Los verdugos de Set (30 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los verdugos de Set
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—Torturadla entonces, mi señor. En tal caso, mi abogado, Meretel, desestimará su testimonio por falso. De hecho, podéis, si os place, torturarme a mí también, y seguiría diciendo la verdad.

—¿Se hallaba tu padre presente en la casa aquella noche? —preguntó Amerotke en tono severo.

—Por supuesto que no, mi señor. Imagino que ya debes de haber descubierto que estaba con… sus putitas. Va a menudo, a beber vino, bailar con ellas y… fornicar como un verraco. —En sus ojos no había el menor atisbo de benevolencia.

—¿Y tu madre? —preguntó Amerotke.

—Ella sí estaba aquí. Lo más probable es que estuviese bebiendo y llorando, como hace siempre.

El magistrado apartó la mirada. Se preguntó si no habría ido Ipúmer a reunirse con la madre de Neshratta… ¿Cómo se llamaba? Sí: la dama Vemsit. No era impensable. Tal vez fuera ella la persona a la que iba a ver el escriba durante sus horas de trabajo en la Casa de la Guerra. La de Peshedu no era una familia corriente. Ipúmer aparecía como un galanteador nato, y no era la primera vez que oía Amerotke una historia similar de madre e hija seducidas por un mismo hombre.

—Tu mente se mueve como un nido de serpientes, mi señor. Salta a la vista. —Neshratta se inclinó hacia delante, y el movimiento hizo que se le abriese la túnica y dejase al descubierto unos senos generosos.

—Estamos confusos —respondió el juez—. Mi señor Valu presentará como testigo a un centinela de las puertas de la ciudad que está dispuesto a jurar que Ipúmer aseguró haber estado en la casa de la Gacela Dorada y haber bebido profusamente de la copa del amor.

—En esta casa no nos faltan las sirvientas —fue su respuesta—. ¿No es posible pensar que Ipúmer se hubiese enamorado de una de ellas?

—Vamos a empezar por el principio —declaró Amerotke—. Tenemos un gran interés en Ipúmer.

—¿Por qué?

—Porque, mi señora Neshratta, Ipúmer no era lo que decía ser.

—Sí, eso también te lo podía haber dicho yo.

—¿Y por qué no lo haces? ¿Qué sabes de él?

—En cierta ocasión me dijo…

—No; desde el principio —la interrumpió bruscamente el magistrado.

—Muy bien, mi señor. —Exhaló un suspiro antes de comenzar—. Lo repetiré: sabes que el general Peshedu y las animosas Panteras se reunían a menudo. No hay fiesta militar ni banquete del regimiento al que no tengamos que ir para poder enorgullecemos de su destreza y sus hazañas. —Levantó la mirada al techo—. ¿Has estado alguna vez en una de esas ceremonias, mi señor? ¿No acaban doliéndote las piernas y entumeciéndosete la mandíbula a fuerza de reprimir un bostezo tras otro?

Amerotke no pudo menos de dejar escapar una sonrisa, a la que ella correspondió con otra.

—Si yo no me hubiese opuesto —afirmó al tiempo que abarcaba la sala con un gesto—, no habría galería ni estancia de esta casa que no rebosara de la gloria de las Panteras del Mediodía.

—Tu padre fue un hombre valiente —la interrumpió Valu—, un héroe de guerra.

—Sí, mi señor Valu; pero también a mí debería haberme concedido la divina Hatasu la abeja dorada por mi denuedo, toda vez que tengo ahora veinte años, y no ha habido mañana, mediodía, tarde o noche desde que tengo memoria que no haya tenido que soportar las glorias de las Panteras. ¿No soy acaso una persona por derecho propio? Pues no. —A sus mejillas asomó un rubor de ira, y sus ojos lanzaban destellos—. Igual que mi madre, mi hermana y mis criados, debo recordar las perínclitas proezas de su pasado. ¡Por el amor de Set! —exclamó con voz ronca—. ¡La vida no se limita a eso! Sin embargo, ahí me tenéis, sentada al lado de las otras damas en aquel banquete, con calambres en los muslos, cuando se presenta el joven escriba.

—¿Lo amabais?

—Me parecía divertido.

—¿Por qué él? —terció Valu.

—Tú eres los ojos y los oídos del faraón —se burló—, sabrás entonces que no hay joven apuesto a quien no aterrorice la idea de hablar conmigo. ¡Que los dioses protejan a todo oficial que tenga los arrestos suficientes para acercarse a la hija del gran Peshedu!

—¿No tuvo él escrúpulos al respecto?

—Él no sabía lo que era eso: era el ser más descarado que he conocido. No pude resistirme.

—Supongo que tu padre se opuso a tal relación; ¿me equivoco?

—Papá no supo nada hasta que fue ya demasiado tarde. Quiso darme un sermón sobre moralidad, y yo le pregunté por las fulanas del templo.

—¿Y qué dijo él? —Amerotke apenas podía ocultar su admiración.

—Como puedes imaginar, mi señor, me abofeteó como si yo no fuera más que un recluta pendenciero. Le dije que si volvía a hacerlo le…

—¿Qué?

—Le haría sufrir una humillación mayor de lo que nunca pudiera haberse imaginado.

—Y mantuviste relaciones con Ipúmer.

—Por supuesto. A veces nos veíamos cuando yo iba a la ciudad. De cuando en cuando nos dejan salir de la casa para ir de compras, pasear o cumplir con nuestros deberes religiosos en el templo.

—Así que tu sirvienta no es difícil de sobornar —preguntó Valu de súbito.

—Ella no venía: sólo Jeay y yo. De cualquier manera, aquello se convirtió en algo muy peligroso —se apresuró a añadir—, de modo que Ipúmer comenzó a venir aquí por las noches. Yo salía a hurtadillas de mi dormitorio y me reunía con él en el bosquecillo que hay más allá de la casa. —Sonrió con aire recatado—. No dudo que habréis localizado el lugar exacto.

—¿Erais amantes?

—Sí, claro. Ipúmer era un hombre muy viril, y creo que le encantaba la idea de gozar de la hija de uno de los grandes de Tebas. —Dejó escapar un suspiro antes de sentarse con las manos en el regazo—. Fui amante de Ipúmer. —Hablaba como si estuviese entonando un himno—. Y él lo fue mío.

Lo dijo de un modo tan despreocupado, tan mecánico, que Amerotke no pudo evitar preguntarse si estaba diciendo la verdad.

—Hasta que te cansaste de él.

—Por supuesto. Es decir, él era un joven gal ardo, pero al final…

—¿Compraste tú el veneno? ¿Para uso doméstico?

—Sí, para uso doméstico.

—¿Sin ninguna otra intención?

—Ya os di una respuesta ante el tribunal. Sin embargo, no conté toda la verdad. —Neshratta hizo una pausa—. Ipúmer empezó a resultar molesto. Entonces amenacé con suicidarme si no me dejaba en paz.

—¿Por qué no lo dijiste en el tribunal? —preguntó Valu—. El suicidio es un acto blasfemo.

—No lo decía en serio: sólo quería asustarlo.

—¡Ah! Y ésa es la razón por la que Ipúmer compró el mismo veneno.

—Claro que sí, mi señor juez. Era como si estuviésemos jugando al
senet:
yo movía una pieza y él movía otra.

—Sin embargo, él cayó enfermo. Según los testimonios de que disponemos —dijo el fiscal eligiendo con cuidado sus palabras—, Ipúmer había venido a esta casa en otras ocasiones. Se reunió contigo, compartisteis comida y bebida, y se puso enfermo.

—¿Cómo sabes eso, mi señor Valu? Ipúmer pudo haberlo ingerido por su propia cuenta. Tenía el estómago delicado y…

—¿Qué?

—Era como muchos: un verraco en celo. Tal vez pudo haber tenido otras amantes repartidas por Tebas, por no hablar de cortesanas y bailarinas, las
heset
de los templos.

—¿Tenía amistad con ellas?

—¡Ya lo creo!

—¿Lo crees capaz de haber matado a una? —inquirió Amerotke—. ¿Tenía la mente de un asesino?

—Era dos personas a la vez. Por un lado era excitable y voluble, pero en el fondo de su corazón no le importaba nadie más que él mismo.

—¿Tú no?

—Mi señor juez, mi padre es un hombre muy acaudalado. Ipúmer albergaba grandes esperanzas y soñaba con un matrimonio que lo hiciese poderoso.

—Pero tu padre acabó por enterarse, ¿no es así?

—Sí, claro. En una casa como ésta, los criados se mueren por traicionar a quien sea a cambio de una recompensa. El general Peshedu —añadió con sarcasmo— montó en cólera. Amenazó con molerme a palos, repudiarme o encerrarme en un templo.

—¿Y tú…?

—Yo le dije que no tenía nada que objetar.

El magistrado la miró a los ojos. Estaba ante una mujer fría con una gran fuerza de voluntad. Albergaba un profundo rencor hacia su padre, y parecía encantada de haber utilizado en su contra a un hombre como Ipúmer.

—¿Niegas que Ipúmer estuvo aquí la noche de su muerte? —preguntó Valu.

—No digo que no haya estado: el servicio de esta casa cuenta con no menos de cincuenta muchachas, e Ipúmer pudo haber seducido a cualquiera de ellas con el propósito de saber qué se cocía por aquí.

—¿Y crees que fue eso lo que sucedió?

—Quizá.

—Dices que tienes veinte años, ¿no? —Amerotke señaló las escenas domésticas representadas en los murales—. ¿No ha pedido aún nadie tu mano? ¿Te has enamorado alguna vez? Seguro que no te faltan los pretendientes. Tú misma reconoces… —Se detuvo; durante unos instantes había creído atisbar un cambio en la mirada de Neshratta: un parpadeo, una expresión diferente o un asomo de tristeza—. Tú misma reconoces que eres una joven adinerada, hija de uno de los grandes héroes de Tebas.

—En cierta ocasión pidió mi mano el general Karnac.

—¡¿Qué?! —Valu se inclinó hacia delante.

—Sí, hace unos dos años.

—¿Y qué ocurrió?

Neshratta hizo un mohín.

—Las «negociaciones», como las llamó mi padre, no llegaron a ninguna parte, lo cual no resulta sorprendente, mi señor Amerotke. Si conoces al general Karnac, sabrás que está convencido de que las únicas personas dignas de que él les dirija la palabra son las Panteras del Mediodía o los oficiales de su propio regimiento.

—¿Supuso para ti una decepción?

—¿No tener que andar de zocos en colodros? —se mofó—. ¿Otra vida dominada por las glorias del regimiento de Set? Con mucho gusto hubiese preferido el veneno.

Valu soltó una risotada.

—¿Y adonde ha ido tu padre esta mañana?

—A cazar con sus criados. Tiene un esquife amarrado cerca del templo en ruinas de Bes. Cuando haya matado un número satisfactorio de aves, volverá a casa. No, me equivoco: irá a una vinatería y, enardecido por sus triunfos, visitará a una de sus chicas del templo.

—¿Crees a tu padre capaz de matar? —quiso saber el magistrado.

—Sin pestañear siquiera. A todos ellos les encanta matar: es parte de su naturaleza.

—En tal caso, ¿por qué no acabó con la vida del advenedizo Ipúmer? Al cabo, en Tebas sobran los asesinos de todo pelaje. —A punto estuvo de añadir que él mismo se había topado con uno esa mañana; sin embargo, prefirió guardar silencio.

—Lo intentó. ¿No lo sabías? —Rió al ver la expresión de sorpresa de sus interrogadores—. No fueron pocas las veces que lo amenazó, y al menos en dos ocasiones escapó Ipúmer de ser atacado por salteadores de caminos.

—¿Por qué no logró mi señor Peshedu su objetivo?

—Ipúmer era un hombre de mente rápida y pies aún más ligeros. Además, creo que mi escriba de la Casa de la Guerra contaba con una buena protección.

—Vamos a centrarnos en ese punto. Ipúmer te hizo la corte durante poco menos de un año, y durante ese tiempo compartiste comida y bebida con él. Debiste de haber averiguado más cosas de su vida.

—Sí, decía venir de Avaris y haber logrado su puesto gracias a alguien importante. Tal vez fue ésa la razón por la qué mi padre no logró nunca que lo apuñalasen, lo estrangulasen o lo ahogasen.

Neshratta comenzó a juguetear con uno de los anillos que llevaba en los dedos. Amerotke pudo ver que tenía la forma de dos serpientes enroscadas entre sí con una pequeña amatista en el centro.

—Ipúmer —prosiguió la joven, escogiendo con cuidado cada una de sus palabras— era un fanfarrón. Afirmaba ser de noble cuna y descender de una línea de guerreros hicsos tan poderosos como las Panteras del Mediodía.

—¿Te dijo algo acerca de su familia?

—Nada, aparte de que su madre había sido otrora una mujer poderosa.

—¿Has oído hablar de Merseguer? —preguntó el juez—. ¿Te sorprendería saber que Ipúmer pudo haber sido su hijo?

Neshratta echó hacia atrás la cabeza para soltar una carcajada.

—Una vez mencionó el culto a la hechicera. Como puedes imaginar, conozco bien su historia: la he oído repetir innumerables veces desde que tuve edad para entender lo que se me decía. Ipúmer mencionó el nombre de Merseguer en alguna que otra ocasión, pero lo cierto es que mi escriba no era más que un cuentista al que encantaba coleccionar rumores. Parecía más interesado en hacerse un lugar entre mis muslos que en cualquier otra cosa.

—¿Tenía amigos?

—Me habló de Hepel…

—¿Sabes que ha desaparecido? —interrumpió Valu.

—¿Sí? Tal vez haya huido.

—¿Tampoco has oído hablar de las muertes de Lamna, el médico Intef y la viuda Felima?

Neshratta hizo una mueca.

—De Lamna decía que era gorda y lasciva. Se me antoja que se sentía más atraído por Felima. Incluso trató de utilizarla en mi contra, como si me importara lo más mínimo.

—¿Alguien más?

—Nadie. Una vez le pregunté si gozaba del patrocinio de alguien en Tebas, pero me dijo que no.

—Pues lo tenía —contestó Amerotke—. Se reunía con alguien en la calle de las Lámparas de Aceite: un hombre que llevaba una máscara de Horus.

—¡Pero si era yo!

El magistrado se reclinó en la silla.

—Mi señora, eso es mentira.

—Mi señor juez —Neshratta imitó la voz de un hombre—, puedo tener un cuerpo hermoso —afirmó dejando que sus ojos bailaran divertidos—, pero he oído hablar lo suficiente a mi padre para saber cómo hay que hacerlo. —Mantuvo el tono grave de su voz—. Y con una túnica, una máscara, sin peluca y con la cabeza cubierta, ¿por qué no me iban a tomar por un hombre? —Se inclinó hacia delante—. De hecho, puedo parecerlo más que muchos que he conocido. Sí, mi señor Valu. —Y al decir esto dejó que su mirada se posara en las largas uñas pintadas del fiscal.

—¿Para qué querías alquilar una tienda en la calle de las Lámparas de Aceite?

—Para encontrarme con mi amante. ¿Para qué, si no? No es difícil. Sólo hay que echar un vistazo a esta casa: mamá está en el lecho, con al menos media jarra de vino dentro de ella; el general Peshedu, matando todo pájaro que se le ponga a tiro. ¿Quién me va a echar de menos si me escapo durante una o dos horas?

Amerotke se levantó para aliviar el entumecimiento de sus piernas. Caminó hacia las puertas abiertas que daban al jardín y observó a los sirvientes que arrancaban las malas hierbas de los macizos florales, en tanto que otro grupo trabajaba entre los granados. Cerró los ojos y olió el cálido dulzor de su fruto.

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