, con frases precipitadas, lo que había ocurrido con toda exactitud. Shufoy comenzó a dar saltos hecho una furia.
—¡Te lo he dicho muchas veces! ¡Te lo hemos dicho muchas veces, mi señor! —exclamó agitadamente—. ¡La dama Norfret y yo!
—La dama Norfret no debe saber nada de esto.
—Te lo he dicho muchas veces —prosiguió—: las puertas tienen cerrojos, y se supone que hay que echarlos. —El hombrecillo agitó el puño mirando hacia la puerta—. ¡Yo a vosotros sí que os voy a dar serpientes!
Prenhoe se mostró más sensato y corrió a despertar a sirvientes y a alguaciles, que no tardaron en llegar con antorchas, cestos y largas pértigas rematadas en sendas redes. Algunos se habían calzado las botas y se habían cubierto las piernas con guardas de cuero fuertemente apretadas. Sólo entonces abrieron la puerta de la capilla para limpiarla de mortíferas serpientes a la luz de las antorchas y en medio de un revoltijo de gritos, juramentos y exclamaciones. Cuando acabaron, Amerotke se hallaba más calmado. Shufoy también se había apaciguado, y daba a unos y a otros consejos que nadie le había pedido sobre cómo manejar las víboras.
—Debía de saber que estabas aquí —murmuró el hombrecillo—. Se trata de un truco propio de colegial travieso, aunque en este caso, algo más mortífero. Has hecho muy bien, amo. Cualquier otro habría roto a gritar o echado a correr, y las víboras se lo habrían comido a bocados.
—Yo estaba demasiado asustado para eso. —Amerotke esbozó una sonrisa—. Además, tengo que dar gracias a Maat por los braseros. De no haber sido por esos montones de carbón al rojo…
—Debes de estar cerca de la verdad —declaró Shufoy.
—Creo que sí —asintió él—. Estoy empezando a comprender por qué era necesario que muriesen Intef y Felima, pero aún estoy caminando a tientas. ¿Has ido a ver al general Karnac?
—Sí, claro. Ya saben lo de Peshedu. Karnac está convirtiendo su mansión en una fortaleza e incluso ha apostado en el exterior a los hombres del escuadrón del Buitre. —Shufoy se refería a una unidad de carros de élite—. No ha dejado puerta ni ventana sin centinela, y Heti y Turo están haciendo lo mismo.
—Sin embargo, el asesino es uno de ellos. —El juez rió con sequedad—. De eso estoy seguro, aunque demostrarlo es harina de otro costal.
—El templo está limpio —aseguró Prenhoe, que estaba ocupado diciendo a los sirvientes que se marchasen y dando las gracias a los guardias—. Me pregunto dónde estará Asural. ¿Sabes, señor? —no parecía dispuesto a guardar silencio—. Anoche soñé algo relativo a una serpiente de más de ocho metros de largo, unas mandíbulas enormes y…
—¡Calla! —exclamaron a coro Amerotke y Shufoy.
—Amo —dijo el enano poniéndose en pie, y tras echar un rápido vistazo a la capilla regresó para añadir—, dices que el Adorador de Set tiene que ser una de las Panteras del Mediodía. Sin embargo, todos estaban en Tebas cuando asesinaron a Peshedu, y en todo caso, no resultaría difícil encontrar a uno que no tenga coartada para esta noche.
Amerotke hizo un mohín.
—Tal vez sí, y tal vez no. Sea como fuere, lo cierto es que el asesino puede haber pensado también en eso. Creo que voy a salir a cazarlo en una dirección diferente.
—¿A estas horas? —gimoteó Prenhoe.
—Nunca es tarde para este tipo de gestiones. —Se levantó, aún conmovido, pero resuelto a resolver aquel asunto—. El Adorador está golpeando a diestro y siniestro, y sólo es cuestión de tiempo el que se dé cuenta de que ha olvidado a una persona.
—¿A quién? —quiso saber Shufoy—; ¿a Jeay?
—A alguien más importante —respondió el magistrado mientras asía el hombro de su criado—: la doncella de Neshratta. Debéis ir a casa del general Peshedu con dos alguaciles del templo. —Levantó la mano—. Por supuesto, lo primero que debéis hacer es ofrecer mis condolencias. No atendáis las protestas: mostradles el sello que lleváis con vosotros, arrestad a la sirvienta y traedla aquí.
Shufoy y Prenhoe hicieron ademán de quejarse.
—No, no, hacedlo ahora. —Amerotke los llevó hasta el corredor casi a empellones—. No os preocupéis por mí: voy a ir a la cocina para buscar algo de comida y bebida, y no me moveré de allí hasta que lleguéis.
Shufoy y Prenhoe salieron, mas no sin que antes les prometiese Amerotke que no estaría solo. Entonces, el juez abandonó la Sala de las Dos Verdades y salió a los jardines perfumados y bañados por la luz de la luna. Todo el templo estaba en pie tras la conmoción. Había guardias y corrillos de sirvientes en todas partes. Incluso algunos de los sacerdotes se habían despertado de sus sueños cargados de vino y andaban de un lado a otro, deseosos de saber lo que había ocurrido. La cocina del templo se hallaba un poco más allá del estanque de la Pureza. El cocinero de ojos somnolientos que permanecía allí trató de adoptar una postura respetuosa cuando vio a Amerotke entrar en la amplia sala pavimentada con piedra. Una sola mirada al semblante lúgubre del juez le bastó para que procediera a colmarlo de atenciones y a ofrecerle pan recién salido del horno, cecina sobre una base de lechuga y una jarra de cerveza. Amerotke, sentado al lado de la puerta, bebió y comió con calma. «No hay un solo asesino —pensó— que no cometa un error.» En silencio, rezó para que la doncella que con tanta obstinación había defendido a Neshratta fuese el cabo suelto que tanto había estado buscando.
Lo sacó de su ensimismamiento Asural, que se encontraba en la ciudad cuando había recibido noticias de lo ocurrido. Irrumpió en la cocina semejante a un dios de la guerra. Amerotke lo tranquilizó y le pidió que esperase hasta el regreso de Shufoy y Prenhoe. Apenas tardaron una hora. La sirvienta de Neshratta, temblando de miedo, apareció fuertemente aferrada por dos guardias.
Amerotke los condujo a todos hasta una salita que empleaban los sacerdotes de la capilla para reunirse con sus fieles. Una vez en la puerta, ordenó a todos que los esperasen fuera. Entonces invitó a la joven a sentarse en una silla de respaldo alto mientras él se ponía en cuclillas ante ella, tomaba entre las suyas su fría mano y trataba de tranquilizarla.
—¡He dicho la verdad! —afirmó entre sollozos.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó él con dulzura.
—Sato. ¡Ya he repetido la verdad muchas veces! ¿Por qué me arrestan en plena noche? Toda la casa está afligida.
—No es de Ipúmer de quien quiero hablar contigo. —Amerotke estrechó sus dedos—. Tampoco deseo que venga mi señor Valu a interrogarte. Sólo necesito que te remontes en el tiempo, un año o más antes de que el escriba muerto conociese siquiera a tu señora. —Notó que la muchacha se relajaba—. Tienes una relación muy estrecha con la dama Neshratta, ¿no es así?
—Sí.
—¿Tiene pesadillas?
—Sí. ¿Cómo…?
—¿Desde cuándo?
—Comenzaron hace unos dos años…
—Ocurrió algo, ¿no es cierto? —insistió el magistrado—. Un año antes de que apareciese Ipúmer, tu ama hubo de pasar por algo terrible.
Sato se puso más inquieta.
—Debes decirme la verdad —la instó Amerotke—. ¿La dama Neshratta tuvo un amante antes que Ipúmer?
La joven meneó la cabeza.
«Estás mintiendo —pensó Amerotke—. Me ocultas algo.»
Ella no pasó por alto la desconfianza que había asomado a los ojos del juez.
—Yo sólo empecé a intimar con mi señora después de que comenzasen las pesadillas.
—Pero ¿qué ocurrió? —preguntó inclinándose hacia delante—. Si me ocultas la verdad estos espantosos asesinatos seguirán. Ni tú ni tu señora estáis seguras.
La doncella clavó la vista en el suelo.
—No sé mucho. Corren rumores de una terrible riña entre el general Peshedu y su hija.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Fue durante la estación de la siembra de hace unos dos años. Hubo gritos, chillidos, vasijas rotas, escabeles y sillas volcados… No conozco los detalles. Una noche se llevaron a mi ama de su lecho.
—¿Se la llevaron?
—Un jardinero que ya no trabaja en la casa pensaba que la habían drogado. Se la llevaron en un palanquín su padre y los otros para devolverla a su dormitorio poco antes del alba.
Amerotke exhaló un suspiro. «¡Por fin!», pensó.
—¿Y no sabes nada de lo que sucedió?
El juez sintió ganas de agarrar a la fámula y zarandearla. Las sospechas a las que habían dado pie las pruebas que había recogido Shufoy de los basureros se estaban transformando en certeza. Algo terrible le había sucedido a la dama Neshratta. Era ella la raíz de toda aquella maldad, de la que era cómplice, por más que no fuese autora directa.