Los trabajos de Hércules (13 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Los trabajos de Hércules
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Al dar la vuelta a una esquina casi se dio de bruces con uno de los tres jugadores de cartas. Era el de la cara redonda y ojos pálidos. Miró a Poirot con aquellos ojos que carecían de toda expresión. Solamente los labios se contrajeron un poco, mostrando los dientes como un caballo resabiado.

El detective pasó por su lado y continuó el paseo. Ante sí vio una figura... la elevada y airosa figura de la señora Grandier.

Poirot apresuró el paso y se sintió al lado de la aparecida.

—Este accidente del funicular ha sido una contrariedad —Comentó—. Espero, señora, que no le habrá causado ningún perjuicio.

—Me tiene sin cuidado tal cosa —replicó ella.

Tenía una voz profunda, de contralto. No miró a Poirot. Dio la vuelta y entró en el hotel por una puertecilla lateral.

5

Hércules Poirot se acostó temprano. Pero pasada la medianoche algo le despertó.

Alguien estaba manipulando en la cerradura de la puerta.

Se sentó en la cama y encendió la luz. Y en aquel momento cedió la cerradura y la puerta se abrió de par en par. Tres hombres aparecieron en el umbral; los tres jugadores de cartas. Estaban algo embriagados, según pensó Poirot. Sus caras tenían una expresión atontada, aunque malévola. Vio el brillo de una navaja de afeitar.

El más corpulento de los tres avanzó y con un gruñido dijo:

—¡Aquí tenemos a este puerco detective!

Prorrumpió en un torrente de obscenidades. Los tres avanzaron resueltamente hacia la indefensa figura sentada en la cama.

—Vamos a trincharlo, muchachos. Le acuchillaremos la cara al señor detective. No será el primero esta noche.

Y entonces, impresionante, con vigoroso acento trasatlántico, una voz ordenó:

—¡Arriba esas zarpas!

Los tres dieron la vuelta. Schwartz, vestido con un pijama rayado, de vivos colores, estaba en el umbral. En la mano llevaba una automática.

—Manos arriba, pollos. Cuidado, que no suelo fallar ningún tiro.

Apretó el gatillo y una bala pasó silbando junto a la oreja del gordo, yendo a enterrarse en el marco de la ventana.

Tres pares de manos se levantaron apresuradamente.

—¿Permite que le moleste, señor Poirot? —preguntó Schwartz.

Poirot saltó rápidamente de la cama. Recogió las relucientes armas y pasó las manos sobre el cuerpo de los tres hombres para asegurarse de que no llevaban encima ninguna más.

—¡De frente, marchen! —dijo Schwartz—. Hay un buen armario al final del pasillo. No tiene ventana alguna y es justamente lo que necesitamos.

Condujo su rebaño hasta el armario y lo cerró con llave una vez que hizo entrar a los tres individuos. Cuando volvió se dirigió a Poirot con voz atiplada por la emoción que experimentaba en aquel momento.

—¿Llevaba razón o no...? Sepa usted, señor Poirot, que algunos compadres de Fountain Springs se rieron de mí cuando dije que me iba a llevar una pistola. «¿Adonde crees que vas?», me preguntaron, «¿a la selva?». Bueno; ahora el que ríe soy yo. ¿Vio usted nunca pandilla semejante de rufianes?

—Mi apreciado señor Schwartz —dijo Poirot—, apareció usted en el instante preciso. La cosa pudo haber terminado en drama. He contraído una gran deuda con usted.

—No ha sido nada. ¿Y qué hacemos ahora? Debíamos poner a estos chicos en manos de la policía. Pero eso es precisamente lo que no podemos hacer. Es un problema intrincado. Tal vez lo mejor será consultar ahora con el gerente.

—¿Al gerente? Creo que primero debemos hablar con el camarero; con Gustave, alias inspector Drouet. Sí; el camarero Gustave es en realidad un detective.

Schwartz miró fijamente a Poirot.

—¡Entonces por eso se lo hicieron!

—¿Qué es lo que hicieron y a quién?

—Ese hatajo de bribones lo tenían a usted en el segundo lugar de su lista. Acuchillaron a Gustave.

—¿Qué?

—venga conmigo. El doctor Lutz lo está curando ahora mismo.

La habitación de Drouet era pequeña y estaba situada en el último piso. Vestido con una bata, el doctor Lutz estaba vendando la cara del herido.

Volvió la cabeza cuando entraron los dos.

—¡Ah! Es usted, señor Schwartz. Un trabajo desagradable. ¡Qué carniceros! ¡Qué monstruos más inhumanos!

Drouet no se movía, pero gemía aunque ligeramente.

—¿Está grave? —pregunto el americano.

—No morirá, si a eso es a lo que se refiere. Pero no debe hablar... no se le debe excitar. Le vendé las heridas y no hay peligro de septicemia.

Los tres hombres salieron juntos de la habitación. Schwartz preguntó al detective:

—¿Dijo usted que Gustave pertenece a la policía?

Hércules Poirot asintió.

—¿Y qué hacía aquí, en Rochers Nieges?

—Se le había confiado la misión de atrapar a un peligroso criminal.

Poirot explicó la situación en pocas palabras.

—¿Marrascaud? —preguntó el doctor Lutz—. Leí el asunto en un periódico. Me gustaría mucho encontrarme con ese hombre. Debe padecer una profunda anormalidad. Me interesaría enterarme de cómo fue su infancia.

—Pues yo —dijo Poirot—, me contentaría con saber exactamente dónde está en estos momentos.

—¿Es alguno de los que encerró en el armario? —preguntó el americano.

Poirot contestó con acento dubitativo.

—Es posible... pero no estoy seguro... Tengo una idea...

Calló y miró fijamente la alfombra. Era de color avellana claro y en ella se veían las huellas de un tono rojizo profundo.

—Huellas de pasos —dijo el detective—. Huellas de sangre que, según creo, conducen hacia la parte inhabitada del hotel. Vamos, debemos darnos prisa.

Los demás lo siguieron. Pasaron por unas puertas oscilantes y cruzaron un pasillo oscuro y polvoriento. Dieron vuelta a un recodo, siguiendo todavía las huellas, hasta que llegaron ante una puerta entreabierta.

Poirot la acabó de abrir y entró en la habitación.

Lanzó una exclamación aguda y horrorizada.

El cuarto era un dormitorio. La cama estaba deshecha y encima de una mesa se veía una bandeja con comida.

En medio de la habitación yacía el cuerpo de un hombre. Era de estatura un poco más que mediana y había sido agredido con salvaje e increíble ferocidad. Sus brazos y pecho habían recibido una docena de heridas y le habían machacado la cara hasta casi dejarla hecha una pulpa.

Schwartz lanzó una exclamación medio ahogada y dio la vuelta con aspecto de no encontrarse bien.

Por su parte, el doctor Lutz profirió una interjección en alemán.

—¿Quién es ese individuo? —preguntó Schwartz desmayadamente— ¿Lo conoce alguien?

—Me imagino —dijo Poirot— que fue conocido como Roberto, un camarero bastante inútil...

Lutz se había acercado, inclinándose sobre el cadáver. Con un dedo señaló.

Sobre el pecho del muerto se veía un papel. En él había unas cuantas palabras garrapateadas con tinta.

«Marrascaud no volverá a matar... Ni robará más a sus compañeros.»

El americano exclamó:

—¡Marrascaud? Entonces éste es Marrascaud. ¿Pero qué le trajo a un lugar tan apartado? ¿Y por qué dice usted que se llamaba Roberto?

—Estaba aquí disfrazado de camarero —dijo Poirot—. Y por cierto, fue un camarero bastante malo. Tan malo, que nadie se sorprendió cuando lo despidieron. Pensaron que volvería a Aldermatt, pero nadie lo vio irse.

Lutz comentó con voz lenta y retumbante:

—Y si fue así... ¿Qué cree usted que ocurrió?

—Creo que en esta habitación tenemos el motivo de cierta expresión angustiada que todos hemos visto en la cara del gerente —replicó Poirot—. Marrascaud debió ofrecerle una buena cantidad de dinero para que le permitiera esconderse en la parte deshabitada del hotel...

Y añadió con aspecto pensativo:

—Pero el gerente no las tenía todas consigo.

—¿Y Marrascaud continuó viviendo en esta parte del hotel, sin que lo supiera más que el gerente?

—Así parece. Fue una cosa completamente posible.

—¿Por qué lo mataron? —preguntó el doctor Lutz—. ¿Y quién lo mató?

—Eso es fácil —exclamó Schwartz—. Debía repartir el dinero con los de su banda y no lo hizo. Los traicionó.

Vino aquí, a este lugar retirado, para descansar un poco. Tal vez se imaginó que era el sitio en que menos pensarían sus compañeros; pero se equivocó. De una u otra forma, los otros se enteraron y lo siguieron hasta aquí —con la punta del zapato tocó el cadáver—. Y así... le ajustaron las cuentas.

Hércules Poirot murmuró:

—Sí; no fue la clase de cita en que pensamos.

El doctor Lutz observó con voz irritada:

—Estas especulaciones pueden ser muy interesantes, pero yo estoy preocupado por nuestra posición social. Tenemos un hombre muerto y, además, he de ocuparme de un herido, para lo cual dispongo de muy pocas medicinas. ¡Estamos aislados del mundo! ¿Por cuánto tiempo?

—Puede añadir a los tres asesinos que tenemos encerrados en el armario —apuntó el americano—. Es lo que yo llamo una situación interesante.

—¿Qué haremos? —preguntó Lutz.

—En primer lugar, entrevistarnos con el gerente —dijo Poirot—. No es un criminal, sino un hombre ávido de dinero. Y además, un cobarde. Hará todo lo que le digamos. Mi buen amigo Jacques, o su mujer, nos facilitarán unas cuerdas. Nuestros tres malandrines deben ser puestos donde podamos guardarnos con seguridad hasta el momento en que vengan a ayudarnos. Creo que la automática del señor Schwartz apoyará cualquier decisión que tomemos.

—¿Y yo? —preguntó el doctor Lutz—. ¿Qué hago yo?

—Usted —contestó gravemente Poirot —. Debe hacer cuanto pueda por su paciente. Nosotros vigilaremos sin descanso... y esperaremos. No podemos hacer nada más.

6

Pasaron tres días antes de que, en las primeras horas de la mañana, una pequeña partida de hombres apareció ante el hotel.

Fue Hércules Poirot quien abrió la puerta y los recibió con una versallesca reverencia.

— Bien venido, amigo mío.

El señor Lementeuil, el comisario de policía asió las dos manos de Poirot.

—¡Ah, amigo mío; qué alegría me da verlo de nuevo! ¡Qué cosa más estupenda y qué emociones habrá experimentado!... Y nosotros abajo; ansiosos, llenos de temor... sin saber nada; temiéndolo todo. Sin radio ni otro medio de comunicación. El heliógrafo fue un destello brillante de su ingenio.

—No, no —Poirot procuró aparentar modestia—. Al fin y al cabo, cuando fallan los inventos humanos, recurre uno a la Naturaleza. El sol siempre está en el cielo.

El pequeño grupo entró en el hotel.

—¿No nos esperaban? —preguntó Lementeuil con sonrisa que más bien era una mueca.

Poirot sonrió a su vez.

—Pues no —dijo—. Se cree que el funicular no funcionará por ahora.

Lementeuil, emocionado, dijo:

—Éste es un gran día. ¿Cree usted que no hay duda? ¿Es realmente Marrascaud?

—Claro que es Marrascaud. Venga conmigo.

Subieron por la escalera. Una puerta se abrió y apareció Schwartz, envuelto en su bata. Miró fijamente a los que llegaban.

—He oído voces —dijo—. ¿Qué ocurre?

Hércules Poirot explicó con ampulosos ademanes:

—¡Han llegado los refuerzos! Acompáñenos, señor. Éste es un gran momento.

Empezaron a subir el siguiente tramo de escaleras.

—¿Van en busca de Drouet? —preguntó Schwartz—. Y a propósito, ¿cómo está?

—El doctor Lutz dijo anoche que estaba mejor.

Llegaron ante la puerta de la habitación de Drouet. Poirot la abrió y anunció:

—Aquí tienen su jabalí salvaje, caballeros. Cójanlo vivo y cuiden de que no defraude a la guillotina.

El hombre tendido en la cama intentó levantarse. Pero los policías lo cogieron por los brazos antes de que pudiera moverse.

Schwartz exclamó asombrado:

—Pero si es Gustave el camarero... Es el inspector Drouet.

—Es Gustave... pero no Drouet. Drouet fue el primer camarero: el llamado Roberto que fue encerrado en la parte deshabitada del hotel y a quien Marrascaud mató la misma noche en que se produjo el ataque a mi habitación.

7

Después del desayuno, Poirot explicó la situación al americano que estaba hecho un lío.

—Sepa usted que hay ciertas cosas que uno conoce con toda exactitud, gracias a la experiencia que depara la propia profesión. Yo sé, por ejemplo, la diferencia que existe entre un detective y un asesino. Gustave no era camarero; eso lo sospeché en seguida... pero asimismo no era policía. He tenido que tratar con policías durante toda mi vida y lo sé. Para un ajeno a la profesión podía pasar por policía; pero no ante un hombre que se dedicara al oficio de detective, como yo.

«Por lo tanto —continuó— sospeché de él inmediatamente. Aquella noche no bebí el café que me sirvió Gustave. Lo vertí y estuve acertado con ello. Entrada ya la noche penetró un hombre en mi habitación con la confianza de quien sabe que su víctima está narcotizada. Rebuscó entre mis cosas y encontró la nota de Lementeuil en mi cartera... donde la dejé expresamente para que él la encontrara. A la mañana siguiente, Gustave me trajo el desayuno. Se dirigió a mí, utilizando mi verdadero nombre y desempeñó su papel con completa confianza. Pero sentía una gran inquietud, porque la policía estaba sobre su pista. Se dio cuenta de la posición en que se encontraba; del terrible desastre que se le avecinaba. Sus planes quedaban desbaratados por completo. Estaba cogido aquí arriba como una rata en la ratonera.

—Hizo una solemne tontería al venir —comentó con seguridad Schwartz—. ¿Por qué vino?

Poirot contestó gravemente:

—No tanta tontería como usted cree. Tenía necesidad, con suma urgencia, de encontrar un sitio retirado donde pudiera encontrarse con determinada persona y donde cierto hecho pudiera tener lugar.

—¿Qué persona?

—El doctor Lutz.

—¿El doctor Lutz? ¿También es un bribón?

—El doctor Lutz es realmente el doctor Lutz; pero no es un especialista de los nervios, ni un psicoanalista. Es un cirujano, amigo mío; un cirujano especializado en cirugía estética. Ésa era la causa por la cual debía encontrarse aquí con Marrascaud. Lo expulsaron de su país y se encuentra en la indigencia o poco menos. Y entonces le ofrecieron unos crecidos honorarios por encontrarse aquí con un hombre al que debía cambiar los rasgos faciales utilizando los conocimientos de su especialidad. Pudo haber sospechado que se trataba de un criminal, y si lo hizo cerró los ojos a tal hecho. Por lo tanto, no se atrevió a utilizar los servicios de una clínica en cualquier país extranjero. Aquí arriba, donde nadie viene en época tan temprana si no es para una visita rápida y donde el gerente es un hombre que necesita dinero y a quien se puede comprar, se encontraba el sitio ideal.

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