Porthos y Aramis se miraban sin comprender nada de la seguridad de Athos.
Lord de Winter creía que hablaba así para adormecer el dolor de D’Artagnan.
—Ahora, señores —dijo Athos cuando estuvo seguro de que había cinco habitaciones libres en el hotel—, nos retiraremos cada uno a su cuarto; D’Artagnan necesita estar solo para llorar y vos para dormir. Yo me encargo de todo, estad tranquilos.
—Sin embargo, me parece —dijo lord de Winter— que si hay alguna medida que tomar contra la condesa, eso me afecta: es mi cuñada.
—Y a mí también —dijo Athos—: es mi mujer.
D’Artagnan se estremeció porque comprendió que Athos estaba seguro de la venganza, puesto que revelaba semejante secreto; Porthos y Aramis se miraron palideciendo. Lord de Winter pensó que Athos estaba loco.
—Retiraos, pues —dijo Athos—, y dejadme hacer. Veis de sobra que en mi calidad de marido me corresponde a mí. Sólo que, D’Artagnan si no lo habéis perdido, entregadme ese papel que se escapó del sombrero de aquel hombre y sobre el que está escrito el nombre de la villa…
—¡Ah! —dijo D’Artagnan—. Comprendo, ese nombre escrito por su puño…
—¡Ya ves —dijo Athos— que hay un Dios en el cielo!
L
a desesperación de Athos había dejado sitio a un dolor concentrado que hacía más lúcidas aún las brillantes facultades de espíritu de aquel hombre.
Concentrado por entero en un solo pensamiento, el de la promesa que había hecho y de la responsabilidad que había tomado, se retiró el último a su habitación, pidió al hostelero que le procurase un mapa de la provincia, se inclinó encima, interrogó a las líneas trazadas, advirtió que cuatro caminos diferentes se dirigían de Béthune a Armentières, e hizo llamar a los criados.
Planchet, Grimaud, Mosquetón y Bazin se presentaron y recibieron las órdenes claras, puntuales y graves de Athos.
Debían partir al alba al día siguiente, y dirigirse a Armentières, cada uno por una ruta diferente. Planchet, el más inteligente de los cuatro, debía seguir aquella por la que había desaparecido el coche contra el que los cuatro amigos habían disparado y que, como se recordará, iba acompañado por el doméstico de Rochefort.
Athos puso en campaña primero a los criados porque desde que estos hombres estaban a su servicio y al de sus amigos había advertido en cada uno de ellos cualidades diferentes y esenciales.
En segundo lugar, criados que preguntan inspiran a los transeúntes menos desconfianza que sus amos, y hallan más simpatía en aquellos a quienes se dirigen.
Por último, Milady conocía a los amos, mientras que no conocía a los criados; y, por el contrario, los criados conocían perfectamente a Milady.
Los cuatro debían hallarse al día siguiente, a las once, en el lugar indicado; si habían descubierto el refugio de Milady, tres permanecerían custodiándola, el cuarto regresaría a Béthune para avisar a Athos y servir de guía a los cuatro amigos.
Tomadas estas disposiciones, los criados se retiraron a su vez.
Athos se levantó entonces de su silla, se ciñó la espada, se envolvió en su capa y salió de la hostería; eran las diez aproximadamente. A las diez de la noche, como se sabe, en provincias las calles están poco frecuentadas. Athos, sin embargo, buscaba visiblemente a alguien a quien pudiera dirigir una pregunta. Por fin encontró un transeúnte rezagado, se acercó a él, le dijo algunas palabras; el hombre al que se dirigía retrocedió con terror, sin embargo respondió a las palabras del mosquetero con una indicación. Athos ofreció a aquel hombre media pistola por acompañarlo, pero el hombre rehusó.
Athos se metió en la calle que el indicador había designado con el dedo; pero, llegado a la encrucijada, se detuvo de nuevo visiblemente apurado. No obstante, como más que cualquier otro lugar la encrucijada le ofrecía la posibilidad de encontrar a alguien, se detuvo. En efecto, al cabo de un instante, pasó un vigilante nocturno. Athos le repitió la misma pregunta que ya había hecho a la primera persona que había encontrado; el vigilante nocturno dejó percibir el mismo terror, rehusó también acompañar a Athos y le mostró con la mano el camino que debía seguir.
Athos caminó en la dirección indicada y alcanzó el arrabal situado en el extremo opuesto de la villa, aquel por el que él y sus compañeros habían entrado. Allí pareció de nuevo inquieto y embarazado, y se detuvo por tercera vez.
Afortunadamente pasó un mendigo que se acercó a Athos para pedirle limosna. Athos le ofreció un escudo por acompañarlo donde iba. El mendigo dudó un instante pero, a la vista de la moneda de plata que brillaba en la oscuridad, se decidió y caminó delante de Athos.
Llegado a la esquina de una calle, le mostró de lejos una casita aislada, solitaria, triste; Athos se acercó mientras el mendigo, que había recibido su salario, se alejaba a todo correr.
Athos dio una vuelta a la casa antes de distinguir la puerta en medio del color rojizo con que aquella casa estaba pintada; ninguna luz se colaba por las cortaduras de las contraventanas, ningún ruido dejaba suponer que estuviese habitada, era sombría y muda como una tumba.
Tres veces llamó Athos sin que le contestasen. A la tercera llamada, sin embargo, pasos interiores se acercaron; finalmente, la puerta se entreabrió, y un hombre de talla alta, tez pálida, pelo y barba negros, apareció.
Athos y él cambiaron algunas palabras en voz baja, luego el hombre de talla alta hizo señas al mosquetero de que podía entrar. Athos aprovechó al momento el permiso y la puerta se cerró tras él.
El hombre al que Athos había venido a buscar tan lejos y al que había encontrado con tanto esfuerzo, lo hizo entrar en su laboratorio, donde estaba ocupado en sujetar con alambres ruidosos huesos de un esqueleto. Todo el cuerpo estaba ya ajustado: sólo la cabeza estaba puesta sobre una mesa.
El resto del moblaje indicaba que aquél en cuya casa se hallaba se ocupaba en ciencias naturales: había tarros llenos de serpientes, etiquetados según las especies; lagartos disecados relucían como esmeraldas talladas en grandes marcos de madera negra; en fin, botes de hierbas silvestres, odoríferas y sin duda dotadas de virtudes desconocidas al vulgo, estaban pegadas al techo y bajaban por las esquinas del cuarto.
Athos lanzó una ojeada fría e indiferente sobre todos estos objetos que acabamos de describir y, a invitación de aquel al que venía a buscar, se sentó a su lado.
Entonces le explicó la causa de su visita y el servicio que reclamaba de él; mas apenas hubo expuesto su demanda, el desconocido, que estaba de pie ante el mosquetero, retrocedió con terror y rehusó. Entonces Athos sacó de su bolsillo un breve papel sobre el que había escritas dos líneas acompañadas de una firma y un sello, y lo presentó a aquel que daba demasiado prematuramente aquellas señales de repugnancia. El hombre de alta estatura, apenas hubo leído aquellas dos líneas, visto la firma y reconocido el sello, se inclinó en señal de que no tenía ya ninguna objeción que hacer, y que estaba dispuesto a obedecer.
Athos no pidió más; se levantó, saludó, salió, tomó al irse el mismo camino que había seguido para venir, volvió a entrar en la hostería y se encerró en su cuarto.
Al alba, D’Artagnan entró en su habitación y preguntó qué iba a hacer.
—Esperar —respondió Athos.
Algunos instantes después, la superiora del convento hizo avisar a los mosqueteros de que el entierro de la víctima de Milady tendría lugar a mediodía. En cuanto a la envenenadora, no había habido noticias; sólo que debía haber huido por el jardín, en cuya arena habían reconocido la huella de sus pasos, y cuya puerta habían encontrado cerrada; en cuanto a la llave, había desaparecido.
A la hora indicada, lord de Winter y los cuatro amigos se dirigieron al convento; las campanas tocaban a duelo, la capilla estaba abierta, la verja del coro estaba cerrada. En medio del coro estaba puesto el cuerpo de la víctima, revestida de sus hábitos de novicia. A cada lado del coro, y tras las verjas que se abrían sobre el convento, estaba toda la comunidad de Carmelitas, que escuchaba desde allí el servicio divino y mezclaba su canto al canto de los sacerdotes, sin ver a los profanos ni ser vista por ellos.
A la puerta de la capilla, D’Artagnan sintió que su valor huía nuevamente; se volvió en busca de Athos, pero Athos había desaparecido.
Fiel a su misión de venganza, Athos se había hecho conducir al jardín; y allí, sobre la arena, siguiendo los pasos ligeros de aquella mujer que había dejado un rastro ensangrentado por donde había pasado, avanzó hasta la puerta que daba al bosque, se la hizo abrir y se metió en el bosque.
Entonces todas sus dudas se confirmaron: el camino por el que el coche había desaparecido contorneaba el bosque. Athos siguió el camino algún tiempo con los ojos fijos en el suelo; ligeras manchas de sangre, que provenían de una herida hecha o al hombre que acompañaba el coche como correo o a uno de los caballos, salpicaban el camino. Al cabo de tres cuartos de legua aproximadamente, a cincuenta pasos de Festubert, aparecía una mancha de sangre más amplia; el suelo estaba pisoteado por los caballos. Entre el bosque y aquel lugar desnudo, un poco antes de la tierra lastimada, se encontraba la misma huella de breves pasos que en el jardín; el coche se había detenido.
En aquel lugar, Milady había salido del bosque y había montado en el coche.
Satisfecho por este descubrimiento que confirmaba todas sus sospechas, Athos volvió a la hostería y encontró a Planchet que lo esperaba con impaciencia.
Todo era como Athos había previsto.
Planchet había seguido la ruta, había observado, como Athos, las manchas de sangre, como Athos había reconocido el lugar en que los caballos se habían detenido; pero había ido más lejos de Athos, de suerte que en la aldea de Festubert, mientras bebía en un albergue, sin haber tenido necesidad de preguntar, había sabido que la víspera, a las ocho y media de la noche, un hombre herido, que acompañaba a una dama que viajaba en una silla de posta, se había visto obligado a detenerse, sin poder seguir delante. El accidente habría sido cargado en la cuenta de ladrones que habían detenido la silla en el bosque. El hombre había quedado en la aldea, la mujer había hecho el relevo y continuado su camino.
Planchet se puso a buscar al postillón que había conducido la silla, y lo encontró. Había conducido a la señora hasta Fromelles, y de Fromelles ella había partido hacia Armentières. Planchet tomó la trocha, y a las siete de la mañana estaba en Armentières.
No había más que una hostería, la de la posta. Planchet fue a presentarse allí como lacayo sin trabajo que buscaba una plaza. No había hablado diez minutos con las gentes del albergue cuando ya sabía que una mujer sola había llegado a las once de la noche, había alquilado una habitación, había hecho venir al dueño de la hostería y le había dicho que deseaba permanecer algún tiempo por aquellos alrededores.
Planchet no tenía necesidad de saber más. Corrió al lugar de la cita, encontró a los tres lacayos puntuales en su puesto, los colocó como centinelas en todas las salidas de la hostería y volvió en busca de Athos, que acababa de recibir los informes de Planchet cuando sus amigos regresaron.
Todos los rostros estaban sombríos y crispados, incluso el dulce rostro de Aramis.
—¿Qué hay que hacer? —preguntó D’Artagnan.
—Esperar —respondió Athos.
Cada uno se retiró a su habitación.
A las ocho de la noche, Athos dio la orden de ensillar los caballos e hizo avisar a lord de Winter y a sus amigos de que se preparasen para la expedición.
En un instante todos estuvieron preparados. Cada uno inspeccionó las armas y las puso a punto. Athos bajó el primero y encontró a D’Artagnan ya a caballo e impacientándose.
—Paciencia —dijo Athos—, nos falta todavía uno.
Los cuatro caballeros miraron en torno suyo con sorpresa, porque buscaban inútilmente en su mente quién era aquel que podía faltarles.
En aquel momento Planchet trajo el caballo de Athos; el mosquetero saltó con ligereza a la silla.
—Esperadme —dijo—, vuelvo.
Y partió a galope.
Un cuarto de hora después volvió, efectivamente, acompañado de un hombre enmascarado y envuelto en una gran capa roja.
Lord de Winter y los tres mosqueteros se interrogaron con la mirada. Ninguno de ellos pudo informar a los otros, porque todos ignoraban quién era aquel hombre. Sin embargo, pensaron que aquello debía ser así, puesto que se hacía por orden de Athos.
Era triste al aspecto de aquellos seis hombres corriendo en silencio, sumidos cada cual en su pensamiento, taciturnos como la desesperación, sombríos como el castigo.
E
ra una noche tormentosa y lúgubre, gruesas nubes corrían por el cielo velando la claridad de las estrellas; la luna no debía aparecer hasta medianoche.
A veces, a la luz de un relámpago que brillaba en el horizonte, se vislumbraba la ruta que se desarrollaba blanca y solitaria; luego, apagado el relámpago, todo volvía a la oscuridad.
A cada momento Athos invitaba a D’Artagnan, siempre a la cabeza de la pequeña tropa, a ocupar su puesto, que al cabo de un instante abandonaba de nuevo; no tenía más que un pensamiento: ir hacia adelante, e iba.
Cruzaron en silencio la aldea de Festubert, donde se había quedado el doméstico herido, luego bordearon el bosque de Richebourg; llegados a Herlies, Planchet, que seguía dirigiendo la columna, torció a la izquierda.
Varias veces, lord de Winter, Porthos o Aramis, habían tratado de dirigir la palabra al hombre de la capa roja; pero a cada pregunta que le había sido hecha, él se había inclinado sin responder. Los viajeros habían comprendido entonces que había una razón para que el desconocido guardase silencio, y habían dejado de dirigirle la palabra.
Además, la tormenta crecía, los relámpagos se sucedían rápidamente, el trueno comenzaba a gruñir, y el viento, precursor del huracán, silbaba en la llanura, agitando las plumas de los caballeros.
La cabalgada se lanzó a galope tendido.
Un poco más allá de Fromelles, la tormenta estalló; desplegaron las capas; quedaban aún tres leguas por hacer: las hicieron bajo torrentes de lluvia.
D’Artagnan se había quitado su sombrero de fieltro y no se había puesto la capa; sentía placer en dejar correr el agua sobre su frente ardiente y sobre su cuerpo agitado por escalofríos febriles.