—La sentencia del faraón no podía ser más clara —declaró el oficial—. Tú lo has visto, ¿verdad, mi señor Amerotke?
—Me ha escupido a la cara —murmuró Karnac—, y yo he respondido sin pensar siquiera.
El magistrado confirmó la versión del general:
—Además de afrentarlo, lo ha insultado. Ha sido una provocación injustificada. Al fin y al cabo, mi señor Karnac ha suplicado su perdón. Yo habría hecho lo mismo en su lugar.
Los ojos del general rebosaban de gratitud. Era evidente que Karnac había planeado desde el principio la puñalada. Asesino o no, Nebámum había sido su hermano, su sirviente y su compañero de armas. Amerotke habría hecho lo mismo en una circunstancia similar. El juez afirmó:
—Hemos cumplido nuestra misión.
El verdugo arrojó el cadáver a la tumba y lo cubrió a la carrera de arena. Karnac los ayudó a colocar las piedras encima. Para cuando acabaron, se había hecho de noche. Amerotke rezó una rápida plegaria. Entonces regresaron a los carros y abandonaron la tumba de Nebámum, un patético montón de piedras bajo el cielo nocturno del desierto.
En la Casa del Millón de Años, cerca del gran embarcadero del Nilo, la reina-faraón Hatasu nadaba desnuda en el estanque de la Pureza. En el banco de mármol situado junto a éste se hallaba sentado Senenmut, acariciando una copa de vino blanco. Observó a su «diosa», como él la llamaba, girar como un pez dorado en las aguas claras de azules reflejos.
—¿Estás contenta, mi reina?
Hatasu sonrió y nadó hacia él. El visir se apresuró a colocar la copa en el suelo y la ayudó a salir del agua, tras lo cual cubrió sus formas áureas con una túnica de gasa blanca.
—Te vas a resfriar uno de estos días —murmuró.
—¿Teniéndote a ti a mi lado, mi señor? —Dicho esto, se sentó en el banco, tomó la copa de Senenmut y bebió de ella—. ¿Quieres saber si estoy contenta, mi señor mampostero? Pues estoy muy contenta. Se ha hecho la justicia del faraón, y todos han podido verlo. Los malhechores han recibido su justo castigo.
—¿Sentiste lástima por la dama Neshratta?
Hatasu bebió con ansias de la copa.
—Si hubiese sido ella, yo habría hecho lo mismo.
—¿Y qué me dices del general Karnac?
—Del mal puede surgir a veces algo de bondad —murmuró. Aferró con fuerza la copa—. Me apuesto un teben de oro, mi fornido mampostero, a que cuando regrese Amerotke de las Tierras Rojas nos va a contar que Nebámum ha sido asesinado antes de que pudiesen enterrarlo vivo.
—¿Cómo lo sabes?
—En primer lugar, mi señor juez tiene el corazón más blando de lo que piensas; en segundo lugar, mi señor Karnac sabe que está acabado: por horribles que hayan sido los crímenes de Nebámum, no va a dejar que sufra más de lo necesario.
—Queda aún una tercera razón, ¿no es cierto?
Hatasu soltó una carcajada.
—He hecho llegar a Amerotke un mensaje secreto para que permita a Karnac acercarse a Nebámum y poder mostrarle su clemencia antes de que lo arrojen a la tumba. La reina-faraón observó la pintura del muro más alejado, que representaba su gran victoria frente a Mitanni.
—Debo recompensar a mi señor Amerotke.
—¿Y a Karnac?
—¡Ah! Haré que me bese los pies. Lo haré proclamar ante el Ejército que soy una reina guerrera de verdad. Me tendrá que jurar del modo más solemne que él y sus compañeros me prestarán su apoyo incondicional en todo lo que diga y todo lo que haga.
—¿Y?
—Exigiré que devuelvan a la Capilla Roja los cálices de alacrán que quedan. Más adelante, tal vez durante la estación de las inundaciones, Karnac me ofrecerá la bandeja y las copas como prueba de lealtad y apoyo a su divina reina-faraón.
L
a presente novela está basada en el escenario político del año 1478 a.C, después de que Hatasu se hiciera con el trono. Su esposo murió en circunstancias misteriosas, y ella luchó enconadamente para llegar a gobernar Egipto. Para ello contó con el asesoramiento del sagaz Senenmut, que había surgido de la nada para compartir con ella el poder. La tumba del ministro favorito de la reina-faraón se conserva aún, catalogada con el número 353, y contiene incluso un retrato suyo. No cabe duda de que él y Hatasu fueron amantes; de hecho, han llegado a nuestros días inscripciones antiguas que describen de un modo muy gráfico el carácter íntimo de su relación personal.
Hatasu reinó con brazo férreo. Las pinturas murales la representan a menudo con atuendo de guerrero, y nos consta por documentos epigráficos que era ella misma quien acaudillaba a sus tropas en la batalla.
El antiguo Egipto estuvo gobernado por otras mujeres a lo largo de su historia, como demuestran los ejemplos de Nefertiti y Cleopatra, por citar sólo dos. En este sentido puede considerarse a Hatasu como la primera. Su reinado fue largo y glorioso; sin embargo, tras su muerte, su sucesor hizo borrar, con la connivencia de los sacerdotes, su nombre y su sello de muchos de los monumentos religiosos del Imperio.
En esta novela se da una idea fiel del poder y el prestigio del que gozaba el antiguo Ejército egipcio. Los ascensos no sólo dependían de los conocimientos de estrategia y administración, sino de la valentía personal, que había de demostrarse en luchas cuerpo a cuerpo o con cualquier otra gesta osada. Los oficiales egipcios se jactaban a los cuatro vientos de sus hazañas y recibían de su faraón insignias equivalentes a las condecoraciones de hoy en día: broches de plata y oro con forma de abeja, pantera u otro animal. Asimismo, en ocasiones era necesario aplacar al Ejército. En un momento más reciente de la historia egipcia, el faraón «herético» Akenatón perdió el favor de sus milicias. El golpe de Estado que acabó por destronarlo estuvo dirigido por generales que habían perdido su confianza en él. Hatasu debió de ser más precavida en este sentido, pues se aseguró de dominar y halagar al mismo tiempo a los poderosos cuerpos de oficiales del Ejército.
En la mayor parte de los casos he intentado mantenerme fiel a esta civilización emocionante, llena de resplandor e intriga. Es comprensible la fascinación que provoca el antiguo Egipto por su carácter exótico y misterioso. Bien es cierto que esta cultura existió hace ya más de tres mil quinientos años; con todo, las cartas y los poemas que han llegado hasta nosotros hacen que quien se acerca a ellos no pueda evitar sentir una honda afinidad con lo que refieren a través de los siglos.
P
AUL
D
OHERTY