Los tres mosqueteros (90 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Los tres mosqueteros
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Dos criados arrastraban a Milady, teniéndola cada uno por un brazo; el verdugo caminaba detrás, y lord de Winter, D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis caminaban detrás del verdugo.

Planchet y Bazin venían los últimos.

Los dos criados conducían a Milady por la orilla del río. Su boca estaba muda; pero sus ojos hablaban con una elocuencia inexpresable, suplicando ya a uno ya a otro de los que ella miraba.

Cuando se encontraba a algunos pasos por delante, dijo a los criados:

—Mil pistolas a cada uno de vosotros si protegéis mi fuga; pero si me entregáis a vuestros amigos, tengo aquí cerca vengadores que os harán pagar cara mi muerte.

Grimaud dudaba. Mosquetón temblaba con todos sus miembros.

Athos, que había oído la voz de Milady, se acercó rápidamente; lord de Winter hizo otro tanto.

—Que se vuelvan estos criados —dijo—, les ha hablado, no son ya seguros.

Llamaron a Planchet y Bazin, que ocuparon el sitio de Grimaud y Mosquetón.

Llegados a la orilla del agua, el verdugo se acercó a Milady y le ató los pies y las manos.

Entonces ella rompió el silencio para exclamar:

—Sois unos cobardes, sois unos miserables asesinos, os hacen falta diez para degollar a una mujer; tened cuidado, si no soy socorrida, seré vengada.

—Vos no sois una mujer —dijo fríamente Athos—, no pertenecéis a la especie humana, sois un demonio escapado del infierno y vamos a devolveros a él.

—¡Ay, señores virtuosos! —dijo Milady—. Tened cuidado, aquel que toque un pelo de mi cabeza es a su vez un asesino.

—El verdugo puede matar sin ser por ello un asesino, señora —dijo el hombre de la capa roja golpeando sobre su larga espada—; él es el último juez, eso es todo:
Nachrichter
[195]
, como dicen nuestros vecinos alemanes.

Y cuando la ataba diciendo estas palabras, Milady lanzó dos o tres gritos salvajes que causaron un efecto sombrío y extraño volando en la noche y perdiéndose en las profundidades del bosque.

—Pero si soy culpable, si he cometido los crímenes de los que me acusáis —aullaba Milady—, llevadme ante un tribunal; no sois jueces, no lo sois para condenarme.

—Os propuse Tyburn —dijo lord de Winter—. ¿Por qué no quisisteis?

—¡Porque no quiero morir! —exclamó Milady debatiéndose—. Porque soy demasiado joven para morir.

—La mujer que envenenasteis en Béthune era más joven aún que vos, señora, y, sin embargo, está muerta —dijo D’Artagnan.

—Entraré en un claustro, me haré religiosa —dijo Milady.

—Estabais en un claustro —dijo el verdugo— y salisteis de él para perder a mi hermano.

Milady lanzó un grito de terror y cayó de rodillas.

El verdugo la alzó y quiso llevarla hacia la barca.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío! ¿Vais a ahogarme?

Aquellos gritos tenían algo tan desgarrador que D’Artagnan, que al principio era el más encarnizado en la persecución de Milady, se dejó deslizar sobre un tronco e inclinó la cabeza, tapándose las orejas con las palmas de sus manos; sin embargo, pese a todo, todavía oía amenazar y gritar.

D’Artagnan era el más joven de todos aquellos hombres y el corazón le falló.

—¡Oh, no puedo ver este horrible espectáculo! ¡No puedo consentir que esta mujer muera así!

Milady había oído algunas palabras y se había recuperado a la luz de la esperanza.

—¡D’Artagnan! ¡D’Artagnan! —gritó—. ¡Acuérdate de que te he amado!

El joven se levantó y dio un paso hacia ella.

Pero Athos, bruscamente, sacó su espada y se interpuso en su camino.

—Si dais un paso más, D’Artagnan —dijo—, cruzaremos las espadas.

D’Artagnan cayó de rodillas y rezó.

—Vamos —continuó Athos—, verdugo, cumple tu deber.

—De buena gana, monseñor —dijo el verdugo—, porque, tan cierto como que soy católico, creo firmemente que soy justo al cumplir mi función en esta mujer.

—Está bien.

Athos dio un paso hacia Milady.

—Yo os perdono —dijo— el mal que me habéis hecho; os perdono mi futuro roto, mi honor perdido, mi honor mancillado y mi salvación eterna comprometida por la desesperación a que me habéis arrojado. Morid en paz.

Lord de Winter se adelantó a su vez.

—Yo os perdono —dijo— el envenenamiento de mi hermano, el asesinato de Su Gracia lord de Buckingham, yo os perdono la muerte del pobre Felton, yo os perdono las tentativas contra mi persona. Morid en paz.

—Y a mí —dijo D’Artagnan— perdonadme, señora, haber provocado vuestra cólera con un engaño indigno de un gentilhombre; y a cambio, yo os perdono el asesinato de mi pobre amiga y vuestras venganzas crueles contra mí, yo os perdono y lloro por vos. Morid en paz.


I am lost!
—murmuró Milady en inglés—.
I must die.
[196]

Entonces se levantó por sí misma y lanzó en torno suyo una de esas miradas claras que parecían brotar de unos ojos de llama.

No vio nada.

No escuchó ni oyó nada.

En torno suyo no tenía más que enemigos.

—¿Dónde voy a morir? —dijo.

—En la otra orilla —respondió el verdugo.

Entonces la hizo subir a la barca, y cuando iba a poner él el pie en ella, Athos le entregó una suma de dinero.

—Toma —dijo—, ése es el precio de la ejecución; que se vea bien que actuamos como jueces.

—Está bien —dijo el verdugo—; y ahora, a su vez, que esta mujer sepa que no cumplo con mi oficio, sino con mi deber.

Y arrojó el dinero al río.

La barca se alejó hacia la orilla izquierda del Lys, llevando a la culpable y al ejecutor; todos los demás permanecieron en la orilla derecha, donde habían caído de rodillas.

La barca se deslizaba lentamente a lo largo de la cuerda de la barcaza, bajo el reflejo de una nube pálida que estaba suspendida sobre el agua en aquel momento.

Se la vio llegar a la otra orilla; los personajes se dibujaban en negro sobre el horizonte rojizo.

Milady, durante el trayecto, había conseguido soltar la cuerda que ataba sus pies; al llegar a la orilla, saltó con ligereza a tierra y tomó la huida.

Pero el suelo estaba húmedo; al llegar a lo alto del talud, resbaló y cayó de rodillas.

Una idea supersticiosa la hirió indudablemente; comprendió que el cielo le negaba su ayuda y permaneció en la actitud en que se encontraba, con la cabeza inclinada y las manos juntas.

Entonces, desde la otra orilla, se vio al verdugo alzar lentamente sus dos brazos; un rayo de luna se reflejó sobre la hoja de su larga espada; los dos brazos cayeron y se oyó el silbido de la cimitarra y el grito de la víctima. Luego, una masa truncada se abatió bajo el golpe.

Entonces el verdugo se quitó su capa roja, la extendió en tierra, depositó allí el cuerpo, arrojó allí la cabeza, la ató por las cuatro esquinas, se la echó al hombro y volvió a subir a la barca.

Llegado al centro del Lys, detuvo la barca, y, suspendido su fardo sobre el río:

—¡Dejad pasar la justicia de Dios! —gritó en voz alta.

Y dejó caer el cadáver a lo más profundo del agua, que se cerró sobre él.

Tres días después, los cuatro mosqueteros entraban en París; estaban dentro de los límites de su permiso, y la misma noche fueron a hacer su visita acostumbrada al señor de Tréville.

—Y bien, señores —les preguntó el bravo capitán—, ¿os habéis divertido en vuestra excursión?

—Prodigiosamente —respondió Athos con los dientes apretados.

Capítulo LXVII
Conclusión

E
l 6 del mes siguiente, el rey, cumpliendo la promesa que había hecho al cardenal de dejar París para volver a La Rochelle, salió de su capital todo aturdido aún por la nueva que acababa de esparcirse de que Buckingham acababa de ser asesinado.

Aunque prevenida de que el hombre al que tanto había amado corría un peligro, la reina, cuando se le anunció esta muerte, no quiso creerla; ocurrió incluso que exclamó imprudentemente:

—¡Es falso! Acaba de escribirme.

Pero al día siguiente tuvo que creer en aquella fatal noticia: La Porte, retenido como todo el mundo en Inglaterra por las órdenes del rey Carlos I, llegó portador del último y fúnebre presente que Buckingham enviaba a la reina.

La alegría del rey había sido muy viva; no se molestó siquiera en disimularla e incluso la hizo estallar con afectación ante la reina. A Luis XIII, como a todos los corazones débiles, le faltaba generosidad.

Mas pronto el rey se volvió sombrío y con mala salud; su frente no era de aquellas que se aclaran durante mucho tiempo; sentía que al volver al campamento iba a recuperar su esclavitud, y, sin embargo, volvía allí.

El cardenal era para él la serpiente fascinadora; y él, él era el pájaro que revolotea de rama en rama sin poder escapar.

En torno suyo no tenía más que enemigos.

Por eso el regreso hacia La Rochelle era profundamente triste. Nuestros cuatro amigos causaban el asombro de sus camaradas; viajaban juntos, codo con codo, la mirada sombría, la cabeza baja. Athos alzaba de vez en cuando sólo su amplia frente: un destello brillaba en sus ojos, una sonrisa amarga pasaba por sus labios; luego, semejante a sus camaradas, se dejaba ir de nuevo en sus ensoñaciones.

Tan pronto como llegaba la escolta a una villa, cuando habían conducido al rey a su alojamiento, los cuatro amigos se retiraban o a la habitación de uno de ellos o a alguna taberna apartada, donde ni jugaban ni bebían; sólo hablaban en voz baja mirando con cuidado si alguien los escuchaba.

Un día en que el rey había hecho un alto en la ruta para cazar la picaza y en que los cuatro amigos, según su costumbre, en vez de seguir la caza, se habían detenido en una taberna sobre la carretera, un hombre que venía de La Rochelle a galope tendido se detuvo a la puerta para beber un vaso de vino y hundió su mirada en el interior de la habitación donde estaban sentados a la mesa los cuatro mosqueteros.

—¡Hola! ¡El señor D’Artagnan! —dijo—. ¿No sois vos quien veo ahí?

D’Artagnan alzó la cabeza y soltó un grito de alegría. Aquel hombre que él llamaba su fantasma era su desconocido de Meung, de la calle des Fossoyeurs y de Arras.

—¡Ah, señor! —dijo el joven—. Por fin os encuentro; esta vez no escaparéis.

—No es esa mi intención tampoco, señor, porque esta vez os buscaba; en nombre del rey os detengo, y digo que tenéis que entregarme vuestra espada, señor, y sin resistencia; os va en ello la cabeza, os lo advierto.

—¿Quién sois vos? —preguntó D’Artagnan bajando su espada, pero sin entregarla aún.

—Soy el caballero de Rochefort —respondió el desconocido—, el escudero del señor cardenal de Richelieu, y tengo orden de llevaros junto a Su Eminencia.

—Volvemos junto a Su Eminencia, señor caballero —dijo Athos adelantándose— y aceptaréis la palabra del señor D’Artagnan, que va a dirigirse en línea recta a La Rochelle.

—Debo ponerlo en manos de los guardias, que lo llevarán al campamento.

—Nosotros lo llevaremos, señor, por nuestra palabra de gentileshombres; pero por nuestra palabra de gentileshombres también —añadió Athos, frunciendo el ceño—, el señor D’Artagnan no nos abandonará.

El caballero de Rochefort lanzó una ojeada hacia atrás y vio que Porthos y Aramis se habían situado entre él y la puerta; comprendió que estaba completamente a merced de aquellos cuatro hombres.

—Señores —dijo—, si el señor D’Artagnan quiere entregarme su espada y unir su palabra a la vuestra, me contentaré con vuestra promesa de conducir al señor D’Artagnan al campamento del señor cardenal.

—Tenéis mi palabra, señor —dijo D’Artagnan—, y aquí está mi espada.

—Eso está mejor —añadió Rochefort—, porque es preciso que continúe mi viaje.

—Si es para reuniros con Milady —dijo fríamente Athos—, es inútil, no la encontraréis.

—¿Qué le ha pasado entonces? —preguntó vivamente Rochefort.

—Volved al campamento y lo sabréis.

Rochefort se quedó un instante pensativo, luego, como no estaba más que a una jornada de Surgères, hasta donde el cardenal debía ir ante el rey, resolvió seguir el consejo de Athos y volver con ellos.

Además, aquel retraso le ofrecía una ventaja: vigilar por sí mismo a su prisionero.

Volvieron a ponerse en ruta.

Al día siguiente, a las tres de la tarde, llegaron a Surgères. El cardenal esperaba allí a Luis XIII. El ministro y el rey intercambiaron muchas caricias, se felicitaron por el venturoso azar que desembarazaba a Francia del encarnizado enemigo que amotinaba a Europa contra ella. Tras lo cual, el cardenal, que había sido avisado por Rochefort de que D’Artagnan estaba detenido, y que tenía prisa por verlo, se despidió del rey invitándolo a ver al día siguiente los trabajos del dique que estaban acabados.

Al volver aquella noche a su acampada del puente de La Pierre, el cardenal encontró de pie, ante la puerta de la casa que habitaba, a D’Artagnan sin espada y a los tres mosqueteros armados.

Aquella vez, como él era más fuerte, los miró con severidad y, con los ojos y con la mano, hizo a D’Artagnan una seña de que lo siguiera.

D’Artagnan obedeció.

—Te esperaremos, D’Artagnan —dijo Athos lo suficientemente alto para que el cardenal lo oyese.

Su Eminencia frunció el ceño, se detuvo un instante, luego continuó su camino sin pronunciar una sola palabra.

D’Artagnan entró detrás del cardenal, y Rochefort detrás de D’Artagnan; la puerta fue vigilada.

Su Eminencia se dirigió a la habitación que le servía de gabinete e hizo seña a Rochefort de introducir al joven mosquetero.

Rochefort obedeció y se retiró.

D’Artagnan permaneció solo frente al cardenal; era su segunda entrevista con Richelieu, y él confesó después que estaba convencido de que sería la última.

Richelieu permaneció de pie, apoyado contra la chimenea, con una mesa entre él y D’Artagnan.

—Señor —dijo el cardenal—, habéis sido detenido por orden mía.

—Eso me han dicho, monseñor.

—¿Sabéis por qué?

—No, monseñor; porque la única cosa por la que podría ser detenido es aún desconocida de Su Eminencia.

Richelieu miró fijamente al joven.

—¡Oh! ¡Oh! —dijo—. ¿Qué quiere decir eso?

—Si monseñor quiere decirme primero los crímenes que se me imputan, yo le diré luego los hechos que he realizado.

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