—¿No sería posible deshacernos del cadáver? —preguntó impulsivamente—. ¿Llevarlo a cualquier otro sitio?
La mirada asombrada y desdeñosa de la señora Rice le hizo enrojecer. La mujer habló con tono incisivo.
—Pero, Harold, esto no es una novela de detectives. Intentar una cosa así sería una locura.
—Sí; eso parece —gruñó él—. ¿Qué podríamos hacer? Dios mío, ¿qué podríamos hacer?
La señora Rice sacudió la cabeza con desesperación. Tenía el ceño fruncido y su cerebro trabajaba a toda presión. Harold volvió a preguntar:
—¿No podemos hacer nada? ¿Nada que evitara este pavoroso desastre?
Ya lo había dicho... ¡desastre! Terrible... imprevisto... vituperable.
Ambos se miraron fijamente y la mujer dijo con voz ronca:
—Elsie, mi pequeña Elsie. Haré cualquier cosa... Se moriría si tuviera que afrontar una cosa así —y añadió—: Y usted también... su carrera... todo.
Harold murmuró:
—No se preocupe por mí.
Pero, en realidad, estaba muy lejos de decir lo que sentía.
La mujer prosiguió con tono amargo:
—¡Esto no es justo... ni razonable! Sería diferente si entre ella y usted existiera algo. Pero yo sé muy bien que no hay nada.
Como si se cogiera a un clavo ardiente, Harold sugirió:
—Diga eso a todos, por lo menos... Me parece muy bien.
—Sí; sólo falta que nos crean. Ya sabe cómo es la gente de aquí.
Así era, pensó lúgubremente Harold. Para una mente continental no había duda de que debía existir una relación culpable entre Elsie y él. Y las negativas de la señora Rice serían consideradas como un intento desesperado de salvar a su hija.
El joven comentó con tristeza:
—Es verdad; no estamos en Inglaterra. Mala suerte.
—¡Ah! —la señora Rice levantó la cabeza—. Es cierto... no estamos en Inglaterra. Tal vez pudiera hacerse algo...
—¿Sí? —preguntó ávidamente Harold.
La mujer inquirió de pronto:
—¿Cuánto dinero tiene aquí?
—No mucho. Pero puedo telegrafiar para que me manden más, desde luego.
—Vamos a necesitar una gran suma. Pero creo que vale la pena intentarlo.
—¿Qué se propone? —dijo Harold, sintiendo que su ánimo cobraba nuevas fuerzas.
La señora Rice habló con decisión:
—No tenemos ninguna posibilidad de ocultar esta muerte valiéndonos de nuestros propios medios; mas creo que existe, por lo menos una, de que podamos hacerlo «oficialmente».
—¿Lo cree usted así? —Harold abrigaba una leve esperanza, aunque en el fondo no creía en todo aquello.
—Sí; por una parte, el gerente del hotel estará a nuestro lado. Le interesará que no trascienda el asunto. Opino que en estos apartados países balcánicos se puede sobornar a todo el mundo...
Harold replicó pensativamente:
—Pues tal vez tenga usted razón.
La señora Rice prosiguió:
—Por fortuna, no creo que ningún huésped del hotel oyera lo que sucedió.
—¿Quién ocupa la habitación contigua a la de Elsie, frente a la de usted?
—Las dos señoras polacas. No oyeron nada, pues de otra forma hubieran salido al pasillo. Philip llegó a una hora avanzada y nadie le vio, excepto el portero nocturno. Creo Harold, que nos será posible hacer pasar inadvertido el asunto y conseguir un certificado de que Philip murió por causas naturales. Todo es cuestión de elevar la cifra suficientemente... y de encontrar el hombre apropiado, que seguramente será el jefe de policía.
Harold sonrió.
—Eso parece una ópera cómica, ¿verdad? Bueno, después de todo, no tenemos más remedio que intentarlo.
La señora Rice era la energía personificada. Primero llamó al gerente. Harold permaneció en su habitación, apartado de todo aquello. Había convenido con la señora Rice que sería mejor presentar el asunto como una riña entre marido y mujer. La juventud y belleza de Elsie se granjearían más simpatías.
A la mañana siguiente llegaron al hotel varios agentes de policía que fueron conducidos a la habitación de la señora Rice. No salieron de allí hasta el mediodía. Harold telegrafió pidiendo dinero, si bien no tomó parte en los procedimientos que se seguían, ya que de todos modos no hubiera podido hacerlo, pues ninguno de aquellos personajes oficiales hablaba inglés.
A las doce, la señora Rice entró en la habitación del joven. Estaba pálida y parecía cansada, pero el alivio que se reflejaba en su cara hacía inútil toda explicación.
—Ha surtido efecto —dijo simplemente.
—¡Gracias a Dios! ¡Es usted maravillosa! ¡Parece increíble!
La mujer contestó:
—Por la facilidad con que se desarrolló, le hubiera parecido que nada de lo sucedido era anormal. Prácticamente, todos tendieron la mano a la primera insinuación. En realidad... es algo desagradable.
Harold dijo con sequedad
—No es éste el momento de discutir sobre la corrupción de los funcionarios públicos. ¿Cuánto ha sido?
—La tarifa es bastante elevada.
Leyó las cantidades que traían anotadas en un papel:
El jefe de policía.
El comisario.
El agente.
El médico.
El gerente.
El portero nocturno.
Harold se limitó a comentar:
—El portero nocturno no ha sacado mucho, ¿verdad? Supongo que sólo será cuestión de taparle la boca.
La señora Rice explicó:
—El gerente estipuló que la muerte no ocurrió en el hotel. La relación oficial de los hechos será que Philip sufrió un ataque al corazón cuando venía en el tren. Salió al pasillo para respirar un poco de aire... y ya sabe usted cuántas veces no se cierran bien las portezuelas del tren. Se apoyó en una y cayó a la vía. ¡Hay que ver de lo que es capaz la policía cuando quiere!
—Bueno —dijo Harold—. Gracias a Dios, nuestra policía no es de esa clase.
Y con una disposición de ánimo muy británico bajó al comedor.
Después de comer, Harold se reunía habitualmente con la señora Rice y su hija para tomar café. Decidió no introducir ningún cambio en esta costumbre.
Era la primera vez que veía a Elsie después de lo ocurrido la noche anterior. Estaba muy pálida y se notaba que todavía se encontraba bajo los efectos de la fuerte impresión, haciendo comentarios vulgares sobre el tiempo y el paisaje.
La conversación recayó sobre un nuevo huésped que acababa de llegar, cuya nacionalidad trataron de conjeturar. Harold opinaba que un bigote como aquél sólo podía ser francés. Elsie decía que era alemán, y la señora Rice creía que era español.
No había nadie más que ellos en la terraza, a excepción de las dos polacas, que estaban sentadas en uno de los extremos, haciendo ganchillo.
Como siempre que las veía, Harold sintió que un extraño estremecimiento de aprensión pasaba por él. Aquellas caras inexpresivas; aquellas narices aguileñas; aquellas manos que parecían garras...
Un «botones» se acercó y dijo que buscaban a la señora Rice. La mujer se levantó y lo siguió. Los dos jóvenes vieron cómo al llegar a la puerta del hotel saludaba a un policía de uniforme.
Elsie contuvo la respiración.
—¿Cree usted... que algo habrá salido mal?
Harold se apresuró a tranquilizarla.
—No; no creo que haya pasado nada.
Pero en su interior sintió un súbito acceso de miedo.
—¡Su madre está llevando el asunto maravillosamente!
—Ya lo sé. Mamá es una gran luchadora. Nunca admite la derrota —Elsie se estremeció—. Pero esto ha sido horrible, ¿verdad?
—Vamos; no tratemos más de ello. Ya pasó todo.
Elsie dijo en voz baja:
—Yo no puedo olvidar... que lo maté.
Harold replicó apresuradamente:
—No debe pensar en eso. Fue un accidente y usted lo sabe.
La cara de la joven adoptó una expresión ligeramente más serena. Harold añadió:
—Y de todas formas, ya pasó todo. El pasado es el pasado. Trate de no pensar más en ello.
La señora Rice volvió en aquel instante. Por el aspecto de su cara, los dos jóvenes vieron que todo iba bien.
—Me ha dado un susto atroz —dijo la mujer con tono jovial—. Pero sólo se trataba de una formalidad que debía cumplirse con los documentos. Todo va perfectamente, hijos míos. No hay nada que temer. Creo que debíamos pedir unas copas de licor para celebrarlo.
Pidieron las copas y cuando se las sirvieron, cada uno levantó la suya.
—Por el futuro —brindó la señora Rice.
Harold dirigió una sonrisa a Elsie y propuso:
—iPor su felicidad!
Ella sonrió a su vez y replicó:
—¡Y por usted... porque tenga muchos éxitos! Estoy segura de que llegará a ser un hombre eminente.
Se sentían alegres, casi aturdidos; era la reacción natural después del miedo pasado. ¡Las sombras habían desaparecido! Todo iba bien.
Las dos mujeres que estaban al otro lado de la terraza se levantaron. Enrollaron cuidadosamente su labor y luego se encaminaron hacia donde se sentaban los otros tres.
Hicieron unas ligeras reverencias y tomaron asiento al lado de la señora Rice. Una de ellas empezó a hablar y la otra fijó sus ojos en los dos jóvenes. En sus labios campeaba una ligera sonrisa que, según pensó Harold, no tenía nada de agradable.
El muchacho miró a la señora Rice, quien estaba escuchando a la otra hermana, y aunque él no entendía una palabra de lo que estaban diciendo, la cara de la oyente era lo bastante expresiva como para no dejar lugar a dudas. Toda la angustia y desesperación de antes se reflejaban en ella de nuevo. La mujer escuchaba y de vez en cuando contestaba con una breve palabra.
Al cabo de un rato, las dos hermanas se levantaron y después de inclinarse levemente, entraron en el hotel.
Harold preguntó con voz ronca:
—¿Qué ocurre?
La señora Rice contestó con tono monótono y desesperado:
—Esas dos mujeres nos amenazan con un chantaje. Anoche lo oyeron todo. Y ahora que hemos tratado de ocultar lo sucedido, todavía se pone peor la cosa...
Harold Waring se hallaba junto al lago. Había paseado febrilmente durante una hora, procurando con aquel esfuerzo físico acallar el clamor de desesperación que sentía.
Llegó por fin al lugar donde vio por primera vez a las dos lúgubres mujeres que tenían bajo sus pies la vida de él y de Elsie.
En voz alta, exclamó:
—¡Malditas sean! ¡Malditas sean esas arpías!
Una ligera tosecilla le hizo dar la vuelta. Se encontró frente al extranjero del bigote exuberante, que en aquel momento salía de entre los pinos.
Harold no supo qué decir. Aquel hombrecillo seguramente oyó la exclamación.
Con tono que le pareció ridículo, dijo:
—Oh... ejem... buenas tardes.
El otro contestó en perfecto inglés:
—Temo que para usted no serán muy buenas.
—Pues... yo... —Harold se turbó otra vez.
—Creo que se encuentra usted en un atolladero, monsieur. ¿Puedo ayudarle en algo?
—No; gracias; muchas gracias. Sólo me estaba desahogando un poco.
El extranjero replicó suavemente:
—No obstante, creo que puedo ayudarle. ¿Estoy en lo cierto al suponer que sus preocupaciones están relacionadas con las dos señoras que en este instante se encuentran en la terraza?
Harold lo miró con fijeza.
—¿Sabe usted algo de ellas? Y a todo esto, ¿quién es usted?
Como si confesara pertenecer a una ascendencia principesca, el hombrecillo anunció:
—Yo soy Hércules Poirot. ¿Podríamos adentrarnos un poco en el bosque? Cuénteme entretanto lo que le ocurre. Como le dije, creo que puedo ayudarle.
Harold no estaba todavía seguro de qué fue lo que le hizo confiar repentinamente en un hombre a quien acababa de conocer hacía unos pocos minutos. Tal vez fue la excesiva tensión que le dominaba. Pero, sea como fuere, ocurrió. Relató a Poirot toda la historia.
El detective escuchó en silencio y en una o dos ocasiones asintió gravemente. Cuando Harold calló, Poirot comentó vagamente:
—Los pájaros de Estinfalia, de férreos picos, que se alimentaban de carne humana y habitaban junto al lago... Sí; todo coincide exactamente.
—Perdón, ¿qué decía? —preguntó Harold, intrigado.
Quizá, pensó, aquel estrambótico hombrecillo estaba loco de remate.
Hércules Poirot sonrió.
—Estaba reflexionando. Tengo mi propio sistema de ver las cosas. Y por lo que se refiere a este punto, me parece que se encuentra usted en una situación bastante desagradable.
Harold replicó con impaciencia:
—¡Eso no es menester que usted lo diga!
El detective prosiguió:
—El chantaje es un asunto muy serio. Esas arpías le forzarán a pagar... y pagar... y pagará otra vez. Y si acaso las desafiara... bueno, ¿qué pasaría?
El joven comentó con amargura:
—Todo se descubriría. Arruinarían mi carrera, y una pobre chica que nunca hizo mal a nadie, se vería envuelta en este asunto infernal. Sólo Dios sabe cuál sería el final de todo ello.
—Por lo tanto —dijo Poirot—, debemos hacer algo.
Harold preguntó con malos modos:
—¿Qué?
Hércules Poirot inclinó hacia atrás la cabeza y casi cerró los ojos cuando habló, las dudas acerca de su buen estado mental cruzaron de nuevo por el pensamiento de Harold.
—Es el momento de utilizar las castañuelas de bronce.
—¿Está usted loco? —dijo el joven.
—
Mais non
! Sólo hago lo posible para seguir el ejemplo de mi gran predecesor Hércules. Tenga paciencia durante unas pocas horas, amigo mío. Mañana me encontraré en situación de poder librarle de sus perseguidoras.
Cuando Harold bajó a la mañana siguiente, encontró a Hércules Poirot sentado solo en la terraza. A pesar de sus dudas, el joven se había dejado impresionar por las promesas del detective.
Harold se dirigió a él y preguntó con ansiedad:
—¿Qué ha pasado?
Poirot lo miró con ojos brillantes.
—Todo ha salido a pedir de boca.
—¿Qué quiere decir?
—Que todo se aclaró satisfactoriamente.
—¿Pero qué ha ocurrido?
El detective volvió a emplear su tono vago.
—He utilizado las castañuelas de bronce. O mejor dicho, expresándome en términos modernos, he hecho que vibraran los hilos metálicos... En resumen, utilicé el telégrafo. Sus pájaros de Estinfalia, monsieur, han sido puestos donde no podrán perjudicar a nadie durante algún tiempo.