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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (18 page)

BOOK: Los Sonambulos
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—No es nada. —Willi escondió el arma.

Fritz dejó las botellas sobre la mesa y se quitó el sombrero:

—¡Diablos! Alguien te persigue.

—No me persigue nadie.

—Mientes.

—¿Por qué habría de mentirte, Fritz? Es sólo que estoy nervioso. Como todo el mundo.

—¿Así que vas a abrir la puerta con una pistola?

—Te prometo que no pasa nada.

Fritz lo miró atónito, sintiéndose impotente, y se libró de la capa.

—De acuerdo. Si tú lo dices. —Se encogió de hombros—. Entonces celebrémoslo. Soy portador de buenas noticias.

Descorchó una botella.

—¡Por
mein Kapitän!
—Levantó una copa—. Sin cuya intervención yo no estaría aquí. Ni en ninguna parte. ¡Salud!

Entrechocaron las copas.

—¡Salud! —Willi se sintió obligado a seguir el ritmo de su amigo, trasegando todo el contenido de la copa sin respirar, y las burbujas se le subieron corriendo a la cabeza.

—Dime, Fritz, ¿cuáles son las buenas noticias? A lo mejor alguna me es útil.

—Esto es estrictamente confidencial. —Fritz se puso un dedo sobre los labios.

Y Willi se llevó la mano al corazón.

—Strasser ha roto con Hitler.

—Mein.
—La violenta escena entre ellos en el Kaiserhof apareció de nuevo en la mente de Willi.

—Todavía no se ha hecho oficial —aclaró Fritz—. Pero, como es natural, tengo mis fuentes. Y el Führer está loco de rabia. Arranca las cortinas y muerde la alfombra. Literalmente. Ese hombre es un demente.

—¿Significa eso que el Partido Nazi se escinde?

Fritz sirvió otra ronda.

—Es demasiado pronto para decirlo. Pero el plan de Schleicher del divide y vencerás sin duda ha conseguido provocar una verdadera y violenta brecha.

—Bueno. Eso sí que son buenas noticias. —Willi levantó su copa—. ¿Me animo a decirlo? ¡Por 1933!

—¡Por 1933!

Secándose la boca, Fritz bajó la vista hacia el gran mapa abierto sobre la mesa.

—Déjame adivinar. ¿Estás planeando unas vacaciones por el Havel, no? Entonces debe de ser cosa de trabajo. Menuda sorpresa. Todo es trabajo, nada de diversión, amigo…

Willi sintió que el champán socavaba rápidamente su discreción.

—Vamos, Fritz. El crimen no se toma vacaciones. Espera un segundo… tú eres regatista. Conoces el Havel.

—Como el envés de mi polla.

—Hablando en términos hipotéticos, y de forma absolutamente extraoficial, Fritz. —Willi dejó su copa—. Si un cuerpo acabara en la orilla del río… aquí —y señaló Spandau—, y hubiera estado en el agua seis o siete horas, teniendo en cuenta las corrientes, ¿a qué distancia, río arriba, podría haberse encontrado ella cuando empezó a flotar?

—¿Ella? —La larga cicatriz de duelista en la mejilla de Fritz, recuerdo de sus días universitarios, se estiró con sarcasmo—. ¿En términos hipotéticos?

—Sí, Fritz. Y de manera estrictamente confidencial.

—Bueno, utiliza tu
Kopf
de judío, Willi. —La dentada cicatriz se contrajo entonces con un rictus de burla—. Dependería absolutamente del tiempo que llevara tirada en esa hipotética orilla, ¿no te parece?

No había nada que le gustara más a Fritz que un buen misterio, algo que Willi sabía muy bien. Fritz era un fisgón congénito, lo que había motivado que se hubiera presentado voluntario para las operaciones de inteligencia detrás de las líneas enemigas y también que fuera un periodista tan fantástico. El hombre era inteligente; un arma de doble filo, ya que también era un bocazas. Sobre todo cuando bebía, lo cual ocurría permanentemente.

—Lo que quiero decir es que podría haberse metido en el río no mucho más arriba y permanecido allí tirada, donde la encontrasteis, la mayor parte del tiempo.

Willi intentó recordar qué había río arriba de donde la encontraron.

La posada de El Ciervo Negro. Pero no podía ser que le hubieran trasplantado los huesos allí.

—Quizás —admitió—. Aunque supongamos que se pasara flotando la mayor parte de esas horas.

—Te diré una cosa. —Fritz sonrió con ganas. Y por la manera en que se estaba frotando sus manos de regatista, Willi se dio cuenta de que estaba a punto de hacer una de sus famosas apuestas—. Te ayudaré a calcular la distancia en millas náuticas. Incluso te ayudaré a encontrar ese mítico lugar donde ella podría haberse metido en el agua… siempre que me cuentes una nimiedad acerca de ti.

—¿Y qué diantres podría tener de interés un hombre aburrido como yo?

Fritz le echó el brazo por el hombro.

—¿Por qué has estado evitándome —dijo, como si estuviera terriblemente cansado— cuando no he parado de repetirte que quiero presentarte a la más maravillosa de las mujeres? Una mujer tan inteligente y tan bella. Justo lo que necesitas. Pero aquí tienes a este completo canalla, que se muere por…

Un golpe resuelto en la puerta les hizo volver las cabezas.

—Willi… abre. Traigo suficiente comida para dar de comer a un regimiento, y mis brazos están a punto de romperse.

Fritz lo miró, apenado.

—Ach nein,
Willi. ¿La Chica de las Botas?

Capítulo 15

V
aya, Fritz! —exclamó Putzi, como si fueran viejos amigos.

Llevaba puesto un ceñido jersey rojo con un lazo en el pelo a juego.

Aquellos condenados mitones negros de encaje.

—Felices Fiestas,
Liebchen.
Y a ti también, Willi.

Besó a ambos hombres en los labios.

—¿Os podéis creer que he acarreado todo esto en tranvía? Medio ganso. La tarta de manzana de mi madre. Se podía oler desde Kreuzberg.

Mientras guardaban la comida, Fritz no podía dejar de mirar a Putzi. Willi se dio cuenta de que la chica lo tenía obnubilado. Su fogosidad, su espontánea cordialidad, todos sus modales proletarios… La verdad era que Fritz podía ser muy liberal… para ser un ex miembro de la realeza. Nunca había parecido importarle, por ejemplo, que Willi fuera un judío de clase media, un simple funcionario civil. Sentía devoción por él. Y si un aristócrata podía pasar por alto diferencias tan fundamentales —intentó convencerse Willi mientras Putzi se acurrucaba entre ellos en el sofá—, quizás él también pudiera. Aunque, por supuesto, Fritz era una oveja negra redomada. Su familia lo había repudiado hacía años, ya que el hombre podía llevar su liberalismo más allá de lo tolerable. Cuando él y Sylvie aún seguían juntos y Vicki estaba viva, Fritz siempre había querido que Willi dejara de ser tan burgués y probara a practicar el intercambio de parejas. Incluso había pretendido que se acostaran todos juntos.
«Ach,
Willi, estamos en 1928, por Dios». Willi lo estaba observando en ese momento, y por el brillo en los ojos de Fritz, le pareció que el hijo de su madre podría tener ahora unas ideas parecidas.

En efecto, después de acabar con varias botellas, los tres se habían ido haciendo cada vez más amigos, dándose unos a otros palmaditas en las rodillas mientras escuchaban la Novena de Beethoven desde el Teatro de la Opera. La música iba aumentando en intensidad, y la
Oda a la Alegría
se aproximaba a su fantástico clímax. Entonces, sin previo aviso, Putzi se levantó de un salto y apagó la radio.

—Willi, no te atrevas a ser cabezón con esto. —Se quedó mirándolo fijamente, como si hubieran estado discutiendo—. Le he estado dando muchas vueltas. Y la única manera de encontrar a esas sonámbulas es utilizando un señuelo.

Willi se puso tenso:

—No puedes ponerte a parlotear sobre esto donde te parezca. Es un asunto policial, Putzi. Haces que me arrepienta de habértelo dicho.

—¿Quién está parloteando? —Los ojos esmeralda de la chica brillaron—. Tú me dijiste que Fritz es tu mejor amigo. Que le confiarías tu vida. Con personajes como ésos… vas a necesitar toda la ayuda que puedas conseguir.

Fritz se levantó:

—Así que ésa es la razón de la pistola. Estás en apuros.

—¿Ahora llevas pistola? —preguntó Putzi.

Willi se sintió acorralado en un rincón.

—Vamos,
Freund.
—Fritz parecía ofendido—. Nunca me perdonaría que te ocurriera algo. Y sabes muy bien que sé sujetar mi lengua cuando es necesario. No dije ni una palabra sobre el Devorador de Niños, ¿verdad? Hasta que lo autorizaste. Así que confiesa: ¿de qué va todo eso de las sonámbulas?

Willi lanzó una mirada furibunda a Putzi.

Que ella le devolvió de inmediato:

—Bueno, no permitas que tu cabezonería se interponga. Tres cabezas piensan más que una.

Afuera, las campanas de la iglesia del Káiser Guillermo dieron las seis. Willi miró a los cuatro ojos que parecían estar fulminándolo. Intentó resistirse, pero fue incapaz; necesitaba ayuda, y mucha, y ya no confiaba en nadie del cuerpo.

Cuando terminó de contárselo, los tres estaban completamente sobrios.

—¡Hijos de puta! —Fritz estrujó un paquete entero de cigarrillos entre los dedos—. Basta que pienses que en el fondo no son tan malos, para que resulte que son cien veces peores.

Putzi daba vueltas por la habitación.

—Mira, Willi. Tienes que admitir que no te puedes acercar a Gustave de incógnito. Te descubriría enseguida. Pero yo no he estado con él jamás. ¿Y tú, Fritz?

—¿Yo? No, nunca. A Dios gracias.

—Pues ahí lo tienes. No hay más alternativa que dejar que Fritz y yo lo hagamos.

—¿Hacer qué? ¿De qué estás hablando?

—Me haré pasar por polaca. Mi acento es perfecto. Y si son piernas lo que Gustave anda buscando… pues… bueno… ¿qué más puede pedir? —dijo, fingiendo un marcado acento polaco, mientras se pasaba la mano sugerentemente por las piernas—. Asistiremos al espectáculo de Gustave. El me hipnotizará, me dará las órdenes posthipnóticas y Fritz me acompañará a casa. Y en cuanto empiece a caminar, tú y la mitad de la policía de Berlín me seguiréis a donde diablos quiera que vaya. Es la única manera de encontrar la guarida de esa gente.

Dejar que las ratas piquen el cebo, y luego observarlas cuando salgan corriendo hacia su agujero. Muy bien, Willi lo entendió enseguida. Si funcionaba, podría ahorrarse semanas de preparativos y de vigilancia inútil. Pero incluso para una mujer policía adiestrada, aquello era demasiado peligroso. Aquellos cabrones no secuestraban para pedir un rescate.

—Rotundamente, no.

—Bien, a lo mejor es que no quieres admitir que la señorita tiene un plan estupendo, ¿eh? —se mofó Fritz—. Entonces, dime una cosa: ¿qué propones tú?

—Pondré a Gustave bajo vigilancia. Registraré su casa. Con o sin orden judicial.

Putzi se encogió de hombros.

—Tú mismo lo dijiste, Willi: Gustave no es más que un proxeneta. ¿Y si lo detienes y no habla?

—O peor aún —señaló Fritz—. ¿Y si realmente no sabe nada? Puede que se limite a enviar a las víctimas a algún lugar preestablecido.

—Con todo, tendrá que concertar el asunto, hablar con alguien.

—Es posible que lo mantengan en la ignorancia.

—Pero ¿por qué habrían de hacerlo?

—Porque —aventuró Putzi— a lo mejor no está haciendo eso de manera voluntaria. Puede… que tengan algo contra él.

Willi recordó el yate del Gran Gustave, su imperio editorial, los millones que tenía… Sin duda no necesitaba secuestrar mujeres por dinero, eso tenía que admitirlo. Tal vez Putzi hubiera dado en el clavo. Pero, aun así, era totalmente imposible que fuera a permitir que ella corriera semejante peligro.

Las campanas de la iglesia daban las doce de la noche cuando Fritz se marchó. Willi estaba que lo llevaban los diablos. Putzi había montado todo un numerito, fingiendo que se iba a ir con Fritz dado que Willi se estaba comportando como una mula terca. Le había dado un largo beso en la boca a Fritz, al tiempo que le pasaba los dedos por el pelo, llamándolo
Liebchen
y asegurándose de que Willi le oyera decir que esperaba verlo muy pronto. Willi no estaba de humor para semejantes juegos.

Y cuando ella cerró la puerta, Willi le atizó un buen y sonoro bofetón en la cara. No lo disfrutó, pero quería hacerlo.

Putzi se lo quedó mirando, asombrada, y entonces sus ojos verdes se llenaron de más amor que nunca. Willi se dio la vuelta, demasiado irritado para mirarla.

—Me voy a lavar —le oyó decir a Putzi, que cerró la puerta del baño. Willi se desplomó sobre la encimera de la cocina.

El día anterior, en el café Rippa, cuando estaba a punto de irse, su conversación con Kai había dado un giro extraordinario.

—Ya me perdonará por entrometerme, Inspektor Kraus —había parecido decir el chico desde la nada—. Pero, dado que ambos estamos siendo sinceros —susurró por la comisura de la boca—, he oído que se ha encariñado de cierta señorita de Tauentzien.

Willi se quedó tan sorprendido que no había sabido qué decir. A pesar de sus cuatro millones de habitantes, Berlín podía ser terriblemente pequeña.

—No me malinterprete. —Kai había levantado los hombros, poniéndose el poncho y buscando su sombrero con la mirada—. Putzi es la mejor. Todo el mundo la quiere. Aunque espero que ella no le haya causado una impresión errónea.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, a que le haya hecho ver que es algo que no es. Después de encontrar su gran sombrero flexible, se lo había puesto.

—Ya sé quién es.

—¿En serio? —Kai se había arreglado la pluma roja del lateral del sombrero.

—¿Qué es lo que estás intentando decirme, Kai? —le había preguntado, cuando el muchacho se levantó para irse.

—Sólo eso. —Kai había colocado sus enormes manos sobre la mesa, taladrando a Willi con sus ojos azules, mientras el pendiente de oro se balanceaba en la oreja—. ¿Le ha mirado alguna vez entre los dedos, Inspektor?

Y tras guiñarle uno de los ojos llenos de rímel, se había marchado.

Putzi salió por fin del baño con un kimono puesto. Se había recogido el pelo con pinzas, y su mirada era tan opaca como un papel encerado. Tenía una gran marca roja donde él la había pegado.

—¡Hum! Ya me siento mejor. —Se acercó a Willi con un traspié—. Dame una copa, Willi. ¿Me quieres pegar un poco más?

—Quítate esos malditos guantes —le ordenó él—. Deja que te vea las manos.

—¡No! —Se escondió las manos detrás de la espalda y se apretó contra la pared.

—Te he dicho que te quites esos guantes.

Willi la agarró del brazo. Putzi soltó un alarido.

—Cállate, idiota. —Le tapó la boca con una mano.

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