Trataba de redactar mentalmente las primeras frases del ensayo inicial. (¡Vaya título!:
En nuestra selva. Estudios entre los cuerdos
de Tim Madden.) Tal vez debiera tratar de los irlandeses, y de las razones para que beban tanto. ¿Sería a causa de la testosterona? Mi padre aseguraba que tenían más que el resto de los hombres, y por eso no había quien pudiera con ellos. Tal vez esa hormona necesitara el alcohol como excipiente.
Estaba sentado con el lápiz en ristre y el vaso de whisky a punto para abrasarme la lengua. Sin embargo, no me decidía a beber. Aquel título era todo lo que se me había ocurrido desde que Patty me dejó. En mi cabeza sólo había olas. Por alguna misteriosa razón, las olas que se estrellaban al otro lado de la amplia ventana del bar parecían romper al mismo tiempo dentro de mi cerebro. Mi mente quedó en blanco, y sentí el profundo desasosiego que te invade cuando tus ojos son incapaces de enfocar los objetos con claridad. Te crees capaz de explicar las verdaderas relaciones del cosmos, pero de tu boca sólo salen sonidos incoherentes.
Fue entonces cuando, poco a poco, me fui dando cuenta de que ya no era el único cliente del bar del Mirador. Una rubia extraordinariamente parecida a Patty Lareine y su acompañante se habían sentado a menos de dos metros de mí. De no haber tenido ya una idea bastante clara de lo obnubilada que estaba mi mente, aquello habría bastado para que lo advirtiera. En efecto, aquella mujer había entrado con su acompañante, un hombre elegantemente vestido con ropa informal de tweed y franela, de abundante cabello plateado y muy bronceado, al que clasifiqué como abogado, sin que yo me diera cuenta, y dado que la dama y su caballero tenían ante ellos sendas bebidas, debía de hacer bastante rato que se encontraban en el local, sentados y hablando (y no en voz baja precisamente, sobre todo ella). ¿Cinco minutos? ¿Tal vez diez? Tuve la certeza de que me habían mirado de arriba abajo y de que –con una desfachatez cuyas causas sólo ellos podían saber– habían decidido comportarse como si yo no existiera. Tal vez la decisión de ignorarme se debiera a que el tipo fuera un experto en artes marciales –lo que no parecía probable, pues el hombre aquél tenía más aspecto de jugador de tenis que de cinturón negro–, aunque la causa también podía ser que, dada su inmensa riqueza, estuvieran convencidos de que ningún desconocido que se cruzara en su camino podría causarles nunca el menor daño (a menos que fuera un desvalijador de pisos), o incluso que la visión de aquel torso hundido y aquella cabeza y aquellos miembros tan cerca de ellos no les diera ni frío ni calor. No lo sé. Pero la mujer, sobre todo, hablaba en voz muy alta, como si yo no existiera. ¡Qué insultante me resultó su actitud en aquella hora de dolor!
Pronto lo comprendí. De su conversación deduje que eran californianos, y, claro, su comportamiento era tan libre y desenfadado como el de unos turistas de Nueva Jersey refocilándose en un bar de Munich. ¿Cómo iba a pasárseles por la imaginación que pudiera sentirme ofendido?
A medida que mi atención realizaba esas portentosas maniobras de las que sólo es capaz el ser humano sumido en la más negra depresión –mi cerebro se enderezaba como un elefante que se pusiera de pie sobre las patas traseras en un pequeño taburete –, fui saliendo del calabozo en que me había encerrado mi propio ensimismamiento y los miré de hito en hito, lo cual me permitió comprender que su indiferencia hacia mí no era fruto de la arrogancia, ni de la confianza en sí mismos, ni de la inocencia; por el contrario, era algo rebuscado y teatral. Una serie de poses. El hombre estaba más que convencido de que un tipejo tan evidentemente ebrio como yo era siempre una fuente potencial de disgustos, mientras que la mujer, confirmando mi premisa de que las rubias consideran indecente no comportarse como ángeles o como zorras –pero debe haber siempre las mismas posibilidades de inclinarse por una u otra opción–, se había desmelenado.
Deseaba provocarme. Quería poner a prueba el valor de su amigo. Aquella señora no tenía nada que envidiarle a mi querida Patty Lareine.
Permítanme que les describa a aquella mujer. Valía la pena mirarla. Sería unos quince años mayor que Patty, o sea que rondaría los cincuenta, pero ¡qué bien los llevaba! Su aspecto me recordó a una estrella del porno llamada Jennifer Welles. Tenía la tal Jennifer pechos voluminosos, bien formados y promiscuos –un pezón miraba a Oriente, el otro tenía la vista fija en Occidente–, ombligo profundo, vientre redondeado, muy femenino, un espléndido par de nalgas, suavemente turgentes, y vello púbico oscuro. Esto último era lo que más excitaba la lujuria de quienes pagaban entrada por verla. Cuando una mujer decide convertirse en rubia, es que es una rubia con todas las de la ley.
La cara de mi nueva vecina era, como la de Jennifer Welles, la estrella del porno, realmente atractiva. Tenía una encantadora nariz respingona y labios prominentes, malcriados e imperiosos como el hálito de la lujuria. Las aletas de su nariz flameaban, y sus uñas –¡al diablo el movimiento de liberación de la mujer!– escandalosamente bien cuidadas, pintadas con laca plateada, hacían juego con la pintura de un tono azul metálico que sombreaba sus ojos. ¡Qué hembra! Un anacronismo. La quintaesencia de lo que podía conseguir el dinero de la Costa Oeste. ¿Santa Bárbara? ¿Pasadena? ¿La Jolla? Lo único evidente era que procedía de un lugar donde abundaban los jugadores de bridge. Las rubias exageradamente emperifolladas son tan esenciales a esos lugares como la mostaza a las salchichas de Frankfurt. La California de la distinción social acababa de tocar las fibras más sensibles de mi alma.
Casi no puedo expresar lo indignante que me pareció aquello. Era como pintar una cruz gamada en la puerta de una sinagoga. Aquella rubia me recordaba tanto a Patty Lareine, que sentía la necesidad de vengarme. Pero ¿cómo? No se me ocurría nada. Lo menos que podía hacer era aguarles la fiesta.
De momento, pues, escuché. Aquella dama de formas rotundas vestida de veintiún botones no era abstemia, ni mucho menos. Absorbía el alcohol como una esponja. Whisky escocés, por descontado. Chivas Regal. «Chiwies», como lo llamaba ella. «Señorita», le decía a la camarera, «póngame otro Chiwies. ¡Con muchos diamantes!» Para ella los cubitos eran diamantes. ¡Ja, ja, ja!
«Ya veo que te aburres conmigo», le decía a su acompañante en voz alta, muy segura de sí misma, como si pudiera medir hasta la última gota la intensidad de su potencia sexual. Era una central térmica. Hay voces que penetran hasta lo más recóndito de nuestro ser, como los sones que el campanólogo arranca de las copas. Y la suya era una de ellas. No quisiera parecer grosero, pero esas voces despiertan mi lujuria. Me hacen confiar esperanzado que el húmedo pariente de la boquita que las emite que se abre un poco más abajo ofrecerá sensaciones no menos inefables a una parte muy íntima de mi cuerpo.
La voz de Patty Lareine también era así. Cuando sus labios se curvaban alrededor de un martini muy seco (ella lo llamaba siempre «marty seco», en recuerdo de sus tiempos de azafata), podía llegar a ser diabólica. «¡La ginebra, la ginebra!», solía bramar ronca de entusiasmo su laringe, siempre presta a la jarana, «¡la ginebra pone cachonda a la perra! ¡Sí, tonto del culo!», y me incluía tiernamente en su jocosa cancioncilla, como insinuando que aun sin merecerlo en absoluto podía gozar del placer de estar a su lado. No obstante, la fortuna de Patty Lareine tenía otro origen, pues procedía de un divorcio. Su segundo marido, Meeks Wardley Hilby III (a quien –palabra de honor– trató de convencerme para que asesinara) era de una de las familias más antiguas y ricas de Tamps, y ella consiguió pegarle un buen bocado a su capital, aunque no gracias a un disparo entre ceja y ceja, sino merced a la extraordinaria habilidad del abogado que le tramitó el divorcio, un verdadero mago (y que, para terrible disgusto mío, durante una buena temporada se dedicó, casi con toda seguridad, a darle vigorosos masajes en el interior de la parte inferior de su abdomen, aunque tal vez no pueda esperarse menos de un abogado realmente entregado a su tarea de divorciar a la gente, pues eso le da un conocimiento fundamental de los testigos que ha de llamar a declarar). Aunque Patty Lareine tenía un cuerpo asombrosamente turgente y, por aquella época, un lenguaje más picante que la pimienta, el abogado consiguió moldear su personalidad hasta hacerla parecer delicada y comedida. Mediante un intenso entrenamiento (fue uno de los primeros que utilizaron el vídeo para ensayar) le enseñó a mostrarse trémula en el estrado de tal modo que el juez, un hombre gordo y viejo, perdió el juicio (¡y perdónenme la expresión!). Los pecadillos amatorios de Patty (y eso que el marido tenía testigos) fueron presentados como errores causados por la inexperiencia de una pobre mujer desesperada, insultada y maltratada. Cada uno de sus ex amantes que subía al estrado para declarar contra ella era mostrado como un nuevo intento fallido de curar las heridas que su marido había abierto en su corazón. Aunque Patty había empezado su carrera como animadora de un equipo universitario de fútbol y era un tanto pueblerina, cosa nada rara teniendo en cuenta que procedía de una pequeña ciudad de Carolina del Norte, en la época en que estaba a punto de divorciarse de Wardley (y de casarse conmigo) se había refinado mucho. El modo como tergiversaban las cosas ella y su abogado mientras la interrogaba era realmente digno de verse. El resultado fue que el distinguido vástago de una de las principales familias de la costa de Florida que da al Golfo perdió una sustanciosa porción de su capital. Y que Patty se convirtió en una mujer rica.
A medida que escuchaba a la señora del Mirador me fui dando cuenta de lo distintas que eran Patty y ella. Las agudezas de Patty eran realmente ingeniosas, y es que sin tener verdadero ingenio nunca hubiera podido dejar atrás la vulgaridad de sus orígenes. En cambio, la rubia dama que había dado un giro insospechado a aquella tarde no era demasiado aguda, ni falta que le hacía. Tenía toda la gracia que acompaña al dinero. Si no andaba errado, lo más probable era que al abrirte la puerta de su habitación del hotel te recibiera sin más vestimenta que guantes blancos hasta los codos (y zapatos de tacón alto).
–Venga, dilo, di que te aburres –la oí decir claramente–, es lo que suele ocurrir cuando un hombre y una mujer atractivos deciden hacer un viaje juntos. La convivencia durante algunos días hace surgir el fantasma del desencanto. Dime si me equivoco.
Era evidente que no le interesaba tanto la respuesta de su elegante amigo como el placer de hacerme saber que no sólo no estaban casados sino que, como había insinuado, lo único que los unía era una aventurilla fugaz. Tan fugaz, que podía terminar en cualquier momento. El hombre del tweed y la franela, al menos en su función de semental, podía ser sustituido sin dificultad cualquier noche. El lenguaje corporal de aquella dama daba a entender que la primera noche recibirías una bienvenida realmente apoteósica; los problemas vendrían después. Pero la primera noche te resultaría inolvidable.
Su acompañante le contestó, en voz baja, que no, que no se aburría, ni muchísimo menos; le hablaba con un tono semejante al de esa música que dan por el hilo musical a fin de inducirnos al sueño. Fue entonces cuando tuve la certeza de que era abogado. Lo revelaban sus modales llenos de confianzuda moderación. Se estaba dirigiendo al tribunal a fin de dilucidar una cuestión de procedimiento porque no estaba dispuesto a que el juez le hiciera perder el caso por algo tan nimio. ¡Trataba de apaciguarla!
Ella, sin embargo, no estaba para monsergas.
–No, no y no –le dijo mientras agitaba levemente sus cubitos–, fue idea mía venir aquí. Como tus negocios te llevaban a Boston, te pregunté si te importaría que te acompañara. Un capricho. Claro que no, me contestaste. Papaíto está loco por su nueva mamaíta. Etcétera –hizo una pausa para beber un sorbo de Chiwies–. Pero, cariño, tengo un grave defecto. Me resulta imposible estar contenta mucho rato. Así que cuando me siento satisfecha, algo dentro de mí dice: «¡Al carajo, joder!» Además, y como ya debes de haber observado, Lonnie, soy una ávida lectora de mapas. Dicen que las mujeres son incapaces de entenderlos, pero yo puedo. En Kansas City, en el… espera, lo tengo en la punta de la lengua… en 1976, era la única mujer en nuestra delegación a la convención republicana capaz de entender un mapa y encontrar el camino para ir en coche desde el hotel hasta el cuartel general de Jerry Ford.
Ese fue tu error. Enseñarme un mapa de Boston y sus alrededores. Siempre que me oigas decir "Querido, me gustaría ver un mapa de esta zona" con ese tono de voz que tú ya sabes, prepárate. Seguro que los dedos de mis pies se mueren de ganas de echar a andar. Lonnie, desde que en la escuela empecé a estudiar geografía, siendo una cría, me ha atraído Cape Cod en los mapas de Nueva Inglaterra –miró de soslayo los cubitos de hielo que se deshacían en su vaso–. Se proyecta como un dedo meñique curvado. ¿Sabes la fascinación que tienen los niños por sus dedos meñiques? Es su dedo pequeño el que sienten más suyo. Así que siempre he tenido ganas de visitar el extremo de Cape Cod.
Debo reconocer que su amigo no acababa de caerme bien. Tenía ese aspecto excesivamente relamido de los hombres cuyo dinero sigue creando dinero mientras ellos duermen. No, mujer, estás equivocada, le decía, intentando echar chorritos de bálsamo para aminorar la irritación de la dama, los dos quisimos venir, todo va bien. Etcétera. Etcétera.
–No, Lonnie, no te di elección. Me mostré tiránica. «Quiero ir a este lugar, a Provincetown», te dije. No toleré que me contradijeras. Así que aquí estamos. Soy una caprichosa, y tú te aburres como una ostra. Supongo que querrás volver a Boston esta misma noche. Esto es un desierto, ésa es la verdad.
Al llegar aquí –estoy absolutamente seguro de que así fue– me miró de hito en hito: si aceptaba la invitación y terciaba en la conversación, me esperaba una calurosa bienvenida, pero si no lo hacía, su desprecio no tendría límites.
Le hablé.
–Le está bien empleado por fiarse de los mapas.
La cosa funcionó, al parecer. Porque mi siguiente recuerdo es que estaba sentado con ellos. Debo reconocer que tengo muy mala memoria. Por lo general, veo con claridad lo que recuerdo, pero con demasiada frecuencia no soy capaz de ordenar los acontecimientos de una noche. Así, pues, mi siguiente recuerdo es que estaba sentado con ellos. Por tanto, debieron de invitarme a hacerlo. Mi compañía les resultó divertida, sin duda, porque incluso el hombre se reía. Se llamaba Leonard Pangborn, Lonnie Pangborn; una familia bien conocida en los círculos republicanos de California, sin duda. El nombre de la mujer no era Jennifer Welles, sino Jessica Pond. Pond y Pangborn: ¿comprenden ahora el porqué de mi animosidad? Dos apellidos con tanto relumbrón como los de los personajes de un serial televisivo.