–¿Qué quieres decir?
–No permitas que mi elogio te embriague. Encendió un puro y aspiró el humo.
–Madden, me has dado tu guión. Primero: te follas a Jessica en las narices de Pangborn. Segundo: te limpias el cipote y te largas. Tercero: Jessica consuela a Pangborn. Cuarto: Pangborn se echa a llorar, diciendo: «Nosotros, los maricones, no podemos aguantar semejante competencia.» Así que se mete en el maletero y ¡pum! La chica ya tiene un cadáver entre las manos. Los maricones suelen ser muy vengativos y sensibles, y cuando sienten despechados su reacción puede ser terrible. Bueno, la mujer en cuestión es una dama respetable y no quiere publicidad. En consecuencia, devuelve el automóvil al Mirador y emprende el camino de regreso a Santa Bárbara –asintió con la cabeza–. Es una historia bien estructurada, siempre y cuando descubras, en primer lugar, dónde pasó la noche, aunque te voy a adelantar para que te ahorres gastos de abogado, que siempre podrás asegurar que llegó a tu casa hecha un mar de lágrimas y durmió en tu sofá. A menos que le ofrecieras tu cama –Regency abrió la ventanilla y tiró el puro–. En segundo lugar, la señora tendría que estar viva y confirmar tu historia, cuando sea descubierto su paradero. Más vale que reces pidiendo a Dios que su cadáver no aparezca cualquier día por ahí.
–Has pensado mucho en este asunto. Más que yo.
Dije esto con la esperanza que tuviera la guardia baja y acusara el golpe, pero Regency se limitó a asentir con la cabeza:.
–Voy a contarte otro guión –dijo–. Tú, la fulana y el maricón vais en tu coche a Wellfleet. En el camino de regreso, Lonnie no puede tolerar la idea de perder a la tía, y te amenaza con una pistola. Tú detienes el automóvil, te enfureces, peleas con Pangborn y le arrebatas la pistola. En el curso de la lucha la tía recibe un tiro mortal. La dejas en el bosque. Llevas al tipo hasta el coche, le obligas a meterse en el maletero (el maricón tiembla como un flan), le pones el cañón en la cara y le dices, con dulzura: «No te voy a hacer daño alguno, Lonnie, no es más que una broma, un juego. Yo me libro de las neuras así. Hazme el favor de besar el cañón, Lonnie.» Oprimes el gatillo, limpias un poco el arma y marcas en ella las yemas de sus dedos. A continuación llevas su coche al Mirador, vas a buscar tu vehículo, vuelves al bosque y te desembarazas del cadáver de la dama. Sólo olvidas de limpiar la sangre del asiento contiguo al tuyo. Como dice mi mujer: «Nadie es perfecto.» Tampoco yo. Voy pasar por alto el que hubiera sangre en un asiento de tu automóvil. Soy un hombre cándido que confía en sus amigos. Pero te aseguro que más te valdrá que reces pidiendo que el cadáver de esa mujer no aparezca. Yo sería el primero en ir en tu busca, porque me creí lo de la hemorragia nasal.
–Muy bien, ¿por qué no me metes en la cárcel ahora mismo? –le pregunté.
–Piensa, piensa.
–Porque no tienes pruebas. De haber muerto Jessica en mi coche, la ropa de Pangborn estarla llena de su sangre.
–Quizá estés en lo cierto. Vayamos a tomar una copa.
Nada podía resultarme menos agradable. Lo último que deseaba en el mundo era tomar una copa con Regency. Pero él puso en marcha el motor, comenzó a silbar
Polvo de estrellas
, y arrancó levantando un torbellino de arena con los neumáticos.
Pensé que me llevaría al bar de la Asociación de Veteranos, que era el lugar adonde solía ir a beber, pero no fue así; volvimos a la plaza del Ayuntamiento y me condujo por el corredor del sótano hasta su despacho, en donde me indicó con la mano una silla y sacó una botella de whisky. Supuse que me había llevado allí porque tenía una grabadora, oculta en algún lugar de su escritorio, y pensaba utilizarla.
–He pensado que más valía que te mostrara lo que tiene de agradable esta oficina pública antes de que tengas que utilizar su calabozo –me dijo Regency.
–¿No podemos hablar de otra cosa?
Sonrió.
–Elige el tema tú mismo.
–¿Dónde está mi esposa?
–Esperaba que tú me lo dijeras.
–He hablado con el tipo con quien se fugó y me ha dicho que le abandonó hace ocho días. Creo que es cierto.
–Esto concuerda.
–¿Con qué?
–Según el hijo de Laurel Oakwode, que, por cierto, también se llama Leonard, aunque todos le llaman Sonny, Sonny Oakwode, Patty Lareine estaba en Santa Bárbara hace siete noches.
–No lo sabía.
–Sí, estaba en compañía de ese tipo, Wardley. Hasta entonces no había sabido el significado exacto de la frase «quedarse de piedra». Lo acababa de aprender.
–¿Un poco de whisky?
Asentí con la cabeza, incapaz de hablar. Regency siguió:
–Sí, Patty Lareine estaba en Santa Bárbara, con Wardley, y cenaron con Laurel Oakwode y Leonard Pangborn en un club junto a la playa. Los cuatro en la misma mesa. Sonny se les unió más tarde para tomar café.
Seguía sin poder hablar.
–¿Quieres saber de qué hablaron? –me preguntó Regency.
Asentí.
–Después necesitaré algunas informaciones.
Volví a asentir.
–Bueno, según lo que le he podido sonsacar a Sonny… –hizo una pausa y observó–: A propósito, por teléfono Sonny no parece maricón. ¿Será posible que Pangborn mintiera en su carta?
Hice un signo de interrogación con el índice.
–Pero Pangborn no te pareció marica, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
–Es increíble la de cosas que no sabemos –comento Regency–. Igual resulta que tú y yo somos maricones.
–Lo que tú digas, querido –musité.
Estas palabras le hicieron prorrumpir en grandes carcajadas. Por mi parte, estaba contento de haber recuperado la voz. Quedarse sin habla es algo terrible.
Los dos tomamos sendos sorbos de whisky.
–¿Un poco de marihuana? –me ofreció.
–No.
–¿Te molesta que fume?
–¿No tienes miedo de que te pillen fumando marihuana en tu despacho oficial?
–Pillarme, ¿quién? Lo único que hago es esforzarme en que un sospechoso se tranquilice.
A continuación, Regency sacó un porro y lo encendió.
–Maravilloso –le dije.
–Sí –Regency soltó humo y añadió–: Cada calada es una delicia.
–Sí, señor.
–Oye, Madden, Sonny me dijo que Pangborn y Laurel planeaban ir en avión a Boston, alquilar un automóvil y dirigirse a Provincetown, donde fingirían ser turistas que se habían enamorado de la finca Paramessides.
–¿Así se llama la mansión ésa?
–Sí. Un griego que hacía de hombre de paja por cuenta de unos árabes la compró hace unos años. Wardley quería comprarla para ofrecérsela a Patty. Hablaban de eso durante la cena.
–¿Por qué?
–Hablaban de volverse a casar –dijo tras inhalar otra calada.
–Fabuloso.
Sospecho que el humo del porro de Regency me había mareado.
–¿Para qué quería Patty Lareine esa finca? –me preguntó Regency.
–Nunca me habló de ella.
–Según Sonny, Patty llevaba un año con la vista puesta en esa mansión. Wardley quería comprársela, igual que Richard Burton le compraba diamantes a Elizabeth Taylor.
–Y ¿eso no te inquieta? –le pregunté.
–¿Qué quieres decir?
–¿No te inquieta que Patty Lareine y Wardley proyectaran casarse de nuevo?
–¿A santo de qué ha de inquietarme?
–¿Patty Lareine y tú no os habéis dado algún que otro revolcón juntos?
Si Regency y yo hubiéramos estado boxeando, habría dicho para mí: «Éste es el primer golpe que forzosamente tiene que acusar.» Regency parpadeó, y desprendió una aureola de ira espacial. Sólo puedo describirlo con estas palabras. Fue como si el cosmos se hubiera excitado y estuviera a punto de estallar una tormenta eléctrica.
–Cuidado, cuidado, muchacho… –dijo al fin–. Te voy a decir una cosa, para que te la metas en la cabeza. No me hagas preguntas acerca de tu esposa, y yo no te las haré acerca de la mía.
El porro ya casi le quemaba los dedos.
–¿Sabes qué? Te aceptaré una calada –le dije.
–Vaya, hombre, no tienes nada que ocultarme, ¿verdad?
–No más que tú a mí.
Me pasó la colilla encendida, y le di una chupada.
–Muy bien, cuéntame de qué habéis hablado Wardley y tú esta tarde –me conminó.
–¿Cómo sabes que nos hemos visto?
–No te puedes imaginar el número de confidentes que tengo en esta ciudad –Regency dio un par de golpecitos al teléfono y, en tono fanfarrón, dijo–: Este teléfono es como un mercado.
–Y ¿qué vendes en ese mercado? –le pregunté.
–Entre otras cosas, vendo el tachar nombres de los informes de la policía. También vendo el sobreseimiento de causas por delitos de poca monta. Madden, vete a tomar por el culo, y cuando te hayas subido los pantalones, vuelves aquí, donde está la gente importante y le cuentas al tío Alvin lo que Wardley y tú habéis hablado en la playa esta tarde.
–Y ¿si no lo hago?
–Sería bastante peor que un juicio de divorcio en la alta sociedad de Tampa.
–¿Imaginas que puedes ganarme en un duelo de groserías?
–Sí, nosotros lo hacemos más a fondo.
La verdad sea dicha, tenía ganas de contárselo. Y no porque le tuviera miedo (la marihuana me decía: «Has ido demasiado lejos para tener miedo de nadie»), sino porque sentía curiosidad. Quería saber cómo reaccionaría Regency ante aquellos hechos.
–Wardley me dijo que él y Patty competían por comprar la finca ésa.
Regency silbó.
–Evidentemente, Wardley intenta engañar a Patty Lareine o a ti –dijo.
Consideró los pros y los contras en su mente, a gran velocidad, igual que un ordenador, y dijo:
–Quizá quiera engañaros a los dos.
–Tiene motivos.
–¿Te molestaría decírmelos?
–Hace años, cuando vivíamos en Tampa, Patty Lareine me pidió que me cargara a Wardley.
–¡No me digas…!
–¿A santo de qué tanta sorpresa? –le pregunté–. ¿Es que ella no te lo dijo?
Regency tenía su punto débil. No cabía la menor duda. No sabía cómo reaccionar cuando le hablaba de Patty. Por fin, dijo:
–No acabo de entender a qué diablos te refieres.
–Paso.
Fue un error. Inmediatamente, Regency se creció.
–¿De qué más hablasteis Wardley y tú?
Dudé si contárselo o no. Pensé que cabía la posibilidad de que Wardley hubiera grabado nuestra conservación en la playa. Debidamente retocada, la cinta podía dar de mí la imagen de un hombre tan dispuesto a venderse como Nissen el Araña.
–Wardley estaba preocupado por la muerte de Pangborn, y sentía curiosidad en lo tocante a la desaparición de Jessica. Ha dicho varias veces que tendría que hacer una oferta personalmente, a cara descubierta, por la casa, y que esto daría lugar a que los vendedores subieran e) precio una barbaridad.
–¿Insinuó dónde está Patty Lareine?
–Quería que me encargara de buscarla.
–¿Qué te ofreció?
–Dinero.
–¿Cuánto?
Me pregunté por qué tenía que proteger a Wardley. ¿Se trataría de un prejuicio ancestral en contra de hablar con policía? Pero recordé el transmisor y dije:
–Dos millones.
–¿Le creíste?
–No.
–¿Era una oferta para que la mataras?
–Sí.
–¿Estás dispuesto a testificar en juicio?
–No.
–¿Por qué?
–Dudo que Wardley hablara en serio. Y además, no accedí a su petición. Tal como tuve ocasión de comprobar en Tampa, no tengo madera de asesino.
–¿Dónde puedo encontrar a Wardley?
Sonreí.
–¿Por qué no se lo preguntas a un par de confidentes tuyos?
–¿A cuáles?
–Los que van en la camioneta marrón.
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, igual que si hubiera movido muy bien una pieza de ajedrez, y dijo:
–Pues te voy a decir por qué no lo hago. Porque no lo saben. Wardley se limita a reunirse con ellos aquí y allá.
–¿Qué coche conduce Wardley?
–Habla con ellos por radio. Luego se reúne con ellos. Llega pie y se marcha a pie.
–Y ¿te lo crees?
–Bueno, la verdad es que no les he sacudido hasta el punto de que les castañeteen los dientes?
–¿Por qué?
–Atizar a los confidentes da mala reputación. Y, además, les creo. Wardley obraría de esa manera. Quiere que la gente piense que es un ser superior.
–Quizá no te interesa demasiado encontrar a Patty.
Para demostrar lo frío que le habían dejado mis palabras, Regency organizó una compleja exhibición de mímica. Cogió la colilla, la aplastó con el pulgar, hizo una bola con ella, y se la tragó. Su sonrisa venía a decir: «No hay pruebas.»
–No tengo prisa. Tu mujer aparecerá sana y salva.
–¿Estás seguro? Yo no.
–Tenemos que esperar –dijo Regency con suavidad.
Me pregunté hasta qué punto mentía, y lo profundas que eran sus mentiras. Tomé otro sorbo de whisky. No ligaba con la marihuana. Sin embargo, aquella combinación parecía gustar a Regency. Sacó otro porro y lo encendió.
–Los asesinatos son repugnantes –dijo–. Muy raras veces te dejan impresionado para siempre.
No tenía la más leve idea de lo que Regency se proponía decir con estas palabras. Cogí el porro que me ofrecía, le di una chupada y se lo devolví. Regency prosiguió:
–Recuerdo el caso de un soltero muy bien plantado que de vez en cuando conquistaba a una chica y la convencía para que pasara la noche con él en un motel. Primero hacía el amor con ella, y luego la convencía para que posara con las piernas abiertas, a fin de hacerle fotografías con su Polaroid. Después, la mataba. ¡Plas! Con silenciador. Entonces tomaba otra fotografía. Antes y después. Luego, se iba, dejando a la chica en la cama y el automóvil junto a la puerta del motel. Siempre alquilaba los coches con nombre falso. Me parece que tenía la costumbre de alquilar dos automóviles; aparcaba el segundo en las cercanías del motel y huía con él, dejando el primero para que lo encontrara la policía. ¿Sabes por qué lo atraparon? Tenía la costumbre de poner en un álbum todas las fotografías. ¡Muy cuidadosamente! Una página para cada una. La madre del caballero en cuestión, que debía de ser bastante cotilla, se moría de ganas de ver qué había en aquel álbum, así que rompió el cierre. Cuando vio el contenido, se desmayó, y cuando volvió en sí del desmayo, llamó a la policía.
–¿Por qué me lo cuentas?
–Porque es una historia que me impresionó. Soy un agente de la autoridad que defiende la ley y el orden, y la historia ésa me impresionó. Todo buen psiquiatra ha de tener algo de loco y puede ser buen policía sin llevar dentro todo un saco de posibles monstruosidades. ¿Te ha parecido repugnante esa historia?