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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (20 page)

BOOK: Los Sonambulos
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Von Schleicher le dedicó una sonrisilla torva.

—Roehm piensa que fue un intento de desacreditar a las SA.

—No lo entiendo. Las SS forman parte de las SA.

—Sí. Pero nada gustaría más a sus dirigentes que provocar una escisión y convertirse así en responsables directos ante Hitler. Himmler y su nuevo ayudante, Heydrich (un reptil de sangre fría donde los haya) sueñan con ello, ¿entiende? Desean crear una milicia aria de élite. —La mirada del general se llenó de desprecio—. Un Ejército Dominante de la Raza Dominante. Si eso ocurriera, por supuesto, las SS y las SA, que como todos sabemos están integradas en buena medida por la escoria de la sociedad, serían, bueno, se podría decir que… serpientes en una cesta. Al final, una tendría que perecer. Puede que éste haya sido el primer mordisco.

Una metáfora acertada, pensó Willi, que no hizo sino acentuar el nudo que tenía en el estómago.

Aquella operación estaba empezando a hacer que la caza del
Kinderfresser
se pareciese a un partido de fútbol de la liga infantil. Entonces todo el mundo había estado de su lado, y su presa había tenido que moverse sola entre las sombras a toda prisa. Ahora, era Willi el que casi estaba solo. Y sólo Dios sabía a qué se estaba enfrentando. Todavía no tenía ni idea de dónde había desaparecido ninguna de aquellas personas. Ni siquiera cuántas eran. Si los internos del asilo mental de Gunther habían acabado como las sonámbulas del Gran Gustave…, aquel secuestro masivo dejaba pequeño cualquier crimen del que jamás hubiera tenido noticia.

¿Adónde podían haber llevado a tanta gente?

¿Y por qué?

No simplemente la logística, sino el motivo, como estaba empezando a comprender, era de unas dimensiones abrumadoras. El
Kinderfresser
no había tenido otro motivo que la compulsión patológica. Pero una sola tarde en la Biblioteca Estatal de Prusia, y Willi empezó a darse cuenta de que la locura a la que se estaba enfrentando no tenía nada de irracional. De hecho, más bien lo contrario: era la racionalidad llevada a su extremo; el fanatismo ideológico enmascarado de ciencia.

El Instituto para la Higiene Racial había sido fundado por algo llamado la Orden Fraternal de los Alemanes de Sangre —de la que no constaba dirección alguna—, una organización nacional, según su boletín informativo, dedicada a la ciencia del «perfeccionamiento racial» a través de la reproducción selectiva. Eugenesia. Sus doce mil miembros creían firmemente que la nación alemana estaba siendo atacada por «genes inferiores». En 1930, su anónimo comité de dirección había fundado un anónimo instituto de biólogos, genetistas, psicólogos y antropólogos a los que se les había encomendado la labor de formular propuestas concretas para «fortalecer el cuerpo nacional mediante la erradicación de transmisiones genéticas degeneradas».

Entre las recomendaciones presentadas en un manifiesto de 1931, antes de que instituto pareciera desaparecer por completo, estaba algo llamado Ley para la Prevención de los Trastornos Genéticos. Willi no podía creerse lo que estaba leyendo. Todos los alemanes que padecieran esquizofrenia, depresión maníaca, epilepsia, ceguera, sordera y deformidades físicas congénitas, alcoholismo y hemofilia —aproximadamente unos 4,5 millones de personas, según los buenos doctores del tal instituto— tenían que ser esterilizados, a la fuerza si se hiciera necesario, para expurgar sus genes del acervo racial. El método más práctico para semejante programa a gran escala, escribían, se estaba investigando. A Willi no le llegaba la camisa al cuerpo. ¿Estaban investigando cómo esterilizar a 4,5 millones de personas?

También se proponía una ley de «protección de la sangre» que penalizara las relaciones sexuales entre alemanes y judíos. Sólo la «completa eliminación de la raza judía de Alemania reduciría la amenaza semita contra la sangre alemana».

Los sedicentes científicos declaraban también que «la historia de la humanidad está racialmente determinada. La raza es la fuerza decisiva. Todas las grandes naciones rechazan la mezcla genética. Algo tan connatural en la gente como en los animales».

En ese momento Willi se acordó de su amigo el dientes de conejo de Spandau, Josef, cuando subía por la pasarela aquella tarde al yate del Gran Gustave vestido con un uniforme de oficial completamente negro. La primera vez que lo había visto en El Ciervo Negro, llevaba puesta una bata de médico bajo su abrigo de lana. Willi estaba seguro de eso.

—Herr Canciller del Reich. —Willi puso las manos sobre la mesa y se inclinó hacia el general de aspecto cansado—. ¿Las SS tienen un cuerpo médico?

Al menos abandonó la Cancillería del Reich provisto de algo que necesitaba: el apoyo firme de Von Schleicher.

—Estoy muy cerca —le había llegado a indicar realmente el canciller, utilizando una regla— de destruir al Partido Nazi. Gracias a los tres obstáculos electorales que les obligué a superar este año, se han endeudado hasta la friolera de noventa millones de marcos. Su apoyo electoral está decayendo, y ya no tienen ese aura de imbatibilidad. Y ahora —se había dado un reglazo en la palma de la mano— he provocado que el Secretario del Partido, Strasser, se vaya, amenazando con llevarse a un tercio de los afiliados con él. Si podemos desenmascarar a esta banda de criminales, Willi, estoy convencido de que eso sería la gota que colmaría el vaso.

Aunque con tantos científicos destacados, una fraternidad anónima y la posible implicación de las SS, los dos hombres habían estado de acuerdo en que una investigación rutinaria estaba fuera de lugar. Una estocada directa al corazón era la única opción plausible. Y la manera más rápida: utilizar un señuelo, encontrar la sede y, luego, montar una redada para atrapar a los que quedaran sueltos. Por desgracia, habían convenido los dos, la lealtad de la fuerza policial de Berlín se había vuelto demasiado peligrosa para confiar en ella. Willi se había quedado atónito al enterarse por Von Schleicher que el propio jefe de Willi, el Kommissar Horthstaler, se había unido a los nazis hacía un mes.

—Esa escoria ha estado organizando una red clandestina para apoderarse del departamento de policía en cuanto lleguen al poder —había explicado el canciller, doblando furiosamente la regla—. Pero usted y yo —retumbaba su voz inquietantemente— podemos pararlos, Willi. Usted y yo, y hombres como nosotros —había aferrado la regla— podemos ser a los que la historia recuerde. —Había aporreado la mesa—. No a ellos.

Willi deseó tener la convicción del general. Aunque lo que tenía en ese momento era una unidad del ejército del Reich de la guarnición de Potsdam a su disposición. Y la última arma secreta de los militares: la radio portátil. Tres transmisores-receptores lo bastante pequeños para ser instalados en la parte trasera de un camión o un barco. Al menos, aquello les daría una ventaja en cuanto a las comunicaciones. La de cosas que podían haber hecho con aquello en la última guerra.

A la mañana siguiente… otro paso adelante.

Gunther confirmó que el doctor Oscar Schumann, el cirujano asociado de Meckel en el Instituto para la Higiene Racial, era el mismísimo Schumann de la «Judíos-damm» de la posada de El Ciervo Negro.
Unwarhscheinlich!
En efecto, lo había visto allí la noche anterior, y había oído que lo llamaban por su nombre completo. Aquella pequeña y familiar taberna de Spandau, si no una sede, era sin duda una zona de reagrupamiento de todo aquel asqueroso asunto.

—Lo reconocí de inmediato por su descripción. —Las mejillas blancas del muchacho se estremecieron—. Llevaba una bata blanca de médico. Y a su lado el señor Dientes de Conejo, Josef, cuyo apellido, por desgracia, no escuché. Pero también llevaba una bata de médico. ¿Y cómo supone que llegaron los dos, jefe? ¡En barco! Hay un pequeño embarcadero en la orilla de la cervecería al aire libre. Los vi cuando atracaban. Se estaban quejando de lo asqueroso que era el aire en Sachsenhausen y se alegraban de verse libres de aquello.

De nuevo Sachsenhausen. Si pudieran localizarlo antes de Nochevieja, Putzi no tendría que ir.

Pero ni Fritz ni los espías de Von Schleicher, ni los Camisas Pardas de Roehm, y ni siquiera Kai y sus Apaches Rojos, fueron capaces de localizar el mítico lugar.

Así que, la última noche de 1932, Putzi terminó de subirse la cremallera de su vestido rosa de estrella de cine y se «puso guapa» para su misión.

La llamada a la puerta se produjo a las ocho. Fritz apareció vestido con chistera, frac y una larga capa negra.

—Szczesliwego Nowego Roku!
—lo saludó Putzi con entusiasmo, dándole un descomunal abrazo—. ¡Feliz Año Nuevo,
Liebchenl

En su antigua profesión, una tenía que saber un poco de todos los idiomas, explicó ella con su acento polaco.

Al menos tuvieron tiempo de un último brindis.

—¡Por 1933! —Los tres hicieron entrechocar sus copas.

—Ya verás. —Los ojos de Putzi relampaguearon como un neón verde—. Ya verás como esto va a funcionar, Willi. —Y le plantificó un gran beso en la mejilla—. Cuando regrese, empezaré de nuevo. Flamante como un bebé recién nacido. Ni siquiera me reconocerás. Hay unas nuevas clínicas, ¿sabes?, sobre todo en el extranjero, que ayudan a gente como yo. —Le pasó el dedo enguantado por la mejilla—. Son caras, eso sí, pero dicen que tremendamente efectivas. ¿No es cierto? —Agarró a Fritz del brazo con fuerza.

—¡Ah, sí, por supuesto, mucho! —Fritz le dio una palmadita en la mano—. De hecho, Hermann Goering acaba de regresar de una que hay en Suecia. Llevaba enganchado a la morfina desde hacía años. Y he oído que ahora está sobrio como un ministro luterano.

—Todo va a salir bien esta vez. Estoy completamente convencida. —Agarró a Willi por las solapas—. Volveré contigo. Te lo prometo.

—¡Maldita sea!, puedes estar segura. En cuanto se acabe el espectáculo de Gustave. Sólo tienes que procurar que te escoja como voluntaria.

—Nie rozsmieszqj mnie.
—Lo besó, y volvió a exhibir sus piernas—. No me hagas reír.

Después de que la puerta se cerrara, Willi se dejó caer en un sofá. El viento aullaba en el exterior de la ventana y las campanas de la iglesia del Káiser Guillermo tañeron lentamente. Cogió el teléfono, logró comunicar con la telefonista de llamadas de larga distancia y pidió que le pusieran una conferencia con París. Respondió Ava, y su voz lo envolvió con la calidez de una bufanda.

—Willi, ¿estás bien?

—Muy bien, muy bien. La investigación avanza. Si las cosas no se tuercen, podríamos concluirla, no sé… en un par de días, espero. ¿Cómo están los niños?

—Se lo están pasando en grande. Mamá y papá los han llevado a ver el festival de la luz en los Campos Elíseos. Les hace ilusión quedarse levantados hasta medianoche. ¿Tú estás solo?

Willi sintió que se le secaba la garganta. Si estuviera en París con ellos…

—Sí. Pero es igual. Aprovecharé para relajarme un poco. Escucha, diles que los quiero, Ava. Y a tus padres. Y a ti… y os deseo un Año Nuevo de lo más dichoso.

A medianoche las campanas repicaron. Las calles se llenaron del ruido de los petardos y las trompetas. Bajo su ventana, un borracho no paraba de gritar: «¡Feliz 1933! ¡Feliz 1933!». Willi no era nada religioso, pero le entraron ganas de rezar… Señor, por favor, haz que éste sea mejor que el anterior.

A eso de la una y media oyó risas de borrachos en el descansillo. La risa socarrona de Putzi era inconfundible.

—Bueno, ¿qué ha pasado? —Los dejó entrar—. ¿Te hipnotizó?

—¡Vaya si lo hizo! —gritó Fritz, y su cicatriz de duelista resplandeció de entusiasmo—. ¿Te has dado cuenta de que, además de polaco, nuestra pequeña y genial Putzi sabe hablar chino?
Ling ni how chu. Ling tang! Ling tang!
—remedó como un histérico.

—¡Para ya! —Putzi le dio una palmada, jadeando a causa de la risa—. No es verdad que hablara en chino.

—Contadme lo que ocurrió. —Willi los hizo sentar en el sofá.

—Gustave se murió cuando vio sus piernas.

Putzi se levantó el vestido rosa.

—Las catalogó de Ideales. —Fingió que se ruborizaba, y entonces adoptó una voz grave para imitar al Gran Gustave—. Es posible que todas desearan tener unas así, señoras, pero sólo una mujer entre mil las tiene.

—La pierna Ideal, como todo lo maravilloso y perfecto —siguió Fritz—, indica una fuerza vital enérgica y poderosa.

Y los dos al mismo tiempo gritaron:

—¡Y pasión!

—Pero ¿te dio alguna orden posthipnótica?

—¿Y cómo voy a saberlo? No recuerdo nada, aparte de verlo babeando encima de mí.

—Está bien, ¿lo hizo, Fritz?

—Me senté todo lo cerca que pude. Pero Gustave se inclinaba tanto sobre las mujeres, prácticamente por encima de ellas… que no sabría decirlo.

Willi tomó aire:

—Entonces no queda más remedio que esperar. —Bueno. Putzi palmoteo—. ¡Pues más bebida! Willi estaba sirviéndoles una segunda copa cuando las campanas de la iglesia del Káiser Guillermo dieron las dos. Putzi pestañeó durante un instante.

—Mein Gott!
—dijo, dándose una palmada en la frente—. Lo había olvidado por completo. Los cigarrillos.

Fritz miró a Willi.

—¿Cigarrillos? Aquí tengo de sobra.

—No. No fumo de ésos. —Buscó la capa con la mirada—. Iré corriendo a la esquina. En el quiosco tendrán mi marca, estoy segura.

Vestida con la capa negra y el vestido de noche rosa, Putzi se alejó por Nuremberg Strasse, mientras Willi y Fritz se mantenían a varios metros por detrás. Las aceras estaban más concurridas que a las dos de la tarde. Todas las fiestas se habían trasladado a la calle entre cantos, risas y un incesante petardeo. Bares y restaurantes estaban llenos. Pero Putzi avanzaba como en un sueño. Su manera de andar, lenta y constante, poco a poco fue adquiriendo velocidad, como si hubiera empezado a temer que llegaba tarde a algo.

En Tauentzien, una de las Chicas de las Botas la reconoció.

—¡Putzi! ¡Dios mío! ¿Qué has estado haciendo,
Mädchen?
—Pero Putzi la ignoró y pasó por su lado como una ciega sordomuda—. ¡Qué cara! —La chica la miró ceñuda—. Así que pillaste a un caballero, ¿eh, zorra?

Tras dejar atrás la iglesia del Káiser Guillermo, el Gloria Palast y el café Romanishes, pasó entre el tumulto flotando como un fantasma. En una ocasión atisbo lentamente por encima del hombro y pareció ver a Fritz y Willi, pero no se inmutó. Al llegar a la estación del Zoo, se remangó el vestido y subió las escaleras. Ya en el andén en dirección al oeste, esperó mientras los trenes iban y venían, sujetando con fuerza la capa y balanceándose suavemente adelante y atrás, como si fuera a quedarse dormida. Pero, cuando un tren con el cartel de
SPANDAU
entró traqueteando en la estación, subió rápidamente a él.

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