Meeks Wardley Hilby III era el único recluso, entre los que cumplían condena en la cárcel de Florida, que había ido a clase conmigo en Exeter. Pero no era esto lo más curioso de nuestra relación, sino que los dos fuimos expulsados de la escuela la misma mañana, cuando faltaba un mes para graduarnos. Antes de encontrarnos en la oficina del director, apenas si había tratado a Hilby. Éste cursó estudios en Exeter durante cuatro años, lo mismo que había hecho antes su padre, Meeks, y yo pasé allí un otoño y una primavera, en calidad de posgraduado, gracias a una beca por mis méritos deportivos, tras haber cursado el último año en la escuela de Long Island (mi madre quería que fuera a Harvard). Hilby era un excéntrico y yo un irlandés cabezota y aficionado al deporte. Había hecho todo lo posible para convertir en realidad mis promesas como jugador de fútbol americano, pero el equipo de Exeter no sabía jugar (¿han visto jugar alguna vez a los equipos de las escuelas del Este?). Salimos juntos del despacho del director, el día en que nos dieron la patada, y Meeks Wardley Hilby III lloraba. Su esmoquin con solapas de satén y su corbata de lazo color heliotropo parecían la indumentaria con que lo llevaban ante el pelotón de ejecución. Yo estaba triste. Incluso ahora, al recordar aquel momento, puedo sentir la tristeza que me invadía. Me habían pillado fumando marihuana, lo que, hace veinte años, no era ni mucho menos una tontería. El director quedó sinceramente escandalizado. Y el caso de Hilby era peor. Resultaba difícil creerlo, teniendo en cuenta su aspecto amanerado, pero lo cierto es que Meeks Wardley Hilby III había intentado violar a una muchacha con la que se había citado para salir.
No lo supe aquel día, porque ninguno de los implicados quería hablar de ello (y los padres de la chica pronto cobraron por su silencio), pero Hilby me contó la historia once años después. En la cárcel había tiempo de sobra para contar historias.
El caso es que aquella mañana en Provincetown, cuando deseaba apartar de mí tantos pensamientos sombríos, me resultó agradable, como he dicho, regresar al doloroso día en que dejé Exeter. Recuerdo que me despedí para siempre de la escuela una hermosa tarde del mes de mayo. Metí mis trastos en dos bolsas de lona, las cargué en el autobús y luego subí yo; mi padre (a quien ya había llamado, aunque no me atrevía a hablar con mi madre) fue a recibirme a Boston. Mi padre y yo nos emborrachamos. Sólo por el modo como se portó conmigo aquella noche ya merecía todo mi cariño. Tal como pueden haber colegido por la conversación telefónica que mi padre y yo tuvimos, no era un hombre dado a hablar más de lo que las exigencias de comunicarse con el prójimo reclaman, pero tenía la virtud de tranquilizar a los demás con su silencio. En aquel entonces, cuando tenía cincuenta años, medía metro noventa y pesaba ciento veinte kilos. Hubiera podido prescindir de veinte, por lo menos. Estos veinte kilos los llevaba por delante como los parachoques de los autos de choque de las ferias, y le hacían respirar con dificultad. Con el cabello prematuramente blanco, la cara roja, como recién hervida, y los ojos azules, parecía el más corpulento, el más astuto y el más corrupto policía de la ciudad, pero lo cierto era que no le caían nada bien los policías. Su hermano mayor, por el que nunca sintió la menor simpatía, fue policía hasta que murió.
Aquella tarde, mientras estábamos el uno al lado del otro en un bar irlandés (estrecho, oscuro y tremendamente largo, tanto que mi padre comentó que allí podrían disputarse carreras de galgos), dejó su cuarto vaso de whisky, que, como los anteriores, había vaciado de un trago, y me dijo:
–Conque marihuana, ¿eh?
Asentí con un ligero movimiento de cabeza. Mi padre me preguntó:
–Y ¿cómo es que te pillaron?
Quería decir: «¿Cómo es que fuiste tan tonto para permitir que un hatajo de anglosajones protestantes te atrapara?» Sabía la opinión que le merecía la inteligencia de los anglosajones protestantes. En cierta ocasión, en el curso de una discusión con mi madre, mi padre dijo: «Lo malo de cierta clase de gente es que espera que Dios compre su ropa en la misma tienda en que la compran ellos.» Por eso, he reaccionado ante los anglosajones protestantes de acuerdo con la visión que mi padre tenía de ellos. El Gran Mac siempre estimó que los ingleses protestantes eran gente bien parecida, que tenían el cabello plateado y vestían trajes grises, y tan bien hablados que forzosamente debían de creer que Dios se servía de ellos para mostrar Su dignidad.
–Bueno, me descuidé. Quizá reía demasiado –le contesté.
Y le conté lo ocurrido la mañana anterior a la noche en que me pillaron. Participé en una regata a vela, en un lago cerca de Exeter, cuyo nombre no recuerdo (¡gajes de fumar marihuana!), y las embarcaciones no podían navegar por falta de viento. Poco faltó para que suspendieran la regata. Yo no sabía nada sobre navegación a vela, pero el chico con quien compartía la habitación era muy aficionado a este deporte y me pidió que formara parte de la tripulación en una embarcación patroneada por un viejo profesor de historia que era sin lugar a dudas la encarnación de la idea que se había hecho mi padre de los anglosajones protestantes. Era un buen patrón, quizá el mejor de la escuela, por lo que despreciaba tanto aquella regata que se atrevió a incluir en la tripulación a un lego como yo. Sin embargo, tuvimos vientos flojos y mala suerte. El viento dejaba de soplar, volvía a hacerlo muy levemente, y se apagaba otra vez. Por fin, nos quedamos inmóviles, con la vela lacia, y vimos cómo otra embarcación, muy despacio, nos adelantaba. Al timón iba una señora anciana. Su embarcación estaba mucho más cerca de la orilla que la nuestra; la señora seguramente pensó que aquella mañana habría poco viento, pero que se podía contar con que hubiera una leve corriente en las aguas próximas a la orilla, porque el lago desaguaba en un riachuelo. Y no erró. Primero nos sacó tres largos de ventaja y luego ocho, en tanto que nosotros, ya en segundo lugar, y unos quinientos metros más alejados de la orilla permanecíamos inmóviles. La anciana señora había sido más avispada que nuestro patrón, el viejo zorro.
Al cabo de un rato, empecé a aburrirme, así que me puse a bromear con mi compañero de habitación. El patrón toleró nuestra cháchara durante un rato, pero, por fin, la vela inerte pudo más que su buena voluntad. Se volvió hacia mí y, con tono magistral, me dijo: «En tu lugar, no hablaría tanto. Le quitas el viento a la vela.»
Cuando terminé esta historia, mi padre y yo nos reíamos tanto que tuvimos que abrazarnos y bailotear para conservar el equilibrio.
–Bueno… con gente así, casi es una suerte que te echen –dijo el Gran Mac.
Así que no tuve necesidad de contarle que había regresado a mi aposento partiéndome de risa pero muy enfadado. Tuve que aguantar muchas bromas pesadas. Un curso en Exeter no había sido suficiente para enseñarme las costumbres de los que mandaban allí.
–Trataré de explicárselo a tu madre –me dijo el Gran Mac.
–Te lo agradezco.
Me constaba que mis padres no se habían hablado en un año, pero la verdad era que me sentía incapaz de explicarle a mi madre aquel asunto. Desde que tuve once años hasta que cumplí los trece, y comencé a salir, mi madre se las arregló para sentarse en el borde de mi cama todas las noches y leerme un poema de la obra de Louis Untermeyer,
Tesoro de grandes poemas
. Debo decir en honor a mi madre (y de Untermeyer) que a pesar de ello no llegué a odiar la poesía. Razón de más para que no me atreviera a contarle a mi madre lo ocurrido.
Como era de prever, tuve que aguantar que mi padre repitiera una y otra vez «¡Le quitas el viento a la vela!», ya que, al igual que muchos buenos bebedores, no podía evitar repetirse cuando empinaba un poco el codo. El teléfono sonó por segunda vez aquella mañana. Levanté el auricular convencido de que aquella llamada no presagiaba nada bueno.
Era el gerente del Mirador:
–Señor Madden, siento tener que molestarle, pero anteanoche no pude dejar de darme cuenta, dada la poca gente que había en el local, de que parecía conocer a la pareja que entró en el bar mientras usted estaba allí.
–Ah, sí, tomé una copa con ellos, gente muy agradable. Eran del Oeste, ¿verdad?
–Durante la cena, me dijeron que venían de California –me explicó el propietario.
–Sí, sí, creo recordar que así era.
–La razón por la que le llamo es que el automóvil de esa pareja se encuentra todavía en el aparcamiento.
–Me parece muy raro. ¿Está seguro de que se trata de su automóvil?
–Bueno, el coche está cerrado, por lo que no puedo saberlo con absoluta certeza, pero creo que es el de la pareja. Me fijé en él, cuando llegaron.
–Qué raro, ¿no?
El tatuaje comenzó a escocerme.
–Francamente, tenía esperanzas de que supiera por dónde anda esa pareja –hizo una pausa y añadió–: Pero, al parecer, no lo sabe.
–No, no lo sé –le dije.
–El nombre que figura en su tarjeta de crédito es Leonard Pangborn. Si no aparecen en uno o dos días me pondré en contacto con VISA.
–Sí, es una buena idea.
–¿Recuerda el nombre de la señora?
–Me lo dijo, pero se me ha olvidado. ¿Quiere que le llame si me viene a la memoria? El apellido del hombre era Pangborn, seguro.
–Siento haberle molestado, señor Madden, pero todo esto es incomprensible.
Después de esta llamada no pude recuperar mi concentración. Mi mente estaba obsesionada por el bosque. ¡Tenía que saber la verdad! Pero no podía vencer el miedo que me dominaba. Me sentía como un hombre al que le diagnostican una enfermedad mortal, de la que sólo puede curarse tirándose al mar desde un acantilado. Un salto de unos quince metros. «No», dice, «prefiero quedarme en la cama. Antes la muerte.» ¿De qué se protege ese hombre? ¿De qué me protegía yo? Pero el pánico me tenía dominado. Era como si mientras dormía me hubieran dicho que los más malignos espíritus de la Ciudad del Infierno se habían congregado debajo de mi árbol del bosque de Truro. Si volvía allí, ¿se apoderarían de mí? ¿Era lógico que pensara así?
Sentado junto al teléfono, dominado por un miedo tan tangible como un dolor físico –tenía las aletas de la nariz más frías que los pies, y los pulmones me ardían–, comencé el trabajo, doloroso como un parto, de recomponerme. Muchas mañanas, después de pelearme con Patty Lareine durante el desayuno, había subido a mi cuartito, en el último piso de la casa, para contemplar la bahía e intentar escribir, y en esas mañanas había aprendido a desechar los restos del naufragio de mi vida que entorpecían mi tarea como escritor en aquel día concreto. Quiero decir que estaba habituado a concentrarme; era un hábito que había comenzado a adquirir en la cárcel y que había perfeccionado mediante aquellos esfuerzos matutinos para poder iniciar mi trabajo, de modo que, por irritante que hubiera estado mi esposa, mi cabeza era capaz de ponerse a trabajar. Y si el mar por el que ahora navegaba era el más turbulento de cuantos había conocido, no por ello dejaba de tener a mi disposición aquellos medios. Por lo menos, en aquel momento podía pensar en mi padre y rehuir las preguntas a las que no podía responder. Durante mucho tiempo había seguido esta norma: no intentes recordar lo que no puedes. La memoria era como la potencia sexual. Intentar recordar lo que la memoria no puede evocar –por necesario que sea– era muy parecido a querer follar con una muchacha que se te abre de piernas cuando tu pene –¡mal bicho!– se niega a erguirse de una forma decidida, tozuda, definitiva. Hay que renunciar. Recordarla, o no, lo ocurrido dos noches atrás –para saberlo, tendría que esperar–, pero, entretanto, debía esforzarme por construir un muro alrededor de mi miedo. Para ello, cualquier recuerdo de mi padre podía servir como piedra a fin de ir levantándolo.
Así pues, rememoré aquellos recuerdos y comencé a sentir la paz que nace al pensar en el amor, por marchito que sea, que sientes hacia tu padre. Me había servido una copa, como el único sedante al que podía recurrir aquella mañana, y siguiendo un impulso había subido al estudio situado en la última planta de mi casa, en el que solía trabajar mirando la bahía, ambiente propicio para recordar las leyendas del Gran Mac y meditar sobre el alto precio que hablamos tenido que pagar por ellas tanto él como mi madre, y yo. Y es que a pesar de la talla y la corpulencia de mi padre, parecía que no acababa de estar del todo con nosotros. Creo no equivocarme al decir que buena parte de mi padre se perdió antes de que conociera a mi madre. Lo supe siendo todavía niño, al escuchar lo que de él decían sus viejos amigos.
Recuerdo que solían venir a nuestra casa de Long Island, por la tarde, y luego iban todos al bar de mi padre, y como resulta que eran estibadores del puerto, viejos estibadores como había sido el Gran Mac y la mayoría casi tan corpulentos como él, la modesta sala de estar de mi madre parecía, cuando se ponían en pie, un barco con sobrecarga a punto de zozobrar. Me gustaban mucho aquellas escenas, sobre todo porque, invariablemente, alguno de los presentes introducía en la conversación el relato del gran momento de mi padre.
Años después, un abogado me dijo que si las declaraciones de dos testigos diferentes coinciden en todos los detalles, se puede tener la seguridad de que son falsas y de que se han puesto de acuerdo. Si esto es cierto, la leyenda de mi padre forzosamente tuvo que ser verdad en gran medida. Todas las versiones variaban. Pero coincidían bastante. Un día de la última década de los treinta, época en que los italianos estaban echando de la dirección del sindicato de estibadores a los irlandeses, mi padre, que era uno de sus dirigentes, aparcaba su coche en una calle lateral del Greenwich Village cuando un hombre salió de un portal y le disparó seis tiros con un 45. (También oí decir que era un 38.) No sé cuántos tiros le acertaron. Aunque resulte increíble, la mayoría de los relatos aseguraban que los seis, y lo cierto es que en su torso había cuatro cicatrices de bala.
En aquellos tiempos, mi padre era famoso por su fortaleza. Un hombre considerado fuerte entre los estibadores, que no tienen nada de enclenques, debía de ser un fenómeno, y lo cierto es que entonces demostró tener la fortaleza de un oso, pues avanzó hacia el pistolero. Este (cuyo 45 supongo que ya estaría vacío) vio que su víctima no caía al suelo. En consecuencia, puso pies en polvorosa. Me cuesta creerlo, pero mi padre corrió tras él. A lo largo de seis manzanas de la Séptima Avenida, en Greenwich Village, mi padre persiguió al pistolero (algunos decían que fueron ocho manzanas, otros cinco y otros cuatro), pero se detuvo al darse cuenta de que no podía atrapar a su agresor. Entonces vio que la sangre le resbalaba por los zapatos y se empezó a marear. Se volvió instantes antes de que la calle comenzara a dar vueltas a su alrededor, y advirtió que se hallaba ante la entrada de urgencias del Hospital de San Vicente. Estaba malherido. Odiaba a los médicos y a los hospitales, pero entró.