Los tipos duros no bailan (5 page)

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Authors: Norman Mailer

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BOOK: Los tipos duros no bailan
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He aquí mi razonamiento. Dos personas, cada una de las cuales está, evidentemente, bien situada en su grupo social, sea el que sea, en California, deciden irse a Boston de tapadillo. Son discretos acerca de sus planes. Tal vez se lo digan a un amigo íntimo o dos, tal vez a nadie, pero dado que van a Provincetown por puro capricho, y en un coche alquilado, el asesino –de cometerse el asesinato– sólo tendría que conducir el vehículo durante doscientos kilómetros, llegar a Boston y dejarlo abandonado en cualquier calle. Suponiendo que los cuerpos hubieran sido enterrados en lugar seguro, pasarían semanas, por lo menos, antes de que la prensa de esta zona del país informara de su desaparición, y eso suponiendo que lo hiciera. Para entonces, ¿quién del Mirador recordaría sus caras? Aun en el caso de que alguien se acordara de ellos, dada la situación del coche, la policía pensaría que volvieron a Boston y allí desaparecieron. Me recreé considerando lo lógica que parecía esta trama, disfruté un poco más de mi bebida, gocé al pensar en el poder que estos pensamientos me daban sobre ellos, y entonces… precisamente entonces… el resto de la velada quedó en blanco. A la mañana siguiente me era imposible recordar de un modo satisfactorio lo ocurrido.

No recuerdo si volví a beber con Pond y Pangborn. También es posible, diría yo, que después de emborracharme a conciencia cogiera el coche y me fuera a casa. De haberlo hecho, me habría ido directamente a la cama. Pero esto no parece probable, dado lo que me encontré al despertarme.

Me vienen a la memoria otras imágenes, ciertamente más claras que un sueño, aunque eso no quiere decir que no las hubiera soñado. Patty Lareine había vuelto a casa, y teníamos una terrible discusión. Veo su boca. Sin embargo, no recuerdo ni una palabra. ¿Es posible que sólo fuera un sueño?

También tengo la impresión muy clara de que Jessica y Leonard se reunieron conmigo después de cenar, y de que les invité a venir a casa (a la casa de Patty Lareine). Estábamos sentados en la sala de estar y el hombre y la mujer me escuchaban con atención. Eso creo recordarlo. Luego dimos una vuelta en coche. Pero si fue en mi Porsche, no pude llevarlos a los dos. Tal vez fuimos en dos coches.

También recuerdo que volví a casa solo. El perro se asustó al verme. Es un labrador grande, pero se arrastraba hacia atrás cuando me acercaba. Me senté en el borde de mi cama y garabateé una nota más antes de tumbarme. De eso sí me acuerdo. Me quedé dormido sentado y con la vista fija en el cuaderno de notas.

Al cabo de unos segundos (¿o había pasado una hora?) me desperté y leí lo que había escrito: «La desesperación es el sentimiento que nos embarga cuando mueren los seres que hay dentro de nosotros.»

Ese fue mi último pensamiento antes de dormirme. Sin embargo, ninguna de esas imágenes tiene la menor probabilidad de ser cierta, porque al despertarme a la mañana siguiente vi en mi brazo un tatuaje que antes no estaba allí.

2

El día siguiente estuvo lleno de acontecimientos que voy a relatar; sin embargo, cuando me desperté no tenía ninguna prisa por levantarme. Me quedé largo tiempo en la cama, sin atreverme a abrir los ojos. En aquella voluntaria oscuridad, me esforcé por averiguar qué podía recordar de la noche anterior después que me fui del Mirador.

Obrar de aquel modo era habitual en mí. Por mucho que hubiera bebido, siempre conseguía conducir hasta mi casa. Había llegado a ella sin la menor dificultad en noches en las que otros que hubieran bebido tanto como yo estarían dormidos en el fondo del mar. Entraba en casa, me metía en la cama, y a la mañana siguiente me despertaba con la sensación de que me habían partido la cabeza por la mitad con un hacha. No recordaba nada. Sin embargo, si éste era el único síntoma y no tenía más inquietud que los efectos de la borrachera sobre mi hígado, no tenía ninguna preocupación. Otras personas me contarían lo que había hecho. No sentía temor, y en consecuencia no creía haber cometido delito alguno. Un poco de amnesia no es la peor de las afecciones cuando bebes como un irlandés.

Sin embargo, desde que Patty Lareine se fue me hube de enfrentar a hechos nuevos y muy curiosos. ¿Acaso la bebida me inducía a hurgar en la raíz de mi herida? Sólo puedo decir que por la mañana mi memoria era clara, pero fragmentaria, hecha añicos. Los fragmentos eran claros, pero no encajaban, como si pertenecieran a varios rompecabezas diferentes tirados en una misma caja. Supongo que esto equivale a decir que mis sueños eran tan razonables como mi memoria, o que ésta era tan poco digna de crédito como mis sueños. Tanto en un caso como en el otro, no podía separar los recuerdos de los sueños. Es un estado de ánimo realmente espantoso. Al despertar estás hecho un mar de dudas acerca de tu conducta. Es como penetrar en un laberinto de cavernas. En algún punto del trayecto se rompe el delgado hilo que vas dejando atrás para poder regresar. Y ahora cada vez que doblas una esquina tienes la duda de si has pasado antes por allí o es la primera vez que la ves.

Digo esto porque, al despertarme el día vigésimo quinto, permanecí inmóvil durante una hora antes de decidirme a abrir los ojos. Tenía un miedo terrible, un miedo que no había sentido desde que salí de la cárcel. Cuando estuve en prisión, había mañanas en que me despertaba con la certeza de que alguien perverso, de una perversión mayor que todas las conocidas, me acechaba. Éstas eran las peores mañanas de la cárcel.

Estaba convencido de que algo me ocurriría antes de que el día terminara, y era esta premonición lo que me llenaba de pavor. Con todo, me llevé una sorpresa, mientras estaba tumbado con la cabeza a punto de estallarme, procurando, con los ojos cerrados, fijar mi vista en los recuerdos, que eran como una película con muchos saltos y roturas, mientras un peso de aprensión, como de plomo, me oprimía el estómago: tenía una erección con todas las de la ley, tremenda. Hubiera querido follarme a Jessica Pond.

En días venideros recordaré a menudo este detalle intrascendente. Pero vayamos por orden. Cuando la mente se transforma en un libro del que faltan páginas, o, mucho peor, en dos libros, cada cual con sus lagunas, el orden se vuelve algo tan indispensable como la limpieza en un monasterio. De modo que gracias a esa erección recordé mi tatuaje y no me llevé la sorpresa de verlo al abrir los ojos. (Aunque en aquel instante no podía recordar dónde me lo hicieron, ni la cara de quien lo hizo.) No sabía cómo, pero el hecho había quedado registrado en mi mente. A pesar de lo desdichado que me sentía, no por ello dejaba de experimentar curiosidad. ¡Cuántas facetas puede tener la memoria! Recordar que algo ha sucedido, a pesar de que es imposible tener una imagen clara de cómo se ha llevado a cabo, viene a ser lo mismo que leer una noticia acerca de alguien en un periódico. Fulano de Tal se ha apropiado indebidamente de ochenta mil dólares. El título es lo único que se percibe, a pesar de lo cual el acto queda registrado en la mente. Así pues, advertía un hecho relativo a mí mismo. Tim Madden tenía un tatuaje. Lo sabía a pesar de tener los ojos cerrados. La erección me lo recordaba.

En la cárcel siempre me había resistido a que me tatuaran. Bastante presidiario me sentía sin tatuaje. De todas maneras, no puedes pasarte tres años entre rejas sin adquirir una considerable cultura en lo referente a tatuajes. Y por eso había oído hablar del ramalazo de la lujuria. De cada cuatro o cinco hombres que se hacen tatuar, uno sufre un verdadero ataque de lujuria mientras le van pinchando con la aguja. Recordé lo cachondo que me puso la Pond. ¿Había estado presente mientras me marcaba el artista? ¿Acaso esperaba en mi automóvil? ¿Nos habíamos despedido de Lonnie Pangborn?

Abrí los ojos. Mi tatuaje tenía costras y estaba pegajoso. Durante la noche debía de haberse desprendido el esparadrapo que me colocaron para proteger las heridas. De todas formas, el tatuaje se podía leer. Decía
LAUREL
, en una caligrafía algo retorcida, con tinta azul, y también había un pequeño corazón rojo. No creo que nadie pueda decir que tengo buen gusto en cuestiones de arte.

Mi mal genio estalló como un huevo podrido. Patty Lareine también había visto el tatuaje. ¡Anoche! De repente, tuve una visión clarísima de Patty. Estaba en nuestra sala de estar, y me gritaba: «¿Laurel? ¡Qué cara tienes! ¿Cómo te atreves a recordármela?»

Sí, pero ¿todo esto había ocurrido realmente? Sabía muy bien que era capaz de inventar conversaciones con la misma facilidad con que las sostenía. A fin de cuentas, yo era escritor. Patty Lareine había desaparecido hacía veinticinco días en compañía de un semental negro, un tipo alto, ceñudo, de cuerpo bien formado, que había revoloteado a su alrededor durante el pasado verano, aprovechando esa propensión carnal hacia los negros que anida en el corazón de ciertas señoras rubias, tan inherente a ellas como el rayo al trueno. Diría que arde sin llama en su corazón como harapos sebosos detrás de la puerta de un granero a la espera de la corriente de aire que avive el fuego. Bueno, sintiera Patty lo que sintiera, los resultados siempre eran los mismos. Una vez al año, estación más, estación menos, Patty se liaba con algún negro. Un negro corpulento. El tipo podía ser patoso y pesado, o ágil como un jugador de baloncesto, pero siempre era corpulento. El tamaño los ponía fuera de mi alcance físico. Me parece que el desprecio que Patty sentía hacia mí alcanzaba su paroxismo cuando veía que no era capaz, no obstante lo evidente de mis excrecencias córneas, de coger la pistola y defender mi honra. «¿Como hubiera hecho tu padre, allá en Carolina del Norte?», le preguntaba. Y ella contestaba, sarcástica: «¡Para esos trotes estás tú…!», y lo decía con el mismo salero, desprecio y descaro con que una muchachita de dieciocho años con pantalones cortos deshilachados rechaza las atenciones de un viejo verde en una cafetería de gasolinera. ¡Santo Dios, qué poco respeto me tenía Patty! Me aterrorizaba pensar que algún día pudiera decidirme a coger la pistola, aunque jamás lo haría para atacar a los amigos negros de mi mujer. Aquellos tipos sólo se apropiaban de lo que yo también me hubiera apropiado de tener sus atributos masculinos y pensar con su negra lógica. No, temía coger el arma y vaciarla en la cara de Patty, en aquella expresión de superioridad con que parecía decirme: «¡jódete, cabrón!»

De todas maneras, ¿cómo se me había ocurrido tatuarme el nombre de Laurel sabiendo cuánto lo odiaba mi esposa? Me constaba que Laurel era la única mujer a quien Patty jamás perdonaría. A fin de cuentas, yo iba con Laurel cuando conocí a Patty, aunque debo hacer constar que no se llamaba Laurel, sino Madeleine, Madeleine Falco. Fue Patty quien se empeñó en llamarla Laurel así que la conoció. Más tarde supe que era una especie de abreviatura de Lorelei. A Patty no le cayó nada bien Madeleine Falco. ¿Había yo elegido el nombre para castigar a Patty? ¿Habría estado de verdad en casa? ¿Sería todo aquello un fragmento de algún sueño de la noche pasada?

Pensé que si mi mujer realmente me había visitado y luego se había ido, habría dejado algún rastro. Patty siempre dejaba tras de sí objetos a medio consumir. Posiblemente habría dejado huellas de pintalabios en algún vaso. Esto bastó para inducirme a ponerme una camisa y unos pantalones y bajar la escalera dando saltos, pero en la sala de estar no vi rastro de Patty. Los ceniceros estaban limpios. ¿Por qué, sin embargo, estaba ahora doblemente seguro de que había hablado con ella? ¿De qué me servían los indicios cuando mi mente se empeñaba en creer todo lo contrario de lo que las pruebas indicaban? Se me ocurrió que la única demostración verdadera de mi cordura, o, por decirlo con otras palabras, del tono muscular de mi mente, era la capacidad de formularme pregunta tras pregunta sin que vislumbrara ninguna contestación.

Fue una suerte que se me ocurriera esa idea, porque muy pronto iba a necesitarla. Por la noche, en la cocina, el perro se había sentido mal. El rico contenido de sus intestinos ensuciaba el linóleo. Además, la cazadora que llevaba la noche anterior colgaba del respaldo de una silla, y estaba llena de sangre coagulada. Me palpé las narices. Soy propenso a las hemorragias nasales. Sin embargo, mis conductos nasales parecían despejados. El terror que me invadió al despertar se hizo más intenso. Cuando inhalé aire, un silbido de temor estremeció mis pulmones.

¿Cómo iba a limpiar la mierda de la cocina? Di media vuelta, crucé la casa y salí. Hasta que llegué a la calle y sentí el húmedo aire de noviembre traspasar mi camisa, no me di cuenta de que aún iba en zapatillas. Tampoco importaba. Di cuatro zancadas por la calle del Comercio y miré a través de las ventanillas de mi Porsche (el Porsche de Patty). El asiento del acompañante estaba lleno de sangre.

¡Todo aquello parecía obedecer a una extraña lógica! Por raro que parezca, me quedé inmóvil, sin pensar en nada. Claro que cuando se tiene una resaca tan fuerte como la mía aquella mañana, es habitual que la mente se te quede en blanco. Así pues, se disiparon mis temores y me sentí eufórico como si nada de lo ocurrido tuviera que ver conmigo. La oleada de lujuria del tatuaje volvió a invadirme.

Además, sentía frío. Regresé a casa y me preparé una taza de café. El perro, avergonzado de su guarrada de la noche anterior, andaba torpemente de un lado para otro, amenazando con llenarlo todo de porquería, así que le dejé salir a pasear.

Mi buen humor (que me complacía por lo insólito, de la misma manera que un enfermo desahuciado agradece cada instante en que no padece dolor) duró todo el tiempo que tardé en limpiar la mierda del perro. La resaca hacía que tuviera unas náuseas terribles, pero al mismo tiempo experimenté la más concienzuda y satisfactoria expiación del pecado de beber. Sólo soy católico a medias, y además autodidacta, porque el Gran Mac, mi padre, jamás se acercó a ninguna iglesia, y Julia, mi madre (medio protestante y medio judía, razón por la cual no me gustan los chistes antisemitas), tenía tendencia a llevarme a tantas y tan diferentes catedrales, sinagogas, reuniones cuáqueras y conferencias sobre ética, que jamás llegó a ser una guía religiosa para mí. En consecuencia, no podía pretender ser realmente católico. Pero lo hacía. Sólo necesitaba una tremenda resaca y arrodillarme a limpiar la mierda del perro para sentirme virtuoso. (Incluso casi había conseguido olvidar la gran cantidad de sangre derramada sobre el asiento derecho de mi automóvil.) Y de pronto sonó el teléfono. Era Regency, Alvin Luther Regency, nuestro jefe de policía interino, o, mejor dicho, su secretaria, quien me pidió que esperase al teléfono hasta que su jefe cogiera el aparato, el tiempo suficiente para quitarme el buen humor.

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