Hatasu no dio respuesta alguna y, tras unos instantes de silencio, Senenmut tosió levemente.
—Se os ha convocado —declaró Amerotke, tomando como pie la última frase del veterano—, porque la divina desea oír la verdad, que se dará a conocer en breve. Se os han quitado todas las armas —prosiguió sin despegar la mirada de las Panteras del Mediodía—. No debéis hacer ningún movimiento, ni a izquierda ni a derecha, hasta que la divina haya hablado. Mi señora Neshratta, ¿mataste al escriba Ipúmer?
—No.
No cabía duda de que la joven había estado llorando, y al magistrado no se le escapó la fugaz mirada que lanzó a su amante secreto.
—Sí y no —replicó Amerotke, que comenzó a jugar con el anillo de su dedo—. La noche en que Ipúmer visitó la casa de la Gacela Dorada no saliste de tu habitación, pero tu hermana, Jeay, no puede decir lo mismo.
—¡No, no! —exclamó la niña agitando las manos con los ojos fuera de sus órbitas. Hizo ademán de levantarse, pero su hermana la contuvo aferrándola por las muñecas.
—Ipúmer era un sinvergüenza con un pico de oro —siguió diciendo el juez—. Le hizo la corte a la dama Neshratta, si bien cuando quedaba con ella aprovechaba para coquetear también contigo, Jeay. Cuando tu hermana se cansó de sus atenciones, él aseguró que se suicidaría. Ella se reía de tales amenazas, y también se burló cuando él dijo que daría a conocer su aventura por toda la ciudad. Entonces la amenazó con revelar otros secretos, y la dama Neshratta le debió de preguntar de qué se trataba.
—¿Y de qué se trataba? —preguntó Karnac.
Amerotke hizo caso omiso de su interrupción.
—Tú, Jeay, debiste de sentirte halagada por aquel joven escriba. Tu padre ha muerto, y te acompaño en el sentimiento. De cualquier modo, sospecho que no había tampoco demasiado amor verdadero entre el general Peshedu y sus dos hijas. Neshratta frecuentaba el trato de Ipúmer por diversión, mas también para vengarse, y tú hiciste otro tanto.
Las dos jóvenes tenían las manos apoyadas en los muslos y los ojos clavados en Amerotke.
—Neshratta era cómplice, y apenas le importó hasta que Ipúmer comenzó a lanzar indirectas relativas a otros asuntos.
—¿Qué otros asuntos? —susurró la aludida bajando la cabeza.
—Todo a su debido tiempo. No obstante, señora mía, decidiste que Ipúmer debía morir. Compraste veneno y, la noche anterior a la llegada del escriba, tramaste un plan junto con tu hermana. Conscientes de que vuestro padre estaría ausente aquel a noche, comenzasteis a prepararlo todo. En un costado de la casa de la Gacela Dorada se abre un pequeño claro bien protegido por árboles y arbustos. Poco antes de la anochecida, Jeay o tú colocasteis allí comida y bebida para cuando llegase Ipúmer. Debíais actuar con cuidado; así que tu hermana fingió tener una pesadilla y se dirigió a tu dormitorio, bien custodiado por tu doncella Sato. Dejaste que durmiese en tu cama, de tal modo que, si la sirvienta se asomaba, te viese a través del pabellón de gasa e infiriese, naturalmente, que tu hermana se encontraba al otro lado. De hecho, durante la mayor parte de la noche estuvo allí, si bien a la hora convenida se levantó en silencio y salió sin perder tiempo. Retiró la celosía de madera y bajó al jardín por la escalera de cuerda. Tú, Neshratta, volviste a dejar la celosía en su sitio y volviste al lecho. Si Sato hubiese oído algo, habría abierto la puerta para quedarse más tranquila al verte dormida. Mientras tanto, Jeay cruzó sigilosa el jardín y salió al exterior a través del portillo. Se reunió con Ipúmer en un lugar apartado, donde ya tenía listas la comida y la bebida. El joven escriba se sintió halagado con tales atenciones. No puedo decir qué sucedió durante el encuentro, pero lo que es seguro es que la copa de vino de la que bebió él contenía un veneno mortal. Supongo que tras una noche de besos, murmullos y retozos, Ipúmer, satisfecho, decidió volver a su casa. Llevado de su carácter vanidoso, se jactó ante un soldado de lo que acababa de hacer, mas, cuando estaba llegando a la casa de Lamna, el tósigo que había ingerido comenzó a hacer efecto. No era la primera vez que tenía los mismos síntomas. Sospecho que ya había sido envenenado con anterioridad, pero la cantidad había sido insuficiente, o que, debido a su delicado estómago, había arrojado tanto el vino como el tósigo.
Llamaron a la puerta y Amerotke dejó de hablar.
—¡Abrid! —ordenó Senenmut.
Asural obedeció, y Valu, el fiscal, a punto estuvo de caer dentro de la sala. Desde donde se encontraba, el magistrado pudo ver que aquel hombre regordete estaba muy nervioso: ni siquiera sabía si agarrarse el vientre o enjugarse la sobreceja. Amerotke lo miró ceñudo: Valu debía haber estado presente desde el principio. El fiscal se adelantó y se postró con la frente pegada al suelo y las manos extendidas.
—Divina, acepta mis más humildes disculpas.
—Se te había convocado —declaró Senenmut— para que gozases de la mirada y la sonrisa de la divina Hatasu.
—Me han distraído otros asuntos —aseguró gemebundo—. ¡Una terrible blasfemia, mi divina señora! ¡He encontrado los restos de Merseguer!
L
a conmoción se enseñoreó de la sala por unos instantes. Karnac no pudo contenerse y se levantó de un salto. Turo y Heti estaban murmurando entre sí como un par de niños, en tanto que las dos jóvenes se sintieron aliviadas por la interrupción del interrogatorio de Amerotke. Cuando Valu obtuvo permiso para incorporarse, Shufoy le llevó un cojín. La divina, consciente de la aflicción de su fiscal, ordenó que le sirviesen vino y le dio tiempo para que ordenase sus pensamientos. Él se arrodilló a la derecha del magistrado y, sin dejar de mirar a la reina-faraón, musitó sus agradecimientos mientras bebía de la copa de cobre que le había proporcionado Prenhoe. Amerotke pudo ver que, pese a haberse acicalado para la ocasión, se hallaba demasiado consternado por lo que le había sucedido, fuera lo que fuese. Tenía el rostro afeitado y ungido con aceite, y desde donde estaba pudo apreciar el delicado perfume que debía de haber frotado por todo su cuerpo. Aun así, tenía las manos algo sucias y el dobladillo de su túnica mojado.
—¿Y bien, mi señor fiscal? —Hatasu sonrió al agudo funcionario que desvelaba los secretos de su ciudad. Sentía cierta debilidad por aquel hombre gordo, pequeño e inquieto, de incuestionable lealtad, que tanto la había respaldado durante el primer año de su reinado—. Mi señor Valu —añadió con voz suave—, cuando he llegado he advertido tu ausencia, pues nunca estás lejos de mi mente. Veo que tu tardanza se ha debido a un asunto apremiante, así que creo que será mejor que te expliques.
—Divina señora —manifestó él al tiempo que colocaba la copa en el suelo y unía las manos—, me he levantado temprano con objeto de prepararme para venir aquí cuando ha venido un mensajero desde la Necrópolis: la Tumba de los Inmortales, de los héroes —con un gesto abarcó a los miembros de las Panteras del Mediodía que había en la sala— recibió anoche la visita de una misteriosa figura que llevaba puesta una máscara de Horas y que la ha mancillado. —No atendió los reprimidos gritos de horror que inundaron la sala—. ¡Ha asesinado al guardián de una puñalada en el corazón!
—¿Qué ha sucedido? —gritó Karnac.
—¡Silencio! —la voz de Senenmut sonó aún más estentórea y severa—. Considéralo una advertencia, Karnac: este tribunal no está dispuesto a tolerar ninguna otra interrupción.
—Divina Hatasu, he ido a ver la tumba —siguió narrando Valu—. Los sarcófagos de cuatro de los héroes están intactos, pero han llenado de sangre el del general Kamón.
Se detuvo. Amerotke observó a Karnac, que permanecía hierático de hinojos, con los puños a los lados y los ojos encendidos. Heti y Turo tenían el rostro hundido entre las manos y musitaban plegarias ante tan espantosa profanación.
—El suelo estaba cubierto también con la sangre del guardián —declaró Valu—. Habrá que limpiar, purificar y santificar de nuevo la tumba. Ya he puesto al corriente a los familiares del general Kamón, antes de hacer una serie de detalladas averiguaciones. Como sabes, divina señora, mis ojos y mis oídos recorren día y noche la Necrópolis. —Se refería con esta perífrasis a su legión de espías, que pululaban como hormigas por doquier—. La persona a la que permitieron entrar en la tumba —prosiguió con voz más tranquila— debió de ser alguien con autoridad que llevaba la insignia del regimiento de Set. Todo apunta a que el profanador ha visitado antes la Necrópolis. Uno de mis espías lo reconoció mientras salía de la Ciudad de los Muertos y subía al afloramiento rocoso que se extiende detrás de ésta. Como quiera que en el Valle de los Reyes no habían visto a nadie que coincidiese con la descripción, hemos dado por hecho que habría ido en la otra dirección. Poco después del amanecer he visitado el lugar con un guía, que me ha llevado a un pequeño barranco en el que se abría un total de trece o catorce cuevas. En una de ellas he encontrado lo que creo que es el esqueleto de Merseguer.
—¿Cómo sabes que es el suyo? —preguntó Hatasu.
—Por dos razones: la primera, una maldición, una plegaria de invocación a su endemoniado espíritu.
—¿Y la otra?
—He encontrado, a medio descomponer —aseveró llevándose la mano al vientre—, lo que queda, supongo, de los ojos del general Balet.
—¿Y los huesos de la bruja? —volvió a preguntar la reina-faraón.
—Se han colocado en un cofre a la espera de tus órdenes.
—Pronto sabrás cuáles son. ¿Has oído lo que han dicho mis ojos y mis oídos, Karnac? ¡Sólo un miembro del regimiento de Set podría haber logrado que lo dejasen entrar en aquel a tumba! —La voz de la divina Hatasu vibraba de rabia—. ¡Sólo un miembro de tus Panteras, tus compañeros, podría haber sabido dónde estaba enterrada Merseguer!
—Os oigo, señora mía, y tengo el corazón afligido.
—Ya volveremos sobre ese punto —le indicó ella en tono amenazante—. Mi señor Valu, ahora puedes darte la vuelta. Tu colega Amerotke está, según creo, llevándonos a la verdad.
Valu obedeció con una reverencia, miró al magistrado y le regaló una sonrisa.
—Mi señora Neshratta —prosiguió el juez—, estábamos hablando de la noche en que murió Ipúmer a consecuencia del veneno que le administró tu hermana. —Levantó una mano para acallar a Valu, que había dejado escapar un grito sofocado—. Aquella noche se le dio la cantidad suficiente para acabar con su vida de forma definitiva. Cuando llegó al barrio de los Perfumes, el tósigo estaba ya, probablemente, haciendo efecto. Debió de llamar al médico Intef, pero este hombre taimado tuvo que ver que no podía hacer gran cosa por él. El escriba siguió caminando hasta la casa en la que estaba hospedado y donde murió poco más tarde. Una vez que él se hubo marchado, Jeay, aquí presente —prosiguió sin dejar de sostener la mirada atemorizada de la hermana pequeña—, salió de la casa de la Gacela Dorada por el portillo y recuperó las copas, los platos, las bandejas… todo lo que hubiese empleado en aquel divertimiento de medianoche y que debió de haber escondido en un arbusto. Después, subió de nuevo a la habitación con la ayuda de la escalera de cuerda y, de puntillas, volvió a meterse en el lecho. El suelo de aquel dormitorio cruje al pisarlo con sandalias, pero una niña descalza y de puntillas… —Amerotke se encogió de hombros—. Por su parte, la celosía entra y sale del marco de la ventana con la misma suavidad con que lo hace un cuchillo en su vaina. Tu hermana mayor debió de ayudarte a entrar y salir. Tal como he dicho, y lo sé porque he tenido la oportunidad de examinar el dormitorio en cuestión, si la sirvienta hubiese abierto la puerta, no habría visto sino el lado de la cama en el que dormía Neshratta, y habría dado por hecho que tú dormías junto a ella. Hiciste dos viajes —insistió—: en el primero te reuniste con el galanteador; en el segundo, retiraste la copa y los platos. Incluso te aplicaste ungüento y te pusiste una peluca más perfumada a fin de ocultar cualquier olor que hubieses podido conservar del bosquecillo en el que te reuniste con Ipúmer.
El labio inferior de Jeay comenzó a temblar.
—Tengo noticias —terció Valu levantando la mano—, mi señor Amerotke, del escriba Ipúmer. Procedía de la ciudad de Avaris. Allí lo conocían por ese mismo nombre y era escriba de segundo grado de la Casa de la Vida en el templo de Nait. Poco se conoce de sus orígenes, si bien se jactaba de ser descendiente de hicsos. Con todo, lo conocían muy pocas personas, y aún eran menos las que se preocupaban algo por él. Dejó Avaris de forma repentina, argumentando que había obtenido un cargo superior aquí, en Tebas.
—¿Sabías eso? —preguntó Amerotke a Neshratta. Ella meneó la cabeza.
—¿Qué sabías de él?
La joven abrió la boca, pero la cerró enseguida y apartó la mirada.
—Me da en la nariz que sabes más de lo que nos has contado —declaró él.
Neshratta murmuró algo entre dientes.
—¿Cómo?
La joven se levantó y le clavó una mirada desafiante.
—Mi abogado, Meretel, no está presente.
—Tienes toda la razón. —Amerotke dejó asomar una sonrisa a su rostro—. Pero olvidas que es tu abogado, y no el de tu hermana. Quien administró el veneno al escriba fue Jeay. Ella es, por lo tanto, la asesina, y será ella, en consecuencia, quien reciba la justicia del faraón. ¿Sabes cuál es la pena que se impone a los envenenadores? ¿Quieres acaso que Jeay, a sus catorce primaveras, sea enterrada en las cálidas arenas de las Tierras Rojas?
Neshratta tenía la respiración agitada, y el pecho le subía y le bajaba como si hubiese corrido una gran distancia. Bajo la peluca aparecieron perlas de sudor. Su hermana parecía estar en trance; sus grandes ojos negros destacaban en el semblante pálido.
—¿Vas a dejar morir a tu hermana?
—¿Qué es lo que quieres?
—¿Vas a desmentir mi versión de los hechos? —Amerotke hacía cuanto podía por mantener la voz firme. Si Neshratta se resistía, si decidía arriesgarlo todo para proteger a su amante secreto, las frágiles pruebas con las que contaba y la teoría que sobre ellas había construido se vendrían abajo como una casa de paja bajo un vendaval—. ¿Quieres que te ayude? —preguntó—. Tienes, mi señora Neshratta, un amante secreto; o al menos lo has tenido. El te amaba y tú lo amabas, y a consecuencia de tan intensa pasión quedaste encinta.
Los hombros de la joven comenzaron a agitarse, en tanto que sus ojos seguían clavados en un punto situado por encima de la cabeza del magistrado.