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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (14 page)

BOOK: Los Sonambulos
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—Ya ves, después de todos estos años, resulta que todavía no soy ciudadana alemana. Y si los hitlerianos (maldito sea su nombre) en verdad subieran al poder alguna vez, es a gente como yo a la que perseguirían, ¿no?

—Realmente lo dudo, Bessie. —Willi le dio una palmada en su mano pequeña—. Creo que tienen presas más importantes.

Como yo, pensó, taciturno.

—Pero, si alguna vez llegas a tener idea de por dónde soplan los vientos…

—Serás la primera en saberlo. Te lo prometo.

En el colegio La Joven Judea, oculto detrás de un alto muro en una calle lateral en Schoneburg, todos los interlocutores parecían hacerse la misma pregunta esa noche. Greenburg, el contable; Steiner, el fontanero; Rosenbloom, el agente de seguros; el profesor de Stefan; el director de Stefan; incluso el rabino de Stefan. Todos se acercaron a Willi en un momento u otro recabando el mismo consejo. ¿Qué debían hacer? ¿Qué? ¿Qué? «Tome precauciones, si eso le hace sentir más seguro —empezó por responder de la misma manera en cada ocasión—. Pero lo que sí puedo decirle es que Von Schleicher utilizará toda su fuerza para destruir a los nazis». ¿Y no cree…?, ¿no es posible…?, ¿no podría ser…?, ¿y si, Dios no lo quiera…? Al final, le entraron ganas de ponerse a gritar: «Pero ¿quién se creen que soy, el Gran Gustave? ¿Cómo podría saber lo que va a ocurrir mañana?».

El festival de invierno conmemoraba la historia de la Hanukkah: la revuelta de los judíos contra los antiguos griegos, el milagro del candelabro que permaneció encendido ocho días en lugar de uno. Las canciones, el baile… todo le parecía especialmente cálido y esperanzador a la inquieta multitud de padres judíos, Willi incluido, que llenaba el auditorio esa noche. Durante la actuación, se volvió hacia Ava, que estaba sentada a su lado. La tranquila expresión en la cara de su cuñada no se correspondía con su nervioso y continuo cambio de postura en la silla.

«Sí —le dijo ella sin palabras, con una sola mirada—. Está todo arreglado».

—¿Qué hay de tus padres… lo saben ya? —susurró Willi.

Ava movió rápidamente la cabeza adelante y atrás.

El gran enfrentamiento se produjo después, en casa de los Gottman en Dahlem.

—No es porque tema que los nazis estén a punto de hacerse con el poder —se aseguró de recalcar—. He acabado envuelto en una investigación de asesinato que ha tomado un giro bastante siniestro. Y la gente a la que estoy persiguiendo bien podría intentar intimidarme amenazando a mi familia.

—Esa gente… ¿son nazis, verdad? —Max Gottman parecía no albergar ninguna duda.

Willi no respondió.

—¿Crees realmente que
Mutti
y yo también deberíamos irnos?

—Puedo conseguir que la policía vigile la casa. Del negocio no creo que tengas que preocuparte.

—¿Y qué pasa contigo? —A Willi le sorprendió ver la mirada de preocupación en los ojos de su suegra.

—¿Conmigo? Soy el último por el que necesitáis preocuparos,
Mutti.

Stefan recibió la noticia bastante bien:

—¡Genial, de vacaciones a París!

Pero su hermano mayor, Erich, tenía una mirada triste y seria:

—¿Por qué tengo la sensación de que nunca más volveremos a ver este lugar?

—Tonterías. —Willi le apretó cariñosamente el hombro—. Ya te lo he dicho, es sólo hasta que atrape a esos tipos malos.

Aunque no se olvidó de entregarle a Ava a escondidas una pequeña maleta llena de documentos y reliquias de familia, a fin de que se la llevara con ellos.

El piso estaba a oscuras cuando llegó a casa, y no le gustó esa sensación. Putzi le había dejado una nota encima de la mesa: «Me voy a mi casa a pasar la noche. Tengo que ocuparme de algunas cosas. Todo arreglado para mañana. El yate zarpa a mediodía. Recógeme a las once. Y no lo olvides… ¡procura parecer un nazi! Tu peluche, Putzi».

Colgó el abrigo y se dirigió al dormitorio. En cuanto encendió la luz, supo que algo no iba bien. Su mesa, sus libros… no estaban en orden. Dio vueltas por todos lados de manera instintiva, pero al final, cuando volvió y se sentó a su mesa, supo que no estaba comportándose como un paranoico. Alguien había registrado a conciencia sus cajones, y el sobre blanco en el que siempre guardaba un par de cientos de marcos para las emergencias había desaparecido. Cerró el cajón de un golpe y se quedó mirando fijamente la pared como si hubiera recibido un balazo en el vientre. ¿Por qué se llevaría Putzi el dinero, si sabía que él estaría encantado de dárselo?

Capítulo 12

T
ras recorrer varios oscuros pasillos de la Dirección General de la Policía, unas puertas dobles conducían al misterioso Departamento K, donde los agentes de la Kripo podían agenciarse no sólo documentos de identidad, sino todo un vestuario nuevo y el resto de cosas necesarias para adoptar una personalidad ficticia en su labor investigadora. Willi llegó a las ocho de la mañana para transformarse no sólo en un nazi, sino en un rico empresario de la ciudad industrial de Essen. Su pelo negro y rizado quedó disimulado con una peluca castaña clara, y sus ojos quedaron ocultos tras un par de gafas de cristales oscuros con montura de carey. Auténticamente impresionante le resultaba el traje de etiqueta de dos piezas de lana con solapas de seda y una raya también de seda a lo largo de la pernera del pantalón. Lo último de Savile Row. Cuando se fue a las once menos veinticinco, incluso su coche había sido acondicionado con unas placas nuevas de matrícula que confirmaban su identidad como Siegfried Grieber, principal accionista de Hullas y Carbones del Ruhr.

A las once estaba esperando a Putzi en el exterior del edificio donde vivía. La gente que pasaba por la calle se quedaba mirándolo de hito en hito; no todos los días un deportivo BMW 320 cupé conducido por un hombre en esmoquin aparcaba en aquella manzana.

Cuando Putzi salió, se formó un corrillo de gente.

—¡Mirad… Putzi se ha convertido en una estrella de cine!

Sin duda, iba emperifollada como una actriz. Aunque con aquel ceñido traje de noche rosa de grandes mangas abullonadas y adornadas con lazos y un escote que descendía hasta sólo Dios sabía dónde, estaba más cerca de ser una muñequita ostentosa de una película mala de serie B, pensó Willi. Por encima de los hombros se había echado una capa negra hasta los pies festoneada con plumas de marabú.

—¿Os vais a casar? —preguntó una vieja.

—Sí, así es. —Putzi extendió las manos como una cantante ante sus entregados admiradores. Willi vio que seguía llevando los condenados mitones negros de encaje—. Ahora me dirijo a la capilla. ¡Deseadme suerte!

—Mein Gott!
—exclamó, metiéndose en el asiento delantero junto a él—. Casi no te reconozco. —Sus ojos cristalinos examinaron a Willi de pies a cabeza, y entonces le dio un ataque de risa—. Realmente es asombroso. Ni siquiera diría que eres…

—¿Judío?

—Sí.

—Bueno, ¿no era eso lo que se pretendía?

—Por supuesto que sí,
Liebling.
No te estoy criticando.

—A propósito, la nariz es toda mía.

—Tienes una nariz absolutamente preciosa. ¿He dicho lo contrario alguna vez? ¿Qué aspecto tengo yo?

Willi encendió el motor.

—El de una auténtica belleza nazi.

—¿Qué se supone que quiere decir eso? ¡Eh!, ¿qué pasa? ¿Ni siquiera hay un beso?

Willi le puso los labios en los suyos, metió la primera y se alejó de la manzana, sin querer emprenderla con ella en ese momento. Pero aún no habían doblado la primera esquina cuando ella se dio cuenta de que algo pasaba.

—¿De qué se trata, Willi? Averiguaste lo del dinero, ¿no es eso?

El no dijo nada.

—Y crees que lo robé, ¿eh? ¿Es eso? Pues estás equivocado. Intenté llamarte a la oficina, pero ya te habías marchado. Tenía que comprarme un conjunto. Hoy no podía ir vestida como una secretaria barata o una telefonista. En ese yate va a haber condes y baronesas. ¿Crees que no te lo iba a decir?

Willi sintió que se le hacía un nudo en la garganta:

—¿Y ese conjunto te ha costado trescientos marcos?

—No exactamente. Algo menos de cien. Todavía tengo el resto en casa. Te lo devolveré más tarde.

Willi apretó la mandíbula y metió furiosamente la tercera sin saber qué creer.

El Club Náutico de Berlín estaba en el Wannsee, el más elegante de los muchos grandes lagos que rodeaban la ciudad. El yate del Gran Gustave,
El Tercer Ojo,
sobresalía entre la flotilla de relucientes navíos como un Taj Mahal, el doble de largo que el resto, el doble de alto y doblemente lleno de banderas y coloristas banderolas. Unos guardias armados de las SA comprobaban las invitaciones de la muchedumbre bien vestida que esperaba para subir a bordo.

—No te disgustes, Willi, por favor. —Putzi le cogió la mano mientras subían a la pasarela—. Recuerda, estamos juntos en esto.

—No metas las narices en esto —respondió él, más enfadado de lo que creía—. Lo último que necesito es que tú también desaparezcas.

—Mis narices —repuso Putzi, soltándole fríamente la mano— ya están metidas en esto.

El yate zarpó a mediodía. Debía de haber unas sesenta personas a bordo, aunque, con dos grandes cubiertas de cocina abajo, apenas se notaba. Putzi no había bromeado sobre la clase de personal allí presente; en los primeros minutos, Willi reconoció a más aristócratas que en un baile de embajada: el príncipe de Pomerania, el conde de Coblenza, el barón y la baronesa de Brandeburgo–Sajonia… Entre la multitud también había representantes de algunas de las familias industriales más poderosas de Alemania: Thyssen, Krupp, Porsche…, además de un nutrido grupo de actrices de la pantalla y el teatro con unos trajes cuyos escotes hacían que el de Putzi pareciera recatado. Docenas de camareros con turbantes de borlas hacían circular aflautadas copas de champán sobre bandejas de plata o atendían mesas de bufé rebosantes de exquisiteces. Todo el barco estaba adornado con ramas de acebo y pino.

A esas alturas, Willi había hecho las suficientes averiguaciones sobre Gustave Spanknoebel para saber que la fortuna amasada para llevar semejante estilo de vida no procedía de sus actuaciones públicas en los clubes nocturnos, ni siquiera de los muchos clientes privados que confiaban en todo lo que él decía. No, el verdadero dinero procedía de su imperio editorial, que, además de una de las revistas semanales más populares del país, el
Clairvoyant,
editaba innumerables libros sobre ocultismo cuyas ventas sobrepasaban con creces las de muchos de los títulos de los grandes novelistas del país. Aunque su mayor filón de oro era un ungüento de su invención llamado Viril Kreme, que millones de alemanes, tanto hombres como mujeres, juraban que enardecía la pasión sexual. Algunos veían en Spanknoebel al mayor Svengali de la historia de Alemania. Incluso se decía que había dado clases a Adolf Hitler sobre oratoria en público y psicología de masas. No sorprendía que el hombre hubiera permanecido inmune a la ley durante todo ese tiempo.

También era evidente, como Putzi había anticipado, que aquel evento era estrictamente para parejas. Había estado bien que la llevara con él, pues no se veía a un hombre o mujer sin acompañante. Willi acabó teniendo que llevada a remolque como si estuvieran esposados.

—Dime la verdad —le susurró Willi en un momento dado, todavía furioso con ella aunque ya ni siquiera estaba seguro del motivo—. ¿Por qué llevas esos guantes negros de encaje a todas horas, Putzi?

Ella intentó soltarse la mano:

—Porque me gustan.

Bueno, él no la soltaría ni le permitiría probar una gota de alcohol.

—¿Quieres involucrarte? Pues mantén los ojos y los oídos abiertos.

—Sí, señor. —Rabiosa, Putzi arrugó la frente—. ¿También me vas a acompañar al baño?

Él la ignoró, arrastrándola a través de la multitud entreverada de estrellas. Al localizar a dos poderosos herederos de la industria alemana del acero, la obligó a guardar silencio.

—¡Chist!

—Por desgracia, todo el mundo está perdiendo la fe en que Hitler pueda conseguir siquiera la cancillería.

Willi se concentró en escuchar lo que decía el joven Helmut Krupp, cuyo abuelo era, probablemente, el hombre más rico de Alemania.

—Pero hemos de asegurarnos de que la consiga —replicó el joven Georg von Thyssen, cuyo abuelo iba en segundo lugar, con la boca llena de caviar—. Dios no quiera que los rojos se hagan con el poder; nos pegarían un tiro a todos al día siguiente. Y en cuanto los nazis destrocen a los comunistas, podremos encerrar a los grandes babuinos.

—Exacto —respondió Krupp, riéndose por lo bajinis.

Era una lástima que Fritz no estuviera allí, pensó Willi, arrastrando a Putzi tras él una vez más. Aquellos dos eran justo la clase de idiotas contra los que su amigo despotricaba en su columna del periódico, totalmente reacios a entender que los grandes simios que ellos pensaban que podrían hacerles el trabajo sucio, pasarían, por su propia naturaleza, de destrozar a los comunistas a destrozarlos a ellos.

Cuando el yate se adentró en el Wannsee y la mayoría de los invitados se encontraban a sus anchas y en maceración, Gustave hizo su entrada triunfal, flotando a través de la multitud con un conjunto completo de
swami:
larga túnica blanca y turbante rojo.

—Disculpad semejante tardanza —les suplicó.

Todos se congregaron a su alrededor para oírle hablar desde un pequeño estrado con aspecto de altar.

—Pero una labor sumamente memorable me ha retrasado. —Su voz temblaba, cargada de significado, y en sus ojos había una mirada de asombro fruto del saber y el misterio—. Me he pasado toda la mañana entregado a la confección de una carta astral de la mayor trascendencia para nuestra nación… la carta de Adolf Hitler. Y vosotros, mis más respetados invitados, seréis los primeros en oír sus asombrosas revelaciones. Sí… sí… ¡lo he visto todo! —Y extendió un brazo cuanto pudo por delante de él.

Willi pensó que el hombre estaba llevando la teatralidad a nuevas dimensiones del absurdo.

—Todos sabemos que, en los últimos meses, el Führer y su partido han hecho frente a unas condiciones extremadamente adversas. Esto se debió a que la alineación de la Luna y Urano estaba en la Primera y la Duodécima Casas. Pero, en la cuarta semana del próximo año, esta alineación se trasladará a las Casas Sexta y Séptima de Hitler. No será un tránsito fácil… al menos no sin subterfugios y puede incluso que con derramamiento de sangre… pero todos los planetas habrán alcanzado la posición adecuada para que él consiga ¡una grandiosa y definitiva victoria sobre sus enemigos!

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