—¡Estupendo! Todo progresa satisfactoriamente; la felicito por la labor que ha hecho. Todo está preparado ahora para la fiesta de otoño.
—Señorita Carnaby... Un momento, por favor.
El señor Cole agarró por el brazo a la mujer. Tenía los ojos brillantes y febriles.
—He tenido una visión... una visión extraordinaria. Debo contársela.
La señorita Carnaby suspiró. Temía al señor Cole y a sus visiones. Había momentos en que decididamente creía que estaba loco.
En ocasiones, el relato de aquellas visiones la desconcertaba. Hacían pensar en varios pasajes algo crudos de aquel moderno libro alemán sobre el subconsciente que leyera poco antes de ir a Devon.
El señor Cole, con ojos relucientes y temblorosos labios, empezó su narración.
—Estaba yo meditando... reflexionaba sobre la plenitud de la «Vida»; sobre el supremo júbilo de la «Unidad»... cuando mis ojos fueron abiertos... y «vi».
La señorita Carnaby se resignó, esperando que el señor Cole no hubiera visto lo mismo que en la ocasión anterior que, al parecer, fue una ceremonia matrimonial en la antigua Sumeria, entre un dios y una diosa.
—Vi... —el señor Cole se inclinó sobre ella, respirando fuerte, y con ojos que parecían los de un loco— al Profeta Elías, que descendía del cielo montado en un carro de fuego.
La mujer suspiró, aliviada. Si se trataba de Elías no estaba mal; no tenía nada que objetar.
—Debajo —continuó el señor Cole— estaban los altares de Baal; cientos y cientos de ellos. Una voz me gritó: «Mira, escribe y testifica lo que verás...»
Se detuvo y su oyente murmuró cortésmente:
—¿De veras?
—Sobre los altares estaban las víctimas; atadas, indefensas, esperando el cuchillo del sacrificio. Vírgenes... cientos de vírgenes... jóvenes y hermosas vírgenes...
El señor Cole chasqueó los labios y la señorita Carnaby enrojeció.
—Luego llegaron los cuervos; los cuervos de Odín, volando desde el Norte. Se encontraron con los cuervos de Elías y juntos describieron círculos en los cielos. Después se lanzaron sobre las víctimas y les sacaron los ojos... y entonces fue el gemir y el rechinar de dientes. Y la voz exclamó: «¡Cumplid el sacrificio... pues en este día Jehová y Odín firmarán con sangre su hermandad!» Los sacerdotes cayeron sobre las víctimas, levantaron los cuchillos... y las mutilaron...
La señorita Carnaby trató desesperadamente de apartarse de su atormentador, cuya boca, en aquel momento, babeaba con fervor sádico.
—Dispénseme.
Abordó apresuradamente a Lipscomb, el guarda que vivía en el pabellón situado en la entrada de las Colinas Verdes y que en aquellos instantes acertaba a pasar por allí.
—¿Por casualidad no se habrá encontrado un broche que perdí? —le preguntó ella—. Debió caérseme al suelo.
Lipscomb, que se conservaba inmune a la dulzura y a la luz de las Colinas Verdes, se limitó a gruñir que él no había visto ningún broche. No tenía la obligación de ir buscando cosas. Trató de sacudirse a la señorita Carnaby pero ella le acompañó, sin cesar de hablar acerca del broche, hasta que puso una prudente distancia entre sí misma y el fervor del señor Cole.
El «Maestro salía entonces del Gran Redil», y animada por su benigna sonrisa, la mujer se aventuró a expresar con palabras lo que tenía en el pensamiento.
—¿No cree que el señor Cole está... está...?
El doctor Andersen le puso una mano en el hombro.
—Deseche todo temor —le respondió—. El amor perfecto aleja el temor...
—Pues yo creo que el señor Cole está loco. Estas visiones que tiene...
—Todavía ve imperfectamente... a través del cristal de su propia naturaleza carnal. Pero llegará un día en que verá espiritualmente... cara a cara.
La señorita Carnaby se avergonzó. Si ponía las cosas así... Sin embargo, tuvo ánimos para hacer una leve protesta.
—¿Por qué ha de ser tan rudo Lipscomb?
El «Maestro» sonrió seráficamente de nuevo.
—Lipscomb es un fiel perro guardián —dijo—. Un alma primitiva y tosca; pero leal... enteramente leal...
Se alejo. La mujer vio cómo se acercaba al señor Cole, se detenía y le ponía una mano en el hombro. Deseó que la influencia del «Maestro» pudiera alterar el alcance de las futuras visiones de aquel demente.
El día antes de la fiesta, por la mañana, la señorita Carnaby se encontró con Hércules Poirot en una pequeña sala de té del soñoliento pueblecito de Newton Woodbury.
La mujer estaba mas sonrojada y aturdida que nunca. Sorbía el té mientras desinflaba un bollo entre sus dedos.
Poirot hizo varias preguntas a las que ella contestó con monosílabos.
—¿Cuántos fieles asistirán al festival? —preguntó por último.
—Creo que ciento veinte. Vendrá Emmeline, desde luego; y el señor Cole... Últimamente se ha portado de una forma rara. Tiene visiones. Me ha descrito varias de ellas... muy curiosas; confío en que no estará mal de la cabeza. Acudirá una gran cantidad de nuevos adeptos... casi veinte.
—Bien. ¿Sabe usted lo que debe hacer?
Hubo una pausa antes de que la señorita Carnaby, con un tono de voz extraña en ella, contestara:
—Recuerdo perfectamente lo que me dijo usted, señor Poirot.
—¡Perfectamente!
Y a continuación, con voz clara y vigorosa, la señorita Carnaby observó:
—Pero no voy a hacer nada de ello.
Hércules Poirot la miró fijamente. Ella se levantó y apresuradamente dijo:
—Me envió usted a espiar al doctor Andersen. Sospechaba de él toda clase de cosas malas. Pero es un hombre maravilloso... un gran «maestro». ¡Creo en él con toda mi alma! Y no estoy dispuesta a espiarle más por su cuenta, señor Poirot. Soy una de las ovejas del «Rebaño». El «Maestro» enseña al mundo la buena nueva y desde ahora le pertenezco por completo. Y no se preocupe en pagar el té que me he tomado. Yo lo pagaré.
Y con este ligero anticlímax, la señorita Carnaby dejó caer sobre la mesa un chelín y tres peniques y salió precipitadamente del establecimiento.
—
Nom d'un nom d'un nom
! —exclamó Hércules Poirot.
La camarera tuvo que dirigirse a él por dos veces antes de que se diera perfecta cuenta de que le estaban presentando la nota. Se encontró con la mirada inquisitiva de un individuo de aspecto rudo que estaba sentado en la mesa de al lado. Poirot se sonrojó, pagó la cuenta, se levantó y salió del salón de té.
Su cerebro trabajaba a toda presión.
Una vez más el «Rebaño» se hallaba congregado en el «Gran Redil». Las preguntas y respuestas de rigor habían sido salmodiadas.
—¿Están preparados para el «Sacramento»?
—Lo estamos.
—Vendaos los ojos y tended el brazo derecho.
El «Gran Pastor», vestido con su magnífica túnica verde, empezó a recorrer las expectantes filas de devotos El visionario y vegetariano señor Cole, situado al lado de la señorita Carnaby, tragó saliva en un éxtasis doloroso cuando la aguja penetró en su carne.
El doctor Andersen se detuvo ante la señorita Carnaby. Sus manos le tocaron el brazo.
—No; no haga eso...
Palabras increíbles... sin precedentes. El ruido de una pelea y un rugido de cólera. Los congregados, uno tras otro, fueron quitándose los pañuelos verdes... y vieron algo inconcebible: el «Gran Maestro» debatiéndose entre los brazos del visionario señor Cole, a quien ayudaba en su tarea otro de los devotos.
Con tono rápido y profesional, el en otros tiempos fanático señor Cole estaba diciendo:
—...y aquí tengo una orden de arresto contra usted. Debo advertirle que cualquier cosa que diga podía ser utilizada como prueba de cargo en su proceso.
En la puerta del «Redil» aparecieron unas figuras... unas figuras vestidas de azul.
Alguien exclamó:
—¡La policía! Se llevan al «Maestro». Se lo llevan...
Todos estaban impresionados... horrorizados. Para ellos, el «Gran Pastor» era un mártir que sufría, como todos los grandes maestros, la ignorancia y la persecución del mundo incrédulo.
Entretanto, el detective inspector Cole envolvía cuidadosamente la jeringuilla hipodérmica que había caído de la mano del doctor Andersen.
—¡Mi valerosa colega!
Poirot estrechó calurosamente la mano de la señorita Carnaby y la presentó al inspector Japp.
—Buen trabajo, señorita Carnaby —dijo el policía—. No hay duda de que no hubiéramos podido hacer nada sin usted.
—¡Pobre de mí! —la mujer se sintió halagada—. Es usted muy amable. Me temo que todo llegó a gustarme. La emoción y el papel que tuve que desempeñar. Algunas veces me sentí arrastrada. Tenía la sensación de que yo era una más de aquellas tontas.
—Ahí es donde estriba su éxito —dijo Japp—. En usted todo es genuino. De no ser así, nada hubiera sido capaz de engañar a ese caballero. Es un bribón muy astuto.
La señorita Carnaby se dirigió a Poirot:
—Pasé un apuro terrible en el salón de té. No sabía qué hacer. Tuve que actuar de improviso.
—Estuvo usted magnífica —dijo Poirot con calor—. Por un momento creía que usted y yo habíamos perdido los sentidos. Pensé, aunque sólo fue durante un instante, que lo decía en serio.
—Tuve un sobresalto mayúsculo —observó la mujer—. Justamente después de haber estado hablando confidencialmente, vi en el espejo que Lipscomb, el guarda del «Santuario», estaba sentado en una mesa detrás de mí. No sé si sería casualidad o si, por el contrario, había venido siguiéndome. Como le he dicho, tenía que actuar de la mejor manera posible en aquel apuro, y confiar en que usted me entendería.
Poirot sonrió.
—La comprendí perfectamente. Sólo había una persona sentada lo bastante cerca de nosotros para que pudiera oír lo que hablábamos; así es que, tan pronto como salí de allí, dispuse lo necesario para que lo siguieran cuando se fuera. Al ver que se dirigía al «Santuario», comprendí que podía confiar en usted y que no me traicionaría; pero sentí temor, porque todo ello incrementaba el peligro que estaba corriendo usted.
—¿Es que... existía realmente ese peligro? ¿Qué es lo que había en la jeringuilla?
—¿Quiere explicarlo usted o lo hago yo? —le preguntó Japp a Poirot.
—Señorita —dijo gravemente el detective—, ese doctor Andersen había perfeccionado un plan para explotar a las mujeres y asesinarlas... de una forma científica. La mayor parte de su vida se dedicó a las investigaciones bacteriológicas. Bajo diferente nombre posee un laboratorio químico en Sheffield y allí produce cultivos de varios bacilos. Durante las fiestas, inyectaba a sus seguidores una pequeña, pero suficiente dosis de «Cannabis indica», conocida también con el nombre de «Hashish» o «Bhang». Es una droga que produce ilusiones de grandeza y grato placer, lo cual hacía que sus devotos le fueran adictos en alto grado. Esos eran los goces espirituales que él les prometía.
—Muy interesante —opinó la señorita Carnaby—. Una sensación verdaderamente interesante.
Hércules Poirot asintió.
—Así era, en términos generales, su forma de actuar... Una personalidad dominante; facultad de producir histerismo colectivo en la gente y aprovecharse de las reacciones producidas por la droga. Pero en el fondo tenía otro propósito.
»Las mujeres sin parientes próximos —continuó—, agradecidas y fervorosas, hacían testamento dejando todo su dinero para atender el culto de la nueva religión. Una tras otra, esas mujeres morían. Morían en sus propios domicilios y, aparentemente, por causas naturales. Sin ser demasiado técnico, trataré de explicarlo. Es posible hacer cultivos intensivos de ciertas bacterias. El bacilo
colin momunis
, que causa la colitis ulcerativa, por completo. El del tifus también puede incluirse en el sistema, así como el neumococo. Existe, además, lo que se llama «antigua tuberculina», que es inofensiva para una persona sana, pero que estimula y hace reproducir cualquier lesión pulmonar antigua. ¿Se da usted cuenta de la inteligencia de ese individuo? Las defunciones ocurrirían en diferentes partes del país; diferentes médicos atenderían a las enfermas, sin peligro de levantar sospechas. Me imagino que, además, cultivaba una sustancia que tiene la propiedad de retrasar e intensificar la acción de los bacilos escogidos.
—¡Es un desalmado de la peor especie! —exclamó el Inspector Japp.
Poirot prosiguió:
—Siguiendo mis órdenes, usted le contó que durante años había sufrido de una lesión pulmonar. En la jeringuilla se encontraron bacilos de «antigua tuberculina», cuando Cole arrestó al doctor Andersen. Como usted disfruta de buena salud, los microbios no le hubieran perjudicado en nada. Por eso insistí en que hiciera patente su antigua lesión pulmonar. Sin embargo, me aterrorizaba el pensar que pudiera escoger cualquier otro germen; pero respeté su valor y tuve que dejarla correr ese riesgo.
—¡Oh! De eso no hay que hablar —replicó animosamente la señorita Carnaby—. No me importa correr uno que otro. Sólo me asustan los toros desmandados y cosas por el estilo. Pero ¿tienen ustedes bastantes pruebas para condenar a ese malvado?
Japp gesticuló.
—Gran cantidad de ellas —dijo—. Tenemos un laboratorio, los cultivos y todo lo que empleaba en su negocio.
—Es posible, según creo —intervino Poirot—, que haya cometido una larga serie de asesinatos. Yo diría que no le expulsaron de la Universidad alemana porque su madre fuera judía. Eso sólo fue una bonita historia para entrar en este país y ganar simpatías. En realidad, creo que es de pura raza aria.
La señorita Carnaby suspiró.
—¿En qué ha estado pensando? —preguntó Poirot.
—Estaba pensando —replicó ella— en un maravilloso sueño que tuve durante la primera fiesta... supongo que sería el
hashish
. ¡De qué forma tan magnífica arreglé el mundo! Sin guerras, sin pobreza, sin enfermedades, sin fealdad...
—Debió de ser un sueño estupendo —dijo Japp con envidia.
La señorita Carnaby se levantó de un salto.
—Debo irme a casa —atajó—. Emily estará impaciente. Y me he enterado de que el pobrecito
Augusto
me ha echado mucho de menos.
Hércules Poirot observó, mientras sonreía:
—Tal vez temía que, como hace él, fuera usted a «morir por Hércules Poirot».
Hércules Poirot contempló al hombre que se sentaba tras la gran mesa de caoba. Reparó en las espesas cejas, en la boca de línea vulgar, en la barbilla de trazo agresivo y en los penetrantes ojos de visionario. Mirándolo se dio cuenta de por qué Emery Power se había convertido en una potencia financiera.