Los tipos duros no bailan (8 page)

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Authors: Norman Mailer

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BOOK: Los tipos duros no bailan
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Recuerdo que corté los tallos de las plantas con ceremoniosa paciencia, procurando percibir el instante en que la vida de la planta pasaba por la hoja del cuchillo a mi brazo, y la planta quedaba reducida a una existencia pasiva que era todo su futuro. Ahora su vida espiritual dependería de su capacidad para comunicarse con el ser humano –diabólico, perverso, contemplativo, cómico, sensual, inspirado o destructor– que la fumara. Realmente, intenté meditar mientras llevaba a cabo la recolección, pero (quizá fuera debido al terrible asco que me dan las sabandijas, o a la ominosa inminencia del huracán) lo cierto es que me precipité en la tarea que estaba llevando a cabo. En contra de mi voluntad, comencé a cortar aquellas raíces con excesiva premura. Como compensación, hice madurar mi cosecha con gran cuidado: transformé un cuartito que teníamos en el sótano y no usábamos en improvisada sala de secado, y en aquel ambiente oscuro (había colocado recipientes con bicarbonato de sosa para mantener la hierba seca) mi marihuana descansó tranquila durante unas cuantas semanas. Después la convertí en picadura y la guardé en botes vacíos de café, cerrados a presión con tapaderas provistas de arandelas de goma roja (las bolsas de plástico me parecían indignas de una hierba tan fina); cuando comencé a fumar la marihuana en cuestión, advertí que en cada chupada quedaba algo de la esencia del momento en que tan violentamente la coseché. Patty y yo nos peleábamos cada vez más, y de los ataques de aborrecimiento pasábamos a los accesos de rabia con ganas de saltarnos mutuamente al cuello.

Además, aquella cosecha de marihuana (a la que bauticé como hierba del huracán) comenzó a provocar tremendos efectos en la cabeza de Patty. Conviene tener en cuenta que mi esposa creía que tenía poderes psíquicos, lo cual, volviendo al principio de Occam, explica por qué prefirió Provincetown a Palm Beach: aseguraba que la espiral de nuestra playa y la línea curva de nuestro mar contenían una resonancia a la que era sensible.

En cierta ocasión, después de haber tomado unas cuantas copas, me dijo:

–Siempre me ha gustado la jarana. Cuando era animadora del equipo de fútbol, ya sabía lo que me esperaba. Hubiera sido una vergüenza que no me follara a la mitad de los jugadores.

–¿Cuál de las dos mitades? –le pregunté.

–La delantera.

Esta conversación era habitual entre nosotros. Tenía la virtud de tranquilizar los ánimos. Patty soltaba una gran carcajada, y yo, a veces, mostraba una sonrisita de conejo.

–¿Por qué sonríes con tanta mala leche? –me preguntó Patty.

–Pienso que quizá hubieras debido follarte también a la otra mitad.

Esto le gustó. Dijo:

–¡Oh, Timmy Mac, a veces resultas encantador!

Y tomó una buena chupada de hierba del huracán. Nunca se manifestaban tan claramente los efectos de su hambre (no sé de qué estaba hambrienta, ¡ojalá hubiera podido saberlo!) como en los momentos en que sorbía humo. Entonces se le ondulaban los labios, mostraba los dientes y el humo hervía como las aguas embravecidas al salvar un estrecho paso entre las rocas.

–Sí, comencé haciendo de animadora, pero cuando me divorcié la primera vez decidí convertirme en hechicera. Y desde entonces lo he sido. ¿Qué puedes hacer contra eso?

–Rezar –le dije.

Esto no le gustó.

–Voy a tocar el cornetín –dijo–. Hay una luna espléndida.

–Vas a despertar a toda la Ciudad del Infierno.

–Es lo que quiero. No hay que permitir que esos hijos de puta duerman, ya que de lo contrario se despiertan con demasiadas fuerzas. Alguien tiene que desvelarlos.

–Hablas como una buena hechicera.

–Bueno, querido, soy una hechicera blanca. Todas las rubias lo somos.

–¿Rubia, tú? Y una mierda. Los pelos de tu coño dicen que eres morena.

–Se me chamuscaron de tanto follar. Por eso los tengo oscuros. Los pelos de mi coño eran rubios como el oro hasta el momento en que me lancé y el equipo de fútbol los chamuscó.

Si Patty se hubiera portado siempre así, nos habríamos pasado la vida bebiendo. Pero otro cigarrillo de mi marihuana le indujo a tocar su cornetín de animadora. Y la Ciudad del Infierno comenzó a agitarse.

No pretendo haber sido inmune a las pretensiones brujescas de Patty. Yo no había conseguido llegar a una paz filosófica con la idea de los espíritus y tampoco había llegado a ninguna conclusión al respecto. El hecho de que después de la muerte sigas vivo en alguna parte de nuestra atmósfera no me parecía más absurdo que la idea de que la totalidad de la persona deje de existir al morir. En realidad, y teniendo en cuenta las diferencias que hay en el género humano, estoy dispuesto a aceptar que algunos muertos zascandilean cerca de nosotros, mientras que otros se van muy lejos o incluso desaparecen.

Sin embargo, la Ciudad del Infierno era un fenómeno. Y cuando fumabas hierba del huracán se convertía en una presencia. Ciento cincuenta años atrás, cuando la pesca de la ballena todavía era activa en estas aguas, toda una ciudad de burdeles surgió en el otro brazo que cierra el puerto natural de Provincetown, donde ahora no hay más que una larga extensión de arena desierta. En los años que siguieron a la desaparición de la pesca de ballenas, las casuchas utilizadas como prostíbulo fueron montadas en balsas y trasladadas al otro lado de la bahía. La mitad de la casas antiguas de Provincetown tenían uno de esos cobertizo unido a ellas. Así pues, aunque buena parte de la locura que nos invadía al fumar cabeza de huracán podía deberse a los hechizo de Patty Lareine, otra parte no menos importante de aquella manifestaciones procedía, creo yo, de nuestra propia casa. La mitad de nuestra provisión de techos, paredes, vigas, montantes, alféizares y soleras había venido flotando desde la Ciudad del Infierno hacía más de un siglo, y, por consiguiente, físicamente formábamos parte de aquel lugar desaparecido. En nuestras paredes pervivía una parte de aquella abigarrada mezcolanza de prostitutas, contrabandistas y balleneros con los bolsillos llenos de dinero caliente. Incluso había habido seres tan despreciables, que encendían hogueras en las noches sin luna a lo largo de las playas para hacer creer a los barcos que se dirigían a puerto. La embarcación que se confiaba acababa embarrancando en los bajíos, y entonces los piratas la abordaban para saquearla. Patty Lareine aseguraba que podía oír los gritos de los marineros asesinados, tratando de defender su nave de los salteadores que se acercaban en sus largos esquifes. ¡El espectáculo que ofrecía la Ciudad del Infierno, con sus pederastas, sus sodomitas y sus prostitutas transmitiendo de generación en generación las mismas enfermedades infecciosas a los mismos piratas con la barba manchada de sangre, debió de ser realmente bíblico! Provincetown estaba entonces lo bastante lejos para conservar impoluta la dignidad yanqui de sus miradores y sus blancas iglesias. Por consiguiente, la mezcla de espíritus que tuvo lugar cuando se acabó la pesca de la ballena y llegaron remolcados hasta allí los cobertizos de la Ciudad del Infierno, debió de ser tremenda.

Parte de esta excitación carnal se incorporó a nuestro matrimonio el primer año que vivimos en aquella casa. Nos invadía una fuerza lujuriosa que parecía emanar de las prostitutas y los marineros que habían fornicado allí cien años atrás. Tal como dije antes, no entraré en polémicas acerca de que la posibilidad de que siguieran viviendo en nuestras paredes fuera real o irreal, pero sí puedo decir que nuestra vida amorosa no resultó perjudicada por ello, fuera cierto o no. A decir verdad, adquiría mayor ímpetu cuando pensábamos que despertábamos la lujuria del invisible público que nos contemplaba. Es agradable que un matrimonio pueda sentir que cada noche es una orgía sin tener que pagar por ello; es decir, sin tener que mirar a la cara al vecino que se folla a tu mujer.

Sin embargo, si la más sabia norma de conducta es que no se puede engañar a la vida, cabe la posibilidad de que la más vigorosa ley del espíritu sea que no se debe explotar a la muerte. Desde que Patty Lareine me dejó, eran muchas las mañanas en que tenía que convivir con buena parte de la población de la Ciudad del Infierno, invisible, pero presente. Al marcharse, mi esposa parecía haber traspasado a mi alma aquella sensibilidad de la que tanto se vanagloriaba. Una de las razones de que no pudiera abrir los ojos por la mañana eran las voces que oía. Que nadie se atreva a decir que las prostitutas centenarias de Nueva Inglaterra no son capaces de reírse sardónicamente en los fríos amaneceres de noviembre. Hubo noches en que el perro y yo dormimos juntos, acurrucados como niños ante un fuego apagado. De vez en cuando fumaba hierba del huracán, pero sus resultados carecían de claridad. Esta observación, claro está, sólo puede entenderla quien haya tomado a la marihuana como guía. Estaba convencido de que era el único remedio que se podía tomar cuando navegabas por los mares de una obsesión; tal vez volvieras a puerto con las respuestas a preguntas que llevabas veinte años haciéndote.

Sin embargo, desde que vivía solo, la hierba del huracán no estimulaba mis pensamientos. En cambio, hacía surgir en mi deseos que creo mejor no mencionar. Las serpientes se movían en la oscuridad. En consecuencia, hacía diez días que no había echado mano de mi provisión.

¿Explica esto tal vez por qué reaccioné con tanta desgana ante el generoso consejo del jefe de la policía?

Sin embargo, reaccioné, y así que llegué a casa subí al coche; conduje por la carretera en dirección a Truro. No sabía si debí llevarme mi provisión de hierba del huracán, porque no convenía que la molestaran. Pero de algo sí estaba seguro: no quería volver a la cárcel.

¡Qué olfato demostró tener Regency para adivinar mis costumbres! No podía decir por qué razón había decidido guardar la marihuana tan cerca del lugar en que la cultivaba, pero lo cierto es que así lo hacía. Veinte botes de café, llenos de marihuana cuidadosamente cosechada, estaban guardados en una caja de acero, barnizada y untada de aceite para que no se oxidara, escondida en un hoyo en el suelo, bajo un árbol muy característico que se alzaba al lado de un sendero medio oculto por la hierba, que conducía hasta un estrecho camino sin asfaltar, situado a unos doscientos metros.

Sí, con tantos escondrijos como ofrecía el bosque de Truro, había ocultado mi provisión de marihuana cerca de mi pequeña plantación. No podía haber un lugar peor. Cualquier cazador que se aventurara por aquellos andurriales podría reconocer sin dificultad las características de la agricultura que allí se practicaba y, en consecuencia, tal vez se dedicara a inspeccionar los alrededores. Sobre la piedra que tapaba el hoyo en que guardaba la caja con la hierba del huracán sólo había una delgada capa de tierra cubierta de musgo bastante mustio.

Sin embargo, aquel lugar era importante para mi. Quería que la hierba del huracán estuviera cerca del campo donde había nacido. En la cárcel, la comida que consumíamos procedía de las entrañas de las más importantes empresas alimentarias de América, y no había un solo bocado que no viniera envuelto en plástico, cartón o lata. Si tenemos en cuenta el viaje desde la granja a la fábrica, y de la fábrica hasta la cárcel, aquella comida había viajado unos tres mil kilómetros, por término medio. De ahí que se me ocurriera una solución a todos los males del mundo: nadie debería comer jamás alimentos cultivados a una distancia del propio hogar superior a la que pudiera recorrer, llevando los alimentos cargados a la espalda, en el curso de una jornada. Idea ciertamente interesante. Aunque pronto dejé de buscar los medios de llevarla a la práctica. Sin embargo, esa idea me indujo a respetar los orígenes de mi marihuana. Al igual que el vino que envejece a la sombra de los viñedos que le dieron el ser, mi marihuana estaba cerca de la tierra de la que había brotado.

Por eso me daba cierto miedo trasladar la marihuana, un temor muy parecido al que había sentido al despertarme aquella mañana. Sentí el impulso de dejarlo todo como estaba. Sin embargo, salí de la carretera general y tomé la secundaria que (con un par de desvíos) conducía hasta el camino sin asfaltar que llevaba a mi campo en medio del bosque. Conducía despacio, y de repente se me ocurrió que mis reservas de energía habían de ser realmente grandes para permitirme soportar sin desfallecer todo lo que me estaba ocurriendo. Considerando las circunstancias, ¿de dónde, si no, procedía el aplomo que había mostrado durante mi entrevista con Alvin Luther? Y, por cierto, ¿dónde me había hecho el tatuaje?

No pude menos que parar el coche. ¿Dónde me había hecho el tatuaje? Era la primera vez que me detenía a pensarlo, y poco faltó para que me pasara lo mismo que a mi perro.

Les aseguro que cuando me rehíce lo bastante para volver a poner en marcha el coche, avancé con la cautela con que lo hace un conductor novel después de estar a punto de chocar. Avancé a paso de tortuga.

Así recorrí las carreteras secundarias de los alrededores de Truro aquella fría tarde –¿volvería a salir el sol?–; escruté los líquenes que crecían en los árboles como si sus amarillentas esporas pudieran explicarme muchas cosas, miré los azules buzones de correos que jalonaban la carretera como si fueran garantía de seguridad, e incluso me detuve ante una verdosa placa de bronce, en una encrucijada que recordaba la muerte de un soldado de la localidad en alguna guerra olvidada. Pasé frente a muchos setos, detrás de los cuales se alzaban casitas con grises tejados de madera y blancos senderos de conchas trituradas que olían a mar. Aquella tarde el viento soplaba con fuerza, y siempre que detenía el coche su ulular llegaba a mis oídos como si un mar embravecido azotara las copas de los árboles. Luego salí del bosque; seguí adelante, subiendo y bajando pequeñas colinas, y pasé junto a tierras pantanosas entre tremedales y torcas. Llegué a un pozo situado junto a la carretera, bajé del coche y miré el fondo, en donde el verde musgo que tan bien conocía lanzaba destellos que parecían devolver mi mirada. Pronto volví a meterme en el bosque, donde terminaba la carretera. Conduje despacio por el arenoso camino; las matas y las zarzas arañaban alternativamente los laterales del Porsche cuando sorteaba los obstáculos, pues en el centro del camino se había formado una especie de caballón muy ancho y alto y no me atrevía a meter el coche por las roderas.

Llegó un momento en que temí que no podría proseguir la marcha. El camino estaba cruzado por arroyuelos y tuve que vadear varias charcas relativamente poco profundas alrededor de las cuales las copas de los árboles se unían formando túneles de follaje. En las tardes sin sol, siempre me había gustado recorrer en coche el triste y modesto paisaje de las colinas y los bosques de Truro. Provincetown, incluso en invierno, parecía un activo pueblo minero en comparación con aquel sobrio paisaje. Desde lo alto de cualquiera de aquellas colinas, si soplaba viento fuerte, como ocurría aquel día, podías contemplar el mar a lo lejos, convertido en un bullicio de luces y de blancas crestas de olas, mientras las aguas de las charcas, a tus pies, seguían siendo oscuras, del color del bronce sucio. Y entre el mar y las charcas se te ofrecía toda la gama de colores del bosque. Me encantaba el apagado verde de la hierba de las dunas y el dorado pálido de los secos hierbajos. En aquel paisaje de fines de otoño, en el que las hojas ya no estaban teñidas por el rojo sangre de buey y el naranja tostado, los colores se reducían al gris, el verde y el castaño, pero era tal la variedad de tonos, que mi vista percibía una verdadera danza de matices entre el gris tierra y el gris tórtola, el gris lila y el gris humo, el castaño de la maleza y el castaño de las bellotas, el castaño del zorro y el leonado, el gris de la rata y el gris de la alondra, el verde botella del musgo y el verde de los pinos, el verde de los acebos y el verde del agua marina allá a lo lejos. Mi vista saltaba de los líquenes en el tronco de un árbol a la maleza del campo, se apartaba de las hierbas de las charcas para fijarse en los arces rojos (que ya no eran rojos, sino castaños), y el aroma de los pinos y los robles se mezclaba, en el silencio del bosque, con el rumor del oleaje, traído por el viento que pasaba y volvía a pasar entre las hojas, allá en lo alto, un rumor que parecía decirme: «Todo lo que ha vivido ansia volver a vivir.»

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