El coronel observó con aspereza:
—Gracias a Dios, tenías la puerta cerrada.
—El señor Poirot me dijo que lo hiciera.
—Levantémosle y llevémosle dentro —indicó Poirot.
Los dos hombres se inclinaron y levantaron el cuerpo inclinado. Diana contuvo la respiración cuando pasaron por su lado.
—¡Hugh! ¿Es Hugh? ¿Qué es... lo que tiene en las manos?
Las manos del joven estaban manchadas y humedecidas por una sustancia rojiza.
Diana murmuró:
—¿Es sangre?
Poirot miró inquisitivamente a los dos hombres. El almirante asintió y dijo:
—¡Pero no humana, por fortuna! Es de un gato. Lo encontré abajo con el cuello cortado. Después debe de haber subido aquí...
—¿Aquí? —la voz de Diana se desvaneció por el horror que sentía—. ¿Por mí?
Hugh Chandler se agitó en la silla donde le habían sentado y musitó algo entre dientes. Los demás lo miraron fascinados. El joven se irguió y parpadeó.
—¡Hola! —dijo con voz ronca e insegura—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estoy...?
Se detuvo y miro fijamente el cuchillo que todavía tenía en la mano.
—¿Qué es lo que he hecho? —preguntó.
Sus ojos pasaron de uno a otro y por fin se detuvieron en Diana.
—¿Le hice algo a Diana? —volvió a preguntar Hugh.
Su padre movió negativamente la cabeza.
—¡Decidme lo que ha ocurrido! ¡Debo saberlo! —exclamó el joven.
De mala gana y con grandes vacilaciones se lo contaron. No tuvieron más remedio ante la persistencia de Hugh.
En aquellos momentos estaba saliendo el sol. Hércules Poirot descorrió una cortina y la claridad del nuevo día entró en la habitación.
La cara del muchacho estaba ahora tranquila y su voz era firme.
—Ya comprendo —dijo al fin.
Dejó su asiento, sonrió y se desperezó. Con voz tranquila, dijo:
—Hermosa mañana, ¿no es cierto? Creo que voy a dar una vuelta por el bosque para ver si cazo un conejo.
Y abandonó la habitación.
Pero pasados unos instantes el almirante hizo ademán de salir tras él.
Frobisher le cogió por un brazo y observó:
—No, Charles, no. Es lo mejor... para él y para todos los demás.
Diana se dejó caer sollozando sobre la cama y el almirante Chandler, con voz trémula, replicó:
—Tienes razón, George... tienes mucha razón. El chico es valiente...
Frobisher comentó con voz también insegura:
—Es todo un hombre...
Hubo un momento de silencio, hasta que Chandler exclamó:
—¡Maldita sea! ¿Dónde está ese condenado extranjero?
Hugh Chandler entró en la armería, descolgó su escopeta y se aprestaba a cargarla, cuando la mano de Poirot descansó pesadamente en su hombro.
El detective pronunció una sola palabra, pero la dijo con extraordinaria autoridad:
—¡No!
El joven lo miró fijamente y con voz colérica advirtió:
—Quíteme las manos de encima y no se meta en esto. Le digo que va a producirse un accidente. Es la única forma de acabar.
De nuevo volvió a repetir Poirot:
—¡No!
—¡No! ¿Acaso no se da cuenta de que si no hubiera sido porque Diana cerró la puerta, la hubiera degollado?
—Nada de eso. Usted no hubiera hecho el menor daño a la señorita Maberly.
—Maté al gato, ¿no es eso?
—No. Usted no lo mató. Ni al loro ni a las ovejas.
Hugh lo contempló ahora detenidamente y preguntó:
—¿Está usted loco o lo estoy yo?
Hércules Poirot replicó:
—Ninguno de los dos lo estamos.
En aquel momento entraron en la armería el almirante Chandler y el coronel Frobisher. Detrás de ellos entró Diana.
—Este individuo dice que no estoy loco —dijo Hugh con voz débil.
—Tengo la gran satisfacción de anunciarle que está usted entera y completamente sano —añadió Poirot.
Hugh lanzó una carcajada. Una carcajada como la que profería un lunático.
—¡Esto sí que es divertido! ¿Es de estar cuerdo el ir cortando el cuello de las ovejas y de otros animales? ¿Estaba yo cuerdo cuando maté al loro? ¿Y cuando degollé al gato esta noche?
—Ya le he dicho que usted no mató a esos animales.
—Entonces, ¿quién lo hizo?
—Alguien que lleva en el ánimo el solo propósito de demostrar que está usted loco. En cada una de aquellas ocasiones le administraron un fuerte soporífero y le pusieron en la mano un cuchillo manchado de sangre o una navaja de afeitar. Y ese alguien fue el que se lavó las manos ensangrentadas en el lavabo.
—Pero, ¿por qué?
—Con objeto de que hiciera usted lo que estaba dispuesto a llevar a cabo cuando yo lo detuve.
Hugh lo miró asombrado y Poirot se dirigió al coronel Frobisher:
—Coronel: ha vivido usted muchos años en la India. ¿No oyó hablar de casos en que alguien se ha vuelto loco porque se le administraron drogas intencionadamente?
La cara del militar se iluminó.
—No tuve ocasión de ver ningún caso personalmente, pero oí hablar de ello muy a menudo. Terminan por volverse locos de veras. Los envenenan con estramonio.
—Exactamente. Pues bien; el principio activo del estramonio está estrechamente ligado y aun puede decirse que es la propia atropina... la cual se extrae asimismo de la belladona o de la dulcamara. Los preparados de belladona son muy comunes y el mismo sulfato de atropina se prescribe libremente para tratar las afecciones de los ojos. Duplicando una receta y haciéndola preparar en diferentes sitios, puede conseguirse una gran cantidad de veneno sin provocar sospechas. El alcaloide puede extraerse de dicho preparado e introducirse luego en... una crema de afeitar, pongamos por ejemplo. Aplicada a la cara, producirá una especie de sarpullido que, a su vez, originará cortes y rozaduras al afeitarse, con lo cual, la droga tendrá un acceso constante al sistema circulatorio. Todo ello causa ciertos síntomas, tales como sequedad de boca y garganta; dificultad en tragar, alucinaciones y, en fin, todo lo que ha experimentado el señor Chandler.
Se volvió hacia el joven.
—Y para borrar toda duda de su mente, le diré que esto no son suposiciones, sino hechos reales. Su crema de afeitar estaba fuertemente impregnada de sulfato de atropina. Cogí una muestra y la hice analizar.
Pálido y tembloroso, Hugh preguntó:
—¿Quien lo hizo? ¿Y por qué?
—Eso es lo que he estado buscando desde que llegué aquí. Trataba de encontrar el motivo para un asesinato. Diana Maberly ganaba económicamente al morir usted, pero no consideré en serio tal aspecto de la cuestión...
—¡No hubiera faltado más! —exclamó la joven.
—Enfoqué otro posible motivo. El consabido triángulo; dos hombres y una mujer. El coronel Frobisher estuvo enamorado de su madre de usted, pero el almirante Chandler se casó con ella.
El almirante gritó:
—¡George! No lo creo.
Hugh comentó con tono incrédulo:
—¿Cree usted que su odio podía extenderse hasta mí...?
—Bajo determinadas circunstancias, sí —replicó Hércules Poirot.
Frobisher exclamó:
—¡Eso es mentira! No lo creas. Charles.
El almirante se apartó de su lado mientras murmuraba:
—Estramonio, la India. Sí; ya comprendo. Nunca sospechamos del veneno, considerando que ya se habían producido casos de locura en la familia...
—
Mais oui
! —la voz de Poirot se levantó chillona—. Locura hereditaria. Un loco propenso a la venganza; astuto, como son los locos; ocultando su demencia durante años —se volvió hacia Frobisher—.
Mon Dieu
, usted ha debido saberlo; ha debido sospechar que Hugh era su propio hijo. ¿Por qué no se lo dijo nunca?
Frobisher tragó saliva y tartamudeó:
—No lo sabía. No podía estar seguro... Caroline acudió a mí en cierta ocasión; estaba terriblemente asustada y en un apuro. No sé, ni nunca supe, de qué se trataba. Ella... y yo... perdimos la cabeza. Después me alejé de ella... pues era la única cosa que podíamos hacer, ya que ambos sabíamos que otra cosa era imposible. Por mi parte... bueno; me lo pregunté en ocasiones, pero jamás pude tener la seguridad de ello. Caroline nunca me insinuó nada que me diera la certeza de que Hugh era hijo mío. Y luego, cuando aparecieron los síntomas de locura, creí que la cosa se aclaraba definitivamente.
—Sí; se aclaró la cosa. Tal vez no se dio usted cuenta de la forma en que el muchacho adelantaba la cabeza y fruncía el entrecejo... un ademán que heredó de usted. Pero Charles Chandler sí lo vio. Lo vio hace ya muchos años... y se las arregló para hacer confesar la verdad a su mujer. Creo que ella le temía, porque empezó a revelar su demencia. Eso fue lo que la llevó hasta sus brazos, Frobisher; hasta usted, a quien siempre había amado. Charles Chandler planeo su venganza. Su mujer murió en un accidente marítimo. Ambos salieron a pasear en barca y sólo él sabe cómo sucedió el accidente. Luego se dedicó a centrar contra el muchacho todo el odio que sentía. Odio hacia el chico que llevaba su apellido, pero que no era hijo suyo. Las historias que contaba usted sobre la India le hicieron concebir la idea del estramonio. Hugh se volvería loco lentamente, hasta el momento en que, desesperado, se quitaría la vida. El sádico deseo de verter sangre no era de Hugh, sino del almirante Chandler. Y fue éste quien degolló las ovejas. ¡Pero las consecuencias las debía pagar Hugh!
»¿Sabe usted cuándo empecé a sospechar? —prosiguió Poirot—. Cuando el almirante Chandler se mostró tan contrario a que su hijo fuera reconocido por un médico. Por parte del muchacho era una cosa natural. ¡Pero su padre...! Tenían que existir tratamientos adecuados que podrían salvar a su hijo... Había cientos de razones por las cuales debía buscar la opinión de un doctor. Pero no; no podía permitir que ningún médico viera a Hugh Chandler, pues en dicho caso se hubiera descubierto que estaba cuerdo.
El joven comentó lentamente:
—Cuerdo... ¿estoy cuerdo?
Frobisher observó con acento destemplado:
—Claro que estás cuerdo. No hay taras de esa especie en «nuestra» familia.
—¡Hugh!... —exclamó Diana.
El almirante Chandler cogió la escopeta que dejaba el joven y refunfuñó:
—¡Todo eso son tonterías! Voy a ver si cazo un conejo...
Frobisher quiso adelantarse, pero la mano de Poirot le retuvo.
—Acaba usted de decir, hace poco, que era la mejor manera...
Hugh y Diana habían salido de la habitación.
Los dos hombres, el inglés y el belga, vieron cómo el último de los Chandler cruzaba el jardín y se adentraba en el bosque...
Al poco rato oyeron un disparo...
Sonó el teléfono.
—¿Es usted, Poirot?
El detective reconoció la voz del joven doctor Stoddart. Apreciaba a Michael Stoddart; le gustaba la timidez amistosa de su sonrisa; le divertía su ingenuo interés por los asuntos relacionados con el crimen y le respetaba como hombre infatigable y entendido en la profesión que había escogido.
—No sabe cuánto siento molestarle... —la voz titubeó.
—Pero algo le preocupa, ¿verdad? —suspiró Hércules Poirot agudamente.
—Así es —la voz de Michael Stoddart pareció reflejar su alivio—. Acertó usted.
—
Eh bien
, ¿en qué puedo ayudarle, amigo mío?
Stoddart habló con timidez y tartamudeó un poco al contestar:
—Me figuro... que será una gran desfachatez por mi parte si... le ruego que venga a estas horas de la noche... Pero me encuentro en un pequeño apuro y...
—Claro que iré. ¿A su casa?
—No... Me encuentro ahora en el callejón que hay detrás de ella. En el número diecisiete de Connigby Mews. ¿Es cierto que puede venir? No sabe cuánto se lo agradezco.
—Estaré ahí dentro de un momento —replicó Poirot.
Hércules Poirot recorrió el oscuro callejón mirando el número de las casas. Hacía rato que había sonado la una de la madrugada y, en su mayoría, el vecindario se había ido a la cama, aunque todavía se veía luz en una o dos ventanas.
Cuando llegó frente al número 17 se abrió la puerta y apareció el doctor Stoddart en el umbral.
—¡Es usted un hombre de palabra! —dijo—. ¿Quiere subir?
Una empinada escalera conducía al piso superior. En él, a la derecha, había un salón de grandes proporciones, amueblado con divanes, alfombras y cojines plateados de forma triangular. Gran cantidad de botellas y vasos estaban esparcidos por la habitación.
Reinaba el desorden por doquier, colillas por todas partes y algunos vasos rotos.
—¡Ah! —exclamó Poirot—.
Mon chéri
Watson, deduzco que aquí se ha celebrado una fiesta.
—Sí; la han estado celebrando —respondió Stoddart frunciendo el ceño.
—¿No estuvo usted en ella?
—No. He venido para cumplir mis órdenes profesionales.
—¿Qué ocurrió?
—Esta casa pertenece a una mujer llamada Patience Grace... la señora Patience Grace —dijo Stoddart.
—Parece un nombre encantador y algo anticuado —opinó Poirot.
—No hay nada de encantador ni de anticuado en la señora Grace. Tiene buena presencia, aunque algo vulgar. Se ha casado varias veces y ahora la acompaña un amiguito del que está celosa pues cree que se ha cansado de ella. Empezaron la fiesta bebiendo y la terminaron con drogas... Si uno toma esas porquerías en pequeña escala se siente un superhombre y todo lo ve de color de rosa. Se siente eufórico y cree que es capaz de hacer muchas más cosas que de costumbre. Pero si se absorbe gran cantidad, se produce la violenta excitación mental, acompañada de alucinaciones y delirio. La señora Grace tuvo un fuerte altercado con su amigo; un tipo desagradable llamado Hawker. El resultado fue que el individuo la mandó a paseo y se marchó y ella se asomó a la ventana y le disparó un tiro con un flamante revólver que algún imbécil tuvo la mala ocurrencia de poner en sus manos.
Hércules Poirot levantó las cejas.
—¿Y le acertó?
—¡Ni soñarlo! La bala dio a unas cuantas yardas de él. Pero hirió a un pobre vagabundo que andaba por allí rebuscando en los cubos de la basura. Le atravesó la parte carnosa del brazo. Como es natural, armó un escándalo de mil diablos y la pandilla de juerguistas se apresuró a hacerle entrar aquí. Se alarmaron al ver la sangre que derramaba y vinieron a buscarme.