Los tres mosqueteros (63 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Los tres mosqueteros
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—Esta vez —dijo el cardenal— no se trata de captar su confianza, sino de presentarse franca y lealmente a él como negociadora.

—Franca y lealmente —repitió Milady con una indecible expresión de duplicidad.

—Sí, franca y lealmente —replicó el cardenal en el mismo tono—; toda esta negociación debe ser hecha al descubierto.

—Seguiré al pie de la letra las instrucciones de Su Eminencia, y espero que me las dé.

—Iréis en busca de Buckingham de parte mía, y le diréis que sé todos los preparativos que hace, pero que apenas me preocupo por ello, dado que, al primer movimiento que haga, pierdo a la reina.

—¿Creerá él que Vuestra Eminencia está en condiciones de cumplir la amenaza que le hace?

—Sí, porque tengo pruebas.

—Es preciso que yo pueda presentar estas pruebas a su consideración.

—Por supuesto, y le diréis que publico el informe de Bois-Robert y del marqués de Beutru sobre la entrevista que el duque tuvo en casa de la señora condestable con la reina, la noche en que la señora condestable dio una fiesta de máscaras; le diréis, para que no dude de nada, que él fue vestido de Gran Mogol, traje que debía llevar el caballero de Guisa, y que compró a este último mediante la suma de tres mil pistolas.

—De acuerdo, monseñor.

—Todos los detalles de su entrada en el Louvre y de su salida, durante la noche en que se introdujo en Palacio con el traje de decidor de la buenaventura italiano, me son conocidos; le diréis, para que tampoco dude de la autenticidad de mis informes, que tenía bajo su capa un gran traje blanco sembrado de lágrimas negras, de calaveras y de huesos en forma de aspa; porque en caso de sorpresa, debía hacerse pasar por el fantasma de la Dama blanca que, como todo el mundo sabe, vuelve al Louvre cada vez que va a ocurrir algún gran suceso
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.

—¿Eso es todo, monseñor?

—Decidle que también sé todos los detalles de la aventura de Amiens, que haré escribir una novelita, ingeniosamente disfrazada, con un plano del jardín y los retratos de los principales actores de aquella escena nocturna.

—Le diré eso.

—Decidle además que tengo en mi poder a Montague, está en la Bastilla, que no le han sorprendido ninguna carta encima, es cierto, pero que la tortura puede hacerle decir lo que sabe, e incluso… lo que no sabe.

—De acuerdo.

—En fin, añadid que Su Gracia, en la precipitación que puso al dejar la isla de Ré, olvidó en su alojamiento cierta carta de la señora de Chevreuse que compromete especialmente a la reina, en la que ella demuestra no sólo que Su Majestad puede amar a los enemigos del rey, sino que incluso conspira con los de Francia. Habéis retenido todo lo que os he dicho, ¿no es así?

—Juzgue Vuestra Eminencia: el baile de la señora condestable; la noche del Louvre; la velada de Amiens; el arresto de Montague; la carta de la señora de Chevreuse.

—Eso es —dijo el cardenal—, eso es; tenéis una memoria afortunada, Milady.

—Pero —replicó aquella a quien el cardenal acababa de dirigir su cumplido adulador— ¿si pese a todas estas razones el duque no se rinde y continúa amenazando a Francia?

—El duque está enamorado como un loco, o mejor, como un necio —contestó Richelieu con profunda amargura—; como los antiguos paladines, ha emprendido esta guerra nada más que por obtener una mirada de su bella. Si sabe que esta guerra puede costarle el honor y quizá la libertad de la dama de sus pensamientos, como él dice, os respondo que se lo pensará dos veces.

—Sin embargo —dijo Milady con una persistencia que probaba que quería ver claro hasta el fin en la misión de que iba a encargarse—, sin embargo, ¿si persiste?

—Si persiste… —dijo el cardenal—… No es probable.

—Es posible —dijo Milady.

—Si persiste… —Su Eminencia hizo una pausa y prosiguió—. Pues bien, si persiste, esperaré uno de esos acontecimientos que cambian la faz de los Estados.

—Si Su Eminencia quisiera citarme alguno de esos acontecimientos en la historia —dijo Milady— quizá comparta yo su confianza en el futuro.

—Pues bien, mirad, por ejemplo —dijo Richelieu—, cuando en 1610, por un motivo más o menos parecido al que hace conmoverse al duque, el rey Enrique IV, de gloriosa memoria, iba a invadir a la vez Flandes y Italia para golpear a un mismo tiempo a Austria por dos lados, ¿no ocurrió entonces un acontecimiento que salvó a Austria? ¿Por qué el rey de Francia no habría de tener la misma suerte que el emperador?

—¿Vuestra Eminencia se refiere a la cuchillada de la calle de la Ferronerie?

—Precisamente —dijo el cardenal.

—¿Vuestra Eminencia no teme que el suplicio de Ravaillac espanto a quienes tengan por un instante la idea de imitarlo?

—En todo tiempo y en todos los países, sobre todo si esos países están divididos por la religión, habrá fanáticos que no pedirán otra cosa que convertirse en mártires. Y ved, precisamente ahora recuerdo que los puritanos están furiosos contra el duque de Buckingham y que sus predicadores lo designan como el Anticristo.

—¿Y entonces? —preguntó Milady.

—Pues que —continuó el cardenal con un sire indiferente— por el momento no se trataría, por ejemplo, sino de buscar una mujer hermosa, joven, hábil, que tuviera que vengarse del duque. Tal mujer puede encontrarse: el duque es hombre de aventuras galantes y si ha sembrado muchos amores con sus promesas de constancia eterna, ha debido sembrar muchos odios también por sus continuas infidelidades.

—Sin duda —dijo fríamente Milady—, se puede encontrar una mujer semejante.

—Pues bien, una mujer semejante, que pusiera el cuchillo de Jaques Clément o de Ravaillac en las manos de un fanático, salvaría a Francia.

—Sí, pero sería cómplice de un asesinato.

—¿Se ha conocido alguna vez a los cómplices de Ravaillac o de Jacques Clément?

—No, porque quizá estaban situados demasiado alto para que se atrevieran a irlos a buscar donde estaban; no se quemaría el Palacio de Justicia por todo el mundo, monseñor.

—¿Creéis, pues, que el incendio del Palacio de Justicia
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tiene una causa distinta a la del azar? —preguntó Richelieu en un tono como el de quien hace una pregunta sin ninguna importancia.

—Yo, monseñor —respondió Milady—, no creo nada, cito un hecho, eso es todo; sólo digo que si yo me llamara señorita de Montpensier
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, o reina María de Médicis, tomaría menos precauciones de las que tomo por llamarme simplemente lady Clarick.

—Eso es justo —dijo Richelieu—. ¿Qué queréis entonces?

—Querría una orden que ratificase de antemano todo cuanto yo crea deber hacer para mayor bien de Francia.

—Pero primero habría que buscar la mujer que he dicho y que tuviera que vengarse del duque.

—Está encontrada —dijo Milady.

—Luego habría que encontrar ese miserable fanático que servirá de instrumento a la justicia de Dios.

—Se encontrará.

—Pues bien —dijo el duque—, entonces será el momento de reclamar la orden que pedís ahora mismo.

—Vuestra Eminencia tiene razón —dijo Milady—, y soy yo quien está equivocada al ver en la misión con que me honra otra cosa de lo que realmente es, es decir, anunciar a Su Gracia, de parte de Su Eminencia, que conocéis los diferentes disfraces con ayuda de los cuales ha conseguido acercarse a la reina durante la fiesta dada por la señora condestable; que tenéis pruebas de la entrevista concedida en el Louvre por la reina a cierto astrólogo italiano que no es otro que el duque de Buckingham; que habéis encargado una novelita, de las más ingeniosas, sobre la aventura de Amiens, con el plano del jardín donde esa aventura ocurrió y retratos de los actores que figuraron en ella; que Montague está en la Bastilla, y que la tortura puede hacerle decir cosas que recuerde, incluso cosas que habría olvidado; finalmente, que vos poseéis cierta carta de la señora de Chevreuse, encontrada en el alojamiento de Su Gracia, que compromete de modo singular, no sólo a quien la escribió, sino que incluso a aquella en cuyo nombre fue escrita. Luego, si pese a todo esto persiste, como es a lo que acabo de decir a lo que se limita mi misión, no tendré más que rogar a Dios que haga un milagro para salvar a Francia. ¿Basta con eso, Monseñor? ¿Tengo que hacer alguna otra cosa?

—Basta con eso —replicó secamente monseñor.

—Pues ahora —dijo Milady sin parecer observar el cambio de tono del cardenal respecto a ella—, ahora que he recibido las instrucciones de Vuestra Eminencia a propósito de sus enemigos, ¿monseñor me permitirá decirle dos palabras de los míos?

—¿Tenéis entonces enemigos? —preguntó Richelieu.

—Sí, monseñor; enemigos contra los cuales me debéis todo vuestro apoyo, porque me los he hecho sirviendo a Vuestra Eminencia.

—¿Y cuáles? —replicó el cardenal.

—En primer lugar una pequeña intrigante llamada Bonacieux.

—Está en la prisión de Nantes.

—Es decir, estaba allí —prosiguió Milady—, pero la reina ha sorprendido una orden del rey, con ayuda de la cual la ha hecho llevar a un convento.

—¿A un convento? —dijo el cardenal.

—Sí, a un convento.

—Y ¿a cuál?

—Lo ignoro, el secreto ha sido bien guardado.

—¡Yo lo sabré!

—¿Y Vuestra Eminencia me dirá en qué convento está esa mujer?

—No veo ningún inconveniente —dijo el cardenal.

—Bien; ahora tengo otro enemigo muy de temer por distintos motivos que esa pequeña señora Bonacieux.

—¿Cuál?

—Su amante.

—¿Cómo se llama?

—¡Oh! Vuestra Eminencia lo conoce bien —exclamó Milady llevada por la cólera—. Es el genio malo de nosotros dos; es ése que en un encuentro con los guardias de Vuestra Eminencia decidió la victoria de los mosqueteros del rey; es el que dio tres estocadas a de Wardes, vuestro emisario, y que hizo fracasar el asunto de los herretes; es el que, finalmente, sabiendo que era yo quien le había raptado a la señora Bonacieux, ha jurado mi muerte.

—¡Ah, ah! —dijo el cardenal—. Sé a quién os referís.

—Me refiero a ese miserable de D’Artagnan.

—Es un intrépido compañero —dijo el cardenal.

—Y precisamente porque es un intrépido compañero es más de temer.

—Sería preciso —dijo el duque— tener una prueba de su inteligencia con Buckingham.

—¡Una prueba! —exclamó Milady—. Tendré diez.

—Pues bien entonces es la cosa más sencilla del mundo, presentadme esa prueba y lo mando a la Bastilla.

—¡De acuerdo, monseñor! Pero ¿y después?

—Cuando se está en la Bastilla, no hay después —dijo el cardenal con voz sorda—. ¡Ah, diantre —continuó—, si me fuera tan fácil desembarazarme de mi enemigo como fácil me es desembarazarme de los vuestros, y si fuera contra personas semejantes por lo que pedís vos la impunidad!…

—Monseñor —replicó Milady—, trueque por trueque, vida por vida, hombre por hombre; dadme a mí ese y yo os doy el otro.

—No sé lo que queréis decir —replicó el cardenal—, y no quiero siquiera saberlo; pero tengo el deseo de seros agradable y no veo ningún inconveniente en daros lo que pedís respecto a una criatura tan ínfima; tanto más, como vos me decís, cuanto que ese pequeño D’Artagnan es un libertino, un duelista y un traidor.

—¡Un infame, monseñor, un infame!

—Dadme, pues, un papel, una pluma y tinta —dijo el cardenal.

—Helos aquí, monseñor.

Se hizo un instante de silencio que probaba que el cardenal estaba ocupado en buscar los términos en que debía escribirse el billete, o incluso si debía escribirlo. Athos, que no había perdido una palabra de la conversación, cogió a cada uno de sus compañeros por una mano y los llevó al otro extremo de la habitación.

—¡Y bien! —dijo Porthos—. ¿Qué quieres y por qué no nos dejas escuchar el final de la conversación?

—¡Chis! —dijo Athos hablando en voz baja—. Hemos oído todo cuanto es necesario oír; además no os impido escuchar el resto, pero es preciso que me vaya.

—¡Es preciso que te vayas! —dijo Porthos—. Pero si el cardenal pregunta por ti, ¿qué responderemos?

—No esperaréis a que pregunte por mí, le diréis los primeros que he partido como explorador porque algunas palabras de nuestro hostelero me han hecho pensar que el camino no era seguro; primero diré dos palabras sobre ello al escudero del cardenal; el resto es cosa mía, no os preocupéis.

—¡Sed prudente, Athos! —dijo Aramis.

—Estad tranquilos —respondió Athos—, ya sabéis, tengo sangre fría.

Porthos y Aramis fueron a ocupar nuevamente su puesto junto al tubo de estufa.

En cuanto a Athos, salió sin ningún misterio, fue a tomar su caballo atado con los de sus amigos a los molinetes de los postigos, convenció con cuatro palabras al escudero de la necesidad de una vanguardia Para el regreso, inspeccionó con afectación el fulminante de sus pistolas, se puso la espada en los dientes y siguió, como hijo pródigo, la ruta que llevaba al campamento.

Capítulo XLV
Escena conyugal

C
omo Athos había previsto, el cardenal no tardó en descender; abrió la puerta de la habitación en que habían entrado los mosqueteros y encontró a Porthos jugando una encarnizada partida de dados con Aramis. De rápida ojeada registró todos los rincones de la sala y vio que le faltaba uno de los hombres.

—¿Qué ha sido del señor Athos? —preguntó.

—Monseñor —respondió Porthos—, ha partido como explorador por algunas frases de nuestro hostelero, que le han hecho creer que la ruta no era segura.

—¿Y vos, que habéis hecho vos, señor Porthos?

—Le he ganado cinco pistolas a Aramis.

—Y ahora, ¿podéis volver conmigo?

—Estamos a las órdenes de Vuestra Eminencia.

—A caballo pues, señores, que se hace tarde.

—El escudero estaba a la puerta y sostenía por las bridas el caballo del cardenal. Un poco más lejos, un grupo de dos hombres y de tres caballos aparecía en la sombra: aquellos dos hombres eran los que debían conducir a Milady al fuerte de La Pointe y velar por su embarque.

El escudero confirmó al cardenal lo que los dos mosqueteros ya le habían dicho a propósito de Athos. El cardenal hizo un gesto aprobador y emprendió la ruta, rodeándose de las mismas precauciones que había tomado al partir.

Dejémosle seguir el camino del campamento, protegido por el escudero y los dos mosqueteros, y volvamos a Athos.

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