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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (15 page)

BOOK: Los Sonambulos
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El gentío estalló en vítores.

—Y la vida no será magnífica —masculló Putzi.

Willi se sintió mejor sujetándole la mano.

—Pero aún hay más. Sí. Pocas semanas después de su histórica victoria en febrero de 1933, veo que un gran incendio arrasará la Casa de Alemania. Un incendio que conmocionará a la nación. Aunque esto no es algo de lo que haya que tener miedo,
meine Damen und Herren. Nein, nein.
Porque así es como debe ser. Ésa será la purificación mística de la que se elevará el fénix de ¡una Nueva y Gran Alemania!

La audiencia prorrumpió en aplausos y, como si le hubieran dado pie, una pequeña banda de música se puso a tocar un alegre foxtrot. Las parejas empezaron a bailar: hombres de altas chisteras, con monóculos y gemelos de diamantes; damas elegantes con largas boquillas… todos bailando y riendo desenfrenadamente. ¿Qué fiebre era la que atenazaba Alemania? Willi observaba, horrorizado. ¿Habían llegado a pudrirse tanto las cosas que la misma realidad era ya el enemigo? ¿Parecía el futuro tan aterrador que incluso entre los escogidos más privilegiados tonterías como aquélla podían pasar por verdad?

—La verdadera acción va a tener lugar en la cubierta inferior —oyó que le susurraba una baronesa a un amigo—. Sólo con invitación especial.

¿O es que para aquella élite no era más que una moda pasajera?

Encantado de poder escapar de aquel espectáculo, Willi tiró del brazo de Putzi, decidido a lograr acceso a lo que fuera que estuviera ocurriendo abajo. Pero, como le notificó un fornido guardia, su nombre no estaba en la lista. Lástima.

Willi tenía que pensar deprisa.

Entre los importantes personajes que hacían cola para entrar, divisó al mismísimo joven Von Thyssen al que había estado escuchando a escondidas, y decidió jugársela.

—¡Vaya, Georg! —exclamó, extendiendo una mano hacia el desconcertado joven de veinticinco años—. ¿No me digas que no te acuerdas de mí? Salí con tu hermana hace varios años, de hecho íbamos bastante en serio. Siegfried Greiber, de Carbones y Hullas del Ruhr.

Willi se jugó el todo por el todo con el niño rico, que necesitaba sentir que controlaba la situación y no deseaba demostrar que no tenía ni el más borroso de los recuerdos de ningún Greiber que hubiera salido con su hermana.

—Ach,
sí. Por supuesto. ¿Cómo estás,
Mensch?

La apuesta dio sus frutos; cualquier amigo de Von Thyssen era amigo del Gran Gustave, así que Willi y Putzi lograron acceder al sanctasanctórum.

El pequeño recinto, donde cabrían acaso unas veinte personas, estaba tenuemente iluminado por unas antorchas titilantes y recubierto de damasco rojo. Unas tupidas alfombras persas cubrían el suelo. El único mobiliario eran unos cuantos cojines de satén desperdigados y un sillón con aspecto de trono colocado en el frente e iluminado desde abajo. Las jóvenes estrellas, los magnates y la diversa nobleza seleccionados para asistir a aquella reunión elitista se afanaron en quitarse los zapatos y acomodarse en el suelo, aprestándose para lo que sin duda iba a ser una experiencia de la que hablarían a sus amigos.

Willi los examinó a todos.

¿Podía ser que alguno acabara siendo la próxima víctima de Gustave? Su mirada se posó en una despampanante morena que llevaba el cuello cargado de diamantes relucientes. No cabía duda de que el Rey de la Mística estaba involucrado en la desaparición de mujeres extranjeras, aunque Willi no tenía suficientes pruebas para conseguir una orden de registro contra él. Por supuesto que sabía que aquel hijo de puta no era más que un rufián, un proxeneta; pero, hasta el momento, Gustave era el único hilo conductor hasta el lugar donde acababan las sonámbulas. Lo único que Willi sabía con total seguridad era que dicho destino se encontraba a una distancia variable entre aquel lugar y Spandau.

Al cabo de lo que se antojó una eternidad llegó Gustave, sin duda entretenido por algún proyecto memorable para el futuro de la humanidad. Ataviado con la túnica larga y holgada y el ridículo turbante, llevaba a la anciana duquesa Augustina von Breitenbach–Dustenburg cogida del brazo, una auténtica aristócrata prusiana. El sillón tipo trono colocado en la parte delantera de la habitación, que todo el mundo había supuesto destinado a él, Gustave se lo cedió a la dama. No es que fuera tan vieja, cincuenta y cinco o sesenta años a lo sumo, aunque su brillante traje de noche negro, que llevaba con unos guantes blancos hasta prácticamente las axilas, daba la impresión de estar desfasado hacía generaciones. La cara de la mujer no expresaba el menor destello de emoción, aparte de algún que otro parpadeo de solemnidad de vez en cuando.

—Hola a todo el mundo, mis dilectos amigos y más firmes seguidores —saludó Gustave con su voz más teatral. La cara blanqueada y los labios pintados de un rojo oscuro se movían de una expresión Kabuki a otra sin solución de continuidad—. Estoy seguro de que todos conocéis a la duquesa, aquí presente. Bueno, ella tiene que haceros una pequeña confesión: desea que os comunique que no cree que pueda hipnotizarla, aunque, por otro lado, desea ardientemente que pueda hacerlo. Y me ha dicho que, en el fondo de su corazón, estaría realmente encantada de que hoy se le ordenara hacer algo absolutamente… ¿cómo lo ha llamado?

—Escandaloso —informó la duquesa con expresión impasible.

La habitación prorrumpió en una carcajada.

—Bueno. Usted no cree que pueda hipnotizarla. ¿Hay alguna otra mujer aquí que comparta esta opinión? ¿Que se crea inasequible a mis poderes?

Willi, que rodeaba a Putzi por los hombros con el brazo, sintió que los músculos de la muchacha se tensaban. —Ni se te ocurra —le susurró.

La morena de ojos oscuros y diamantes refulgentes se levantó del suelo.

—Madame. —Gustave alargó una mano hacia ella—. Dígame, ¿cómo se llama?

—Melina von Auerlicht. Este es mi marido, el conde Wilhelm von Auerlicht.

—Condesa, ¿usted no es oriunda de Alemania, verdad?

—Nein.
Soy griega.

—¿Y piensa que no es susceptible a la hipnosis?

—Absolut nich.
Mi fuerza de voluntad es demasiado poderosa. Pregúntele a mi marido.

—Conde Wilhelm, ¿está usted de acuerdo en eso?

—¡Por supuesto! —contestó en voz alta el conde, a todas luces bastante borracho—. Esta mujer es una auténtica bruja. Ella no se lo negará.

La concurrencia rugió.

—Es más, me siento orgullosa de ello —repuso la mujer—. Ni siquiera usted, Rey de la Mística, puede ejercer ningún poder sobre mí.

Pero estaba equivocada. Al cabo de unos minutos, las dos, ella y la anciana y voluminosa duquesa, eran esclavas de las órdenes del Gran Gustave.

—Pues aquí tienen,
Meine
Damen und Herren.
—Señaló a las dos mujeres, despatarradas como cadáveres sobre un montón de almohadones—. La mayoría de las personas, sobre todo la mayoría de las mujeres, no alcanzan a comprender lo profundamente sugestionables que son. Se creen que pueden resistir, que son más fuertes. Y lo que no son capaces de reconocer es lo mucho que realmente desean ser dominadas.

—Duquesa —dijo a la de más edad—. Siéntese, querida. Abra los ojos. Y dígale a papá… cuál es su deseo. Ahora que la tengo bajo mi control, ¿qué cosa «escandalosa» debería ordenarle hacer?

La duquesa se sentó y abrió los ojos. Pero durante lo que se hizo el más largo de los momentos, nada salió de su boca. Toda la audiencia se inclinó hacia delante, tensa y expectante. ¿Había fracasado Gustave?

—Deseo… —dijo por fin la duquesa en voz baja—, deseo hacer un
striptease
al estilo norteamericano.

Sus palabras fueron recibidas en silencio, de puro pasmo.

—¡Luigi! —Gustave hizo un gesto hacia su ayudante—. Trae a algunos músicos. La duquesa quiere bailar mientras se desnuda.

En segundos, o eso pareció, una tarola con platillos y unas pocas trompetas estaban preparadas en un lado de la sala.

—Duquesa —gritó Gustave—. ¿Está lista?

—Sí —contestó la aludida desde su escondite detrás de una de las gruesas cortinas rojas.

—Y ahora… el gran Teatro de la Scala de Berlín se enorgullece en presentar… directamente desde Norteamérica… a la sensación internacional… ¡la duquesa Augustina von Breitenbach–Dustenburg!

Los músicos se pusieron a tocar un estridente ritmo lleno de quejidos de trombones y sensuales gritos de trompeta. Sacando la pierna izquierda primero, la duquesa apareció de detrás de las cortinas meneando las caderas, y lenta y burlonamente empezó a tirar de los dedos de uno de sus largos guantes blancos y la prenda entera acabó describiendo círculos encima de su cabeza. Cuando el guante salió volando hacia un caballero situado en la primera fila, la duquesa se inclinó hacia delante, contoneó el pecho y gruñó en inglés:

—¡Eh, muchachote! ¿Tienes planes para cenar?

La audiencia se agitó entre risas y aplausos, y uno de los asistentes se movió entre el público para captarlo todo con una cámara de cine.

Gustave permitió que la actuación continuara hasta que la duquesa se encontró bailando vestida sólo con unas largas enaguas negras, que levantaba para enseñar sus piernas blancas y fofas y sus varices moradas. Entonces hizo parar la música y le dijo que, al chasquido de sus dedos, saldría del trance hipnótico sintiéndose renovada y de un humor maravilloso.

¡Chas!

La habitación estaba en silencio cuando la anciana cascarrabias se percató de que estaba parada, medio desnuda, delante de todos.

—Gott in Himmel!
—aulló, prorrumpiendo en un ataque de risa y rodeando con sus brazos a Gustave—. ¡Lo hizo! ¡Es usted un hombre maravilloso, maravilloso!

En cuanto a la decidida griega, Gustave se volvió hacia su marido y le dijo alegremente:

—Conde Wilhelm, mientras la tengamos bajo control, ¿hay algo que le gustaría que hiciese con su mujer?

El conde lo consideró durante un instante, y entonces levantó una copa de champán.

—¡Sí, maestro! —gritó—. Haga que tenga un orgasmo. ¡La bruja frígida nunca lo ha tenido conmigo!

Los gritos de hilaridad y perplejidad llenaron la habitación.

Gustave le hizo un pequeño saludo, como si estuviera encantado de ser de utilidad.

—Melina, amor mío. —Ayudó a levantarse a la hermosa morena y la sentó en el sillón—. Dime una cosa… ¿estás hipnotizada en este momento, cariño?

—No —contestó ella, con los ojos firmemente cerrados.

—¿Puedo hacerte una pregunta personal?

—No.

—Si pudieras hacer el amor con cualquier hombre de esta habitación… ¿quién sería ese hombre?

—Tú.

Hubo un aplauso general.

Gustave hizo una modesta reverencia.

—Muy bien, pues, Melina. Tú y yo vamos a hacer el amor. Aquí mismo. Ahora mismo. ¿De acuerdo?

—No.

—Cuando cuente hasta tres, Melina, tú y yo vamos a hacer el amor. Con locura. Apasionadamente. Un amor malsano. No se parecerá a nada de lo que hayas experimentado en tu vida. Te estremecerá hasta la médula, y todas las células de tu cuerpo vibrarán de placer. Y tendrás orgasmos, Melina. No uno ni dos, sino que cada vez que te lo ordene, tendrás otro orgasmo. Y te encantará, Melina. Y te encantará como nunca antes te haya encantado algo. ¿Estás lista?

—No.

—Uno.

—No.

—Dos.

—¡Tres!

Los brazos de la mujer salieron disparados de sus costados, y ella emitió un grito grave, casi aterrador, que hizo estremecer a la audiencia. Gustave permanecía apartado, con los brazos a la espalda, observando cómo la mujer apretaba a un amante totalmente imaginario contra su pecho.

—¡Oh, sí, Gustave! ¡Sí, sí! No sabes cuánto tiempo he esperado esto. —Su cara se puso roja y brillante, y su respiración se aceleró cuando levantó las piernas y empezó a retorcerse en el asiento—. ¡Oh, sí, Gustave! ¡Sí!

—Ten un orgasmo ahora, Melina —le ordenó Gustave—. ¡Un orgasmo!

—¡Sí! ¡Oh, sí! ¡Oh, sí, sí, sí!

—Una vez más, Melina. Ten otro orgasmo.

—¡Sí. Sí! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!

Diecisiete veces, jurarían después quienes no perdieron la cuenta.

El sillón tuvo que ser arrojado a la basura.

Pero a Melina von Auerlicht, la pobre, se le ordenó que no recordara nada de su aventura; y en cuanto salió del trance, acusó orgullosamente a Gustave de ser un fraude ¡y de ser incapaz de hipnotizar a nadie que tuviera su fuerza de voluntad!

Capítulo 13

S
ácame de aquí —susurró Putzi. Willi vio que se había puesto blanca. Al notar que su piel se había vuelto fría y húmeda de repente, la hizo subir las escaleras a toda prisa, confiando en sacarla a cubierta antes de que se desmayara, vomitara o ambas cosas a la vez. Una vez fuera, el aire fresco la revivió poco a poco.

—Nunca he visto nada tan horrible —dijo, aferrándose la garganta con sus manos medio enguantadas—. Era como… si la estuviera violando.

Willi le rodeó la cintura con el brazo, y a pesar del día extemporáneamente cálido, a pesar de la tranquilidad del lago que los rodeaba y que chapoteaba contra el casco, sintió que Putzi estaba realmente traumatizada. El temblor la sacudía hasta el tuétano. Parecía como si algo le hubiera tocado un nervio y se lo estuviera estrujando con unas tenazas metálicas.

—Willi —susurró—. Sácame de este barco. Aunque tengamos que irnos a nado.

Antes de partir para su excursión nocturna,
El Tercer Ojo
tenía programado recoger a unos rezagados en un lugar conocido como la Isla de los Pavos Reales. Putzi y Willi fueron los únicos en desembarcar. Otros veinte juerguistas pasaron por su lado, empujándolos, para unirse a la diversión. Entre ellos, Willi reparó en cinco o seis oficiales con un uniforme totalmente negro, todos acompañados de rubias enjoyadas. Al cruzarse, rozándose unos con otros, alguien golpeó a Willi en el hombro.

—Perdón —dijo el sujeto con una sonrisa, mientras inclinaba su gorra de oficial de las SS y seguía subiendo la rampa. Por la gran distancia entre sus dientes de conejo, Willi lo reconoció al instante: era Josef, su amigo de la posada de El Ciervo Negro.

Cuando el barco zarpó, Willi y Putzi permanecieron allí, él rodeándole con el brazo la capa que ondeaba al viento. Ni siquiera eran las cuatro, y la tarde no podía ser más extraña y calurosa. El aire casi resultaba bochornoso. A medida que el sonido de la banda de jazz procedente del barco se fue desvaneciendo, Willi advirtió que la respiración de Putzi recobraba la normalidad y el temblor abandonaba sus huesos. Entonces se arrancó la peluca y se pasó los dedos por aquel pelo negro y rizado. Y la frase sobre el masoquismo leída en el libro de psicología cruzó de nuevo sus pensamientos: «una erotización neurótica» de un trauma infantil.

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