Hizo una reverencia y salió de la habitación. Sir George exclamó:
—Bueno, en mi vida vi desfachatez semejante...
Pero Edward Ferrier, sonriendo todavía, dijo:
—Fue un cumplido.
Cuando bajaba la escalera, Hércules Poirot se vio detenido por una mujer alta, de cabellos rubios.
—Haga el favor de pasar a este saloncito, señor Poirot.
El detective se inclinó ligeramente y la siguió:
Ella cerró la puerta, le indicó una silla y le ofreció un cigarrillo. Luego tomó asiento frente a Poirot.
—Acaba usted de ver a mi marido —dijo sosegadamente—, y le ha contado... lo de mi padre.
Poirot la miró con atención. Era una mujer de alta estatura, todavía hermosa, en cuya cara se reflejaba un carácter resuelto y una inteligencia muy despierta. La señora Ferrier era una figura popular. Como esposa del primer ministro era natural que recayera sobre ella gran parte de la popularidad de su marido. Pero como hija de John Hammet, su popularidad era todavía mayor. Dagmar Ferrier representaba el ideal popular del sexo femenino inglés.
Era una esposa adicta, una madre amante, que compartía la afición de su marido por la vida campestre. Se interesaba solamente en aquellos aspectos de la vida pública que, por lo general, se estiman como esferas apropiadas para la actividad femenina. Vestía bien, pero nunca con ostentación. La mayor parte de su tiempo estaba dedicada a practicar la caridad en gran escala. Había inaugurado organizaciones especiales para socorrer a las esposas de los obreros sin trabajo. La nación entera se interesaba por ella y era uno de los principales medios positivos con que contaba el Partido.
—Debe estar usted terriblemente alarmada, señora —le dijo Hércules Poirot.
—Lo estoy... y no sabe usted cuánto. Durante años estuve temiendo... que ocurriera algo.
—¿No tiene usted idea de lo que sucede actualmente?
Ella sacudió la cabeza.
—No... ni la más mínima idea. Sólo sé que mi padre no ha sido... lo que todos suponían. Desde que era una niña, ya me di cuenta de que era... un farsante.
Su voz era profunda y de tono amargo.
—Edward se casó conmigo... y ahora lo perderá todo —dijo.
Poirot preguntó tranquilamente:
—¿Tiene usted enemigos, señora?
Ella lo miró sorprendida.
—¿Enemigos? No lo creo.
El detective comentó con aspecto pensativo:
—Yo creo que los tiene...
Y luego prosiguió:
—¿Tendrá usted valor, señora? Se prepara una gran campaña contra su marido y contra usted misma. Debe estar dispuesta a defenderse.
—Pero lo mío no importa. ¡Es solamente por Edward! —exclamó ella.
—El uno incluye al otro, señora. Recuerde que es usted la mujer del César.
Vio cómo la mujer palidecía y se inclinaba hacia delante para preguntar:
—¿Qué es lo que pretende decirme?
Percy Perry, el editor del
X-ray News
, estaba sentado ante su mesa de trabajo.
Era bajito y tenía cara de comadreja.
Con voz suave y untuosa estaba diciendo en aquel momento:
—Les vamos a sacar todos los trapos sucios. ¡Estupendo, estupendo!
Su segundo, un joven flaco que usaba gafas, preguntó intranquilo:
—¿No está usted nervioso?
—¿Por si emplean métodos violentos? Ellos no son de ésos. No tienen suficiente carácter. Y si lo hicieran no les aprovecharía de nada. Es imposible, dada la forma con que lo hemos preparado todo, tanto aquí como en el Continente y en América.
El otro contestó:
—Deben encontrarse en un buen apuro. ¿No cree que intentarán algo?
—Mandarán a alguien para que parlamente...
Sonó un zumbador y Percy Perry cogió el auricular.
—¿Quién ha dicho? —preguntó—. Está bien; hágalo pasar.
Dejó el auricular e hizo una mueca.
—Han contratado a ese polizonte belga. Vendrá para llevar a cabo su parte en el programa. Querrá saber si estamos dispuestos a negociar.
Hércules Poirot entró en el despacho. Iba elegantemente vestido y llevaba una camelia blanca en el ojal.
—Encantado de conocerlo, señor Poirot —dijo Percy Perry—. ¿Va usted al Royal Enclosure de Ascot? ¿No? Perdone, me equivoqué.
—Me lisonja usted —contestó el detective—. Sólo pretendo tener un buen aspecto. Eso tiene mayor importancia —paseó la mirada por la cara del editor y su desaliñado traje— cuando uno tiene pocas ventajas naturales.
Perry preguntó con sequedad:
—¿Para qué quería verme?
Poirot se inclinó hacia delante, se dio un golpe en la rodilla y dijo con alegre sonrisa:
—Chantaje.
—¿Qué diablos quiere decir? ¿Chantaje?
—He oído... me lo ha contado un pajarito... que en ocasiones ha estado usted a punto de publicar ciertas manifestaciones verdaderamente perjudiciales en su
spirituel
periódico... aunque luego se ha producido un pequeño incremento en el saldo de su cuenta corriente y... al final no llegaron a publicarse tales manifestaciones.
Poirot se recostó en su asiento y movió la cabeza, como satisfecho por lo que acababa de decir.
—¿Se da usted cuenta de que lo que ha insinuado representa una calumnia?
Poirot sonrió con aire de seguridad.
—Estoy seguro de que usted no se ofenderá por ello.
—¡Claro que me ofendo! Y respecto al chantaje, no existe ninguna prueba de que lo haya practicado con nadie.
— No, no. Estoy seguro de ello. No me ha comprendido. No lo estoy amenazando. Quería tan sólo llegar a una simple pregunta. ¿Cuánto?
—¡No sé de qué me está usted hablando! —replicó Percy Perry.
—Un asunto de importancia nacional, señor Perry.
Cambiaron una expresiva mirada.
—Soy un reformador, señor Poirot —dijo el editor—. Quiero aclarar la política de este país. Me opongo a toda corrupción. ¿Conoce usted el estado actual de la política? Exactamente igual que los establos de Augías.
—¡Caramba! —exclamó Hércules Poirot—. También usa usted la misma frase.
—Y lo que hace falta —prosiguió Perry— para limpiar esos establos es la corriente impetuosa y purificadera de la opinión pública.
El detective se levantó.
—Aplaudo sus sentimientos —dijo.
Y añadió:
—Es una lástima que no necesite usted dinero.
Percy Perry contestó con rapidez:
—Oiga, espere un momento. Yo no dije eso exactamente.
Pero Poirot había salido ya.
En vista de los hechos que sucedieron después, su pretexto para obrar así, según dijo, fue que no le gustaban los chantajistas.
Everitt Dashwood, el joven y alegre miembro de la redacción del periódico The Branch, golpeó afectuosamente la espalda de Hércules Poirot.
—Hay varias clases de basura, amigo mío —dijo—. La mía es basura limpia.
—No le estaba insinuando que fuera igual a la de Percy Perry.
—Ése es un condenado chupóptero. Una mancha en nuestra profesión. Si pudiéramos ya lo habríamos hundido.
—Pues sucede —explicó Poirot— que en este momento me encargo de un pequeño asunto consistente en aclarar un escándalo político.
—Quiere limpiar los establos de Augías, ¿eh? —le dijo Dashwood—. Demasiado pesado para usted. La única forma de hacerlo sería desviando el Támesis para que se llevara por delante el Parlamento.
—Es usted un cínico —repitió Poirot moviendo la cabeza.
—Conozco el mundo; ni más ni menos.
—Creo que es usted el hombre que necesito —dijo el detective—. Es atrevido, tiene espíritu deportivo y le gustan las cosas que se salgan de lo corriente.
—¿Y suponiendo que así sea...?
—Quiero poner en práctica un plan que tengo en la imaginación. Si es cierto lo que me figuro, existe una conjura que debemos desbaratar. Y todo ello, amigo mío, constituirá otra noticia que su periódico publicará antes que ningún otro.
—De acuerdo —dijo alegremente Dashwood.
—Estará relacionado con un grosero complot que fraguan contra una mujer.
—Mejor que mejor. Estas cosas de mujeres siempre interesan a la gente.
—Entonces, siéntese y escuche.
La gente hablaba.
En el bar de «El Ganso y las Plumas» de Little Winpliton.
—Bueno; pues yo no lo creo. John Hammet fue siempre un hombre honrado; no faltaba más. Ya quisieran parecérsele muchos de esos politicastros que andan por ahí.
—Eso es lo que siempre se dice de los estafadores antes de ser descubiertos.
—Cuentan que hizo miles de libras con el asunto del petróleo de Palestina. Un negocio de los más sucios.
—Todos ellos están cortados con el mismo patrón. No son ni más ni menos que unos asquerosos bribones.
—Everhard nunca haría eso. Pertenece a los de la vieja escuela.
—Está bien; pero no creo que John Hammet sea lo que dicen. Si fueras a creer todo lo que ponen los periódicos...
—La mujer de Ferrier es hija suya. ¿Has oído lo que cuentan de ella?
Todos se inclinaron sobre un sobado ejemplar del
X-ray News
.
«¿La mujer del César? Hemos oído que cierta dama relacionada con las más altas esferas políticas fue vista el otro día en un ambiente verdaderamente extraño. Y acompañada por su
gigolo
. ¡Oh, Dagmar, Dagmar! ¿Cómo puedes ser tan picarona?»
Una voz rústica comentó:
—La señora Ferrier no hace esas cosas. ¿
Gigolo
? Uno de esos desvergonzados
dagos
[2]
.
Otra voz replicó:
—No te fíes nunca de las mujeres. Si quieres que te diga la verdad creo que no hay ni una buena.
La gente hablaba.
—Mira, querida: yo creo que es absolutamente cierto. A Noemi se lo dijo Paul, y éste oyó cómo lo contaba Andy. Es una depravada.
—Pero si siempre fue tan normal y nunca salió de casa a no ser que tuviera que inaugurar alguna tómbola benéfica...
—Simple
camuflaje
, querida. Es ninfomaníaca... Bueno; ya sabes, eso es lo que dice el
X-ray News
. ¡Claro que no lo pone con todas las palabras! Pero lo puedes leer entre líneas. No sé cómo se enteraron de esas cosas.
—¿Y qué me dices del escándalo público que dejan entrever? Aseguran que su padre malversó los fondos del Partido.
La gente hablaba.
—No me gusta pensar en ello, se lo aseguro, señora Rogers. Pues ya ve usted, siempre pensé que la señora Ferrier era una mujer que sabía lo que se hacía.
—¿Cree usted que todas esas atrocidades son verdad?
—Como le dije antes, no me gusta pensar eso de ella. ¿Quién lo iba a imaginar? Si hace tan sólo unos meses, en junio, inauguró una tómbola en Pelchester. Y estuve tan cerca de ella como lo estoy ahora de ese sofá. Tenía una Sonrisa tan agradable...
—Sí; pero yo digo que cuando el río suena...
—Desde luego, eso es verdad. ¡Dios mío!, parece como si no pudiera fiarse una de nadie.
Edward Ferrier, con la cara pálida y tensa, se dirigió a Poirot.
—¡Esos ataques a mi mujer... son obscenos... absolutamente obscenos! Voy a entablar una demanda contra ese vil periodicucho.
—Yo no le aconsejaría eso —observó Poirot.
—Pero convendrá conmigo en que esas condenadas mentiras deben acabar.
—¿Está usted seguro de que son mentiras?
—¡Maldita sea! ¡Sí!
Con la cabeza ligeramente ladeada, Poirot preguntó:
—¿Y qué dice su esposa?
Por un momento Ferrier pareció desconcertarse.
—Ella opina que lo mejor es no darse por enterados... Pero yo no puedo hacerlo. Todo el mundo habla...
—Sí; todo el mundo habla —replicó el detective.
Y entonces apareció la lacónica noticia en todos los periódicos.
«La señora Ferrier sufre una ligera depresión nerviosa y ha salido para Escocia con el fin de descansar.»
Conjeturas, rumores... informes fidedignos de que la señora Ferrier no estaba en Escocia; de que nunca estuvo allí.
Historias escandalosas acerca del verdadero paradero de la señora Ferrier.
Y la gente habló de nuevo.
—Te digo que Andy la vio. ¡En ese lugar tan indecente! Estaba borracha o había tomado drogas. La acompañaba Ramón... ese antipático
gigolo
argentino. ¡Ya ves!
Y más habladurías.
La señora Ferrier se había ido al extranjero con un bailarín argentino. La habían visto en París, atiborrada de drogas. Las tomaba desde hacía muchos años y bebía como un pez.
Lentamente, la recta mente inglesa, al principio incrédula, fue tomando una actitud condenatoria contra la señora Ferrier. Al fin y al cabo, parecía como si hubiera algo de cierto en todo lo que se decía. Aquélla no era la clase de mujer apropiada para ser la esposa del primer ministro. «¡Una Jezabel; ni más ni menos que una Jezabel!»
Y luego llegaron las fotografías.
La señora Ferrier, en París... en un club nocturno, recostada y con un brazo posado familiarmente sobre el hombro de un joven moreno, de tez oscura y aspecto depravado.
Y en otras circunstancias, medio desnuda en una playa, con la cabeza reclinada en el hombro de aquel lagarto de salón.
Debajo de la «foto»:
«La señora Ferrier se divierte...»
Dos días después se presentó una demanda de difamación contra el
X-ray News
.
Sir Mortimer Inglewood, abogado de la Corona, inició el caso por la parte demandante. El aspecto del abogado era grave y parecía poseído de virtuosa indignación. La conjura sólo igualable al famoso caso del Collar de la Reina, familiar a los lectores de Alejandro Dumas. El complot imaginado para difamar a la reina María Antonieta ante los ojos del populacho. Y esa conjura había sido tramada de nuevo para desacreditar a una noble y virtuosa señora que ocupaba en el país la posición de la mujer del César. Sir Mortimer habló con amargo menosprecio de fascistas y comunistas, pues ambos trataban de minar las democracias con toda clase de maquinaciones. Luego llamó a sus testigos.
El primero fue el obispo de Northumbria.
El doctor Henderson era una de las más conocidas figuras de la Iglesia anglicana; un hombre de gran piedad e integridad de carácter. Tenía amplio criterio; era tolerante y pasaba por ser un gran predicador. Todos los que lo conocían sentían por él profundo respeto y cariño.